Dom 05.07.2009
turismo

GUATEMALA CRONICA > DE UN VIAJE AL MUNDO MAYA

Amanecer en Tikal

La ciudad maya de Tikal, uno de los sitios arqueológicos más fabulosos de Mesoamérica, cubre un extenso territorio de la selva de El Petén guatemalteco. Aunque lo más espectacular fue desenterrado, la mayor parte de las ruinas permanece todavía bajo la tierra y oculta por la jungla.

› Por Florencia Podesta

Para apreciar la ciudad maya de Tikal de la mejor manera, es necesario madrugar. Contra toda buena costumbre, nos levantamos a las 4.30, cuando todavía es de noche. La “Van” nos transporta desde el pueblo de Flores y atravesamos la oscuridad cerrada en un estado de semiinconsciencia interesante. Llegamos a la entrada del parque nacional y empezamos a caminar, mapa en mano, por senderos que podemos distinguir gracias al blanco reflectante de la piedra caliza que resplandece incluso en esta penumbra. El primer paisaje es el sonoro. Los grillos nocturnos y las ranas llenan todo el espacio con su canto imposiblemente estridente. Entonces sucede algo curioso. En determinado momento la “banda de sonido” se calla, hay unos instantes de silencio, como si la selva tomara un respiro, y comienza a instalarse otro paisaje sonoro completamente diferente, casi al unísono. La señal es el cambio de luz. A medida que el gris va adquiriendo todos los matices del verde con el alba incipiente, los pájaros, los monos, los insectos y demás seres desconocidos empiezan a despertar también. Pronto lo que antes creíamos estridente era un murmullo comparado con este piar, graznar, chillar, aullar, urlar, cantar, cacarear, gorjear y chasquear. Entre los sonidos inclasificables de un universo de pájaros que saludan el nuevo día distinguimos unos que parecen agua saliendo de una botella, o una alarma de despertador, o un sicus, o un silbido humano que nos hace dar vuelta a cada rato a ver quién llama, o un golpe seco que es la voz del tucán. Lo más impresionante son los monos aulladores, pequeños seres flacos y negros que al rugir, aunque sean solo dos o tres, parecen una manada de leones, o un viento atronador y huracanado.

Frente a tanta maravilla casi olvidamos que veníamos a ver las pirámides. Amanece en Tikal. La bruma densa y blanca del alba no permite ver más allá de unos metros adelante, y eso hace que la ciudad descubra sus tesoros poco a poco, parte por parte, desprendiéndose lentamente de sus velos. La primera impresión es la de un jardín misterioso que navega en la selva en medio de una nube blanca. De repente, reconocemos ante nosotros el muro claro de una pirámide enorme. Un cambio en la claridad de la niebla nos deja adivinar que estamos en un gran espacio abierto. A medida que la bruma se levanta comienzan a aparecer, como espectros en una ensoñación, los contornos de la acrópolis y de las dos pirámides enfrentadas, en la Gran Plaza. Los templos de una ciudad celestial, construidos sobre pirámides colosales y colinas artificiales, emergen como torres por encima del manto verde de la fronda.

Los primeros habitantes de Tikal llegaron en el 700 a.C. Durante los siglos siguientes se fueron construyendo algunos templos, hasta que alrededor del año 0, cerca del nacimiento de Cristo, la Gran Plaza que vemos empezó a tomar forma y Tikal ya era una ciudad-Estado importante. Luego de un período de esplendor de 300 años, Tikal cayó bajo la influencia del poder de Caracol, ciudad-Estado maya en Belice. Pero a mediados del siglo siete se produjo un renacimiento bajo el reinado del Aj Cacaw, el Señor Chocolate. Durante este período se reconstruyó, agrandó y remodeló la ciudad; como tributo, el líder fue sepultado en el magnífico Templo 1, en la Acrópolis Central. Cerca del siglo nueve Tikal fue misteriosamente abandonada, como todos los centros mayas.

En 1848 Tikal fue redescubierta por una expedición guatemalteca liderada por Modesto Méndez. Hasta 1951 el sitio sólo era accesible a caballo y casi todas las ruinas estaban enterradas o cubiertas por la selva. Sólo en 1984 se terminaron de excavar los edificios principales de la ciudad.

El área central, con los cinco templos principales, es la más impresionante. La Gran Plaza, enmarcada por cuatro edificios imponentes, era el centro de la actividad ceremonial y religiosa. Los mayas concebían poéticamente sus ciudades como una composición armónica de montañas y árboles; por eso lo que nosotros conocemos como pirámide era para ellos “montaña”. Tikal es una ciudad de templos erigidos sobre estas colinas artificiales o pirámides de piedra, construidos así en las alturas con el fin de estar más cerca del Cielo. Dos pirámides o “montañas” gemelas, Templo 1 y Templo 2, o Templo del Gran Jaguar y Templo de las Máscaras, se enfrentan en ambos extremos del rectángulo de la Plaza. Bajo el Templo 1 se encontró la tumba del Señor Chocolate; allí había piezas de jade, perlas, caracoles y esqueletos de rayas.

Para una vista desde la altura de todo este espacio lo mejor es subir las largas escaleras de algunas de las pirámides (de casi 50 m). Al costado veremos la Acrópolis Norte, uno de los edificios más complejos del mundo maya. Al estilo maya, fue construido y reconstruido sobre sí mismo durante un período de siglos. Bajo los doce templos hoy visibles existen casi cien estructuras enterradas. Se excavaron máscaras de 4 m de altura, anteriores a Cristo.

Esto es apenas una porción de lo que hay para ver. Es una ciudad completa; las ruinas se extienden por todos los 370 km2 del parque nacional. Cuánto querramos caminar sólo depende de nuestra voluntad exploradora, y de contar con un buen guía si queremos internarnos en lugares más remotos.

Una de las cosas más fascinantes de Tikal es comprobar que la selva sigue siendo la verdadera dueña. Alrededor de –o sobre– las ruinas crecen árboles gigantescos. Centenarios o acaso milenarios, alcanzan alturas increíbles, sobre todo la ceiba, el árbol sagrado de los mayas. Muchas de las ruinas se descubren apenas, todavía semicubiertas por una capa de vegetación que las camufla. Un montículo donde crecen árboles de copas altísimas resulta ser un templo; las raíces se aferran a los muros de piedra, a veces manteniéndolos unidos, a veces disgregándolos. Los cuidadores deben realizar un trabajo constante para mantener a raya a las plantas. Comprendemos por qué los mayas se referían a la divinidad de la Tierra como el Monstruo de la Tierra, al que representaban con un rostro de boca enorme y hambrienta que aparece en la base de muchos bajorrelieves en los templos. Los mayas sostenían día a día una lucha inacabable con la jungla para que, en su avance poderoso y silencioso, no les robara el frágil mundo humano que habían logrado construir en su interior. El antropólogo Fernando Benítez explica que para los mayas el Monstruo de la Tierra imperaba como una fuerza caótica de vida y de muerte, frente a la que toda victoria era precaria y momentánea. Tal vez para no enloquecer, dice Benítez, nació en los mayas esa obsesión por ordenar el cosmos mediante la astronomía y la arquitectura, y por registrar el tiempo en complicados y precisos calendarios.

Fáciles de alcanzar son el Templo 5 y el Templo 3, detrás del cual se encuentra el Palacio de los Murciélagos, un gran edificio techado, que parece una caverna, habitado por murciélagos y cubierto de musgo anaranjado. Un poco más allá está el famoso Templo 4, el más alto de Tikal con 64 m y la mejor vista. Subir no es fácil, porque los siglos convirtieron a esta pirámide en una montaña de laderas empinadas, cubierta de árboles: para llegar a la cima hay que trepar sobre raíces, malezas y bloques de piedra desordenados, y en la parte final una escalera de hierro. Sin embargo, el panorama vale la pena. Arriba estamos como los pájaros, por encima de las copas de los árboles, y sobre nosotros sólo el azul del cielo. El manto verde se extiende como un mar hasta el horizonte y sobresalen como faros las cimas blancas de las otras pirámides.

En el mundo maya, el tiempo no se concibe en abstracto, se relaciona directamente con el espacio. Los espacios, sus ciudades, sus pirámides y palacios nacieron bajo el signo del transcurso del sol y las estrellas. Señalan solsticios, equinoccios y constelaciones. Cada conjunto de edificios es como un gigantesco astrolabio de piedra para quien sepa leerlo. El orden cósmico está por encima de todo, incluso de los dioses.

La pirámide era una metáfora del Arbol de la Vida, una especie de vehículo para el “viaje” del alma: su cima estaba en contacto con el cielo, mientras en su interior, en el subsuelo, el muerto encontraba su recinto hundido en el útero de la tierra, listo para renacer. Se sabe que la tumba se ubica en el eje vertical de la pirámide. Este eje central es el axis mundi, línea invisible por la cual era factible moverse entre las tres regiones del cosmos: el Inframundo, el mundo conocido o humano, y el Cielo.

El viaje iniciático al Inframundo, al igual que para los griegos el descenso iniciático al Hades en los ritos eleusinos, podía realizarse también en vida. Para este ritual los mayas usaban las cuevas y cavernas interminables y laberínticas que existen abundantemente en la zona. Muchas de estas cuevas son lugares sagrados desde tiempos antiguos. Se sabe que allí los vivos, ayudados por ayunos y plantas que alteran la conciencia, realizaban un viaje al “otro mundo”, una especie de muerte ritual no física, de la que volvían –renacían– con una nueva fuerza y conocimientos extraordinarios. Esos viajes tenían como objetivo primordial el descubrimiento de los mecanismos de la resurrección, una meta parecida a la que persiguieron en sus respectivos mitos héroes como Orfeo, Hércules, Gilgamesh o Quetzalcoatl. Todavía hoy los chamanes o sabios mayas realizan este tipo de rituales.

Aunque en la superficie la cultura maya parece haber sido absorbida definitivamente por el Occidente cristiano, es interesante enterarse de que se han preservado algunas tradiciones de “caminos del conocimiento” en el inaprehensible registro de la oralidad. Este misterio maya, aunque contemporáneo, nos resulta tan impenetrable como el de los mayas antiguos.

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