Dom 26.07.2009
turismo

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Al fondo de los esteros

Un viaje de varios días al gran pantanal argentino. Excursiones nocturnas por la selva, cabalgatas por los bañados y paseos por los alrededores de la laguna de Iberá para conocer la extraordinaria fauna que habita los esteros. Y también, un encuentro con los gauchos que conviven con las maravillas del mundo acuático correntino.

› Por Julian Varsavsky

Los esteros del Iberá, el gran pantanal 65 veces más grande que la ciudad de Buenos Aires, se visita por lo general en dos agitados días que, a lo sumo, alcanzan para dos salidas en lancha y algún paseo más. Pero las agradables posadas que rodean la laguna de Iberá justifican extender la estadía, aunque sólo sea para tumbarse en las hamacas que cuelgan en las galerías de esas casonas de campo con pileta. Y desde el pueblo de Colonia Pellegrini se pueden hacer varias excursiones alternativas que ofrecen un acercamiento más a fondo al submundo acuático de los esteros del Iberá donde además de su extraordinaria biodiversidad se ha preservado una cultura muy propia de los habitantes del lugar.

LOS ESTEROS DE NOCHE

Un breve trayecto en camioneta desde cualquiera de las posadas que rodean la laguna de Iberá lleva hasta un sendero agreste que se interna en la selva en galería. Allí se hace una relajada caminata nocturna por ese mundo de sombras entre los murmullos de una fauna rampante con sus millares de ojos que acechan sin dejarse ver.

Caminar de día por la selva es como abrirse paso por un reino de pura sugestión, donde la espesura vegetal no deja ver más allá de unos metros. Pero hacerlo en la noche eleva esa sugestión al máximo, penetrando un oscuro universo que dilata las pupilas para poder percibir la luz mientras el oído y el olfato se potencian para escuchar susurros misteriosos y sentir el olor a entrañas de la selva. Cuando el sol se hunde en la espesura el proceso de reciclaje natural se acelera. De día la selva absorbe calor y el aire caliente se lleva las fragancias hacia arriba. Y de noche todo se enfría mientras se descompone la materia orgánica de animales y vegetales muertos. Los zorrinos escarban la tierra y la acumulación de aromas de la noche atrae a los insectos que polinizan las flores. Y los murciélagos, por su parte, comen frutos y desperdigan semillas. Esa mezcla de olores incluye el de la tierra mojada por el rocío y el del almizcle que segregan el zorro y el aguará popé –una especie de la familia del mapache también conocida como osito lavador– para marcar el territorio.

Cada atardecer, las lanchitas para el avistaje de fauna se internan en la laguna de Iberá.

Al rato de estar caminando a ritmo pausado por el angosto sendero de tierra con puentecitos de troncos, el guía pide prestar atención para oír los sonidos de la selva. En el silencio nocturno el crujido de una rama rasga la noche, el chistido de una lechuza ordena silencio, un tero da una señal de alerta, y el croar de las ranas conforma un coro sin ton ni son. Cada tipo de rana tiene su propio canto, como el de la ranita hila pulchela, que semeja gotitas de cristal rompiendo contra el suelo. Y cada tanto arranca el sonido como de locomotora del sapo curucú. Entre el canto de las aves sobresalen el “cu... cucú” de la lechuza alicuco y el silbido del pájaro curiango, cuyos ojitos brillan como rubíes rojos ante la luz de la linterna.

El encuentro con la fauna es siempre una lotería. Entre los animales que pueden llegar a aparecer están una especie de mulita llamada tatú negro, algún zorro, un ciervito llamado corzuela, el ciervo de los pantanos, el aguará popé, el aguará guazú o lobo de crin, el zorrino, vizcachas y carpinchos. Una especie que suele ser indiferente a los visitantes es el tatú negro, que cruza el sendero sin apuro, muy concentrado rastreando cascarudos.

En total se caminan dos kilómetros a ritmo relajado y con linternas para descubrir la fauna. Según cuenta José Martin, un guía baqueano y naturalista de la zona, en esta excursión suele aparecer una gata montés manchada que se crió entre humanos y persigue confiada al grupo de visitantes por todo el trayecto. A veces la gata escucha un ruido, se paraliza un instante en posición de ataque y desaparece de un salto entre el follaje tras una presa. “Una vez que la gata nos seguía, apareció un zorrito; para sorpresa de todos se pusieron a jugar persiguiéndose uno al otro... y otra vez la gata agarró a un carpincho de la cola con las patas y de repente llegó su amigo el zorro que los espantó a los dos.”

El paseo termina junto al espejo de agua que refleja el cielo nocturno donde todos tratan de descubrir yacarés con la linterna. Con un poco de suerte aparecerá alguno sumergido en la laguna, asomando apenas sus brillantes ojos traicioneros sobre la superficie.

Las parejas de chajaes están siempre alertas, listas para lanzar su grito.

Una alternativa es hacer la excursión nocturna en una camioneta 4x4 con grandes reflectores. En este caso suelen aparecer ciervos de los pantanos, aguará popés, zorros y zorrinos. Y sólo se desciende del vehículo para observar las cuevas de vizcachas –de la familia de los roedores– y caminar entre ellas oyendo sus chillidos. Lo más llamativo de las vizcachas es que afuera de sus madrigueras acumulan ramas, palos, bolsas de plástico, excrementos de otros animales, cartones y fragmentos de lana tal como si fuera un campamento ciruja. Por eso a la gente de la zona que acumula objetos inservibles en los patios se la llama “vizcachera”.

EL GAUCHO CORRENTINO

La provincia de Corrientes está prácticamente rodeada por los ríos Uruguay y Paraná, y cortada al medio por la gran masa de agua de los esteros del Iberá. De alguna manera, está aislada en un contorno de ríos y al mismo tiempo anegada en su interior. Este aislamiento quizás explique por qué Corrientes tiene una identidad tan propia, que la convierte casi en un “país” aparte con su propia religiosidad católica que abarca un santoral bastante pagano, donde se venera a San La Muerte y al Gauchito Gil. Además, si bien el idioma guaraní es minoritario en la población, tiene una musicalidad que perdura en la entonación del castellano. Y en muchos de sus habitantes se perfila la fisonomía algo “diluida” de los aborígenes guaraníes. Pero una cosa es que a uno se la cuenten y otra es ir a ver esto en los ranchos que rodean esa médula correntina que son los esteros del Iberá.

Para tener un acercamiento lo más natural posible al mundo del gaucho correntino, José Martin lleva a los visitantes a conocer a sus padres, quienes viven en el mismo rancho donde él nació, en los esteros de Chamba Trapo, a 17 kilómetros de la laguna de Iberá. A diferencia del típico gaucho de la zona –hosco y cerrado, con el facón listo en la cintura–, los padres de José son abiertos y les encanta charlar con los visitantes, muy orgullosos de mostrarles su rancho de barro. Lili y Amadeo Martin viven solos con sus hijas y se acuestan y se levantan con el sol, a pesar de que eso ya no es tan necesario desde que hace tres años les llegó la electricidad.

A diferencia de las casas de adobe del noroeste del país –que se hacen con ladrillos–, el rancho correntino se levanta con un “enchorizado” de barro y espartillo que se coloca en una estructura de palos y cañas tacuara. Las puertas y ventanas son pequeñas para aislar el interior, tanto del frío como del extremo calor veraniego, y el techo es a dos aguas con cielorraso de paja, junco y zinc. El interior es bastante oscuro y una característica del gaucho correntino es que vive la mayor parte del tiempo fuera del rancho.

La jornada en el campo comienza entre las tres y las cuatro de la mañana con unos mates. Luego se ordeña una vaca en el corral para tener leche fresquita y se desayuna mbaipú –un guiso de harina y carne– con un vaso de leche. A eso de las 6.30 –lejos del tiránico sol del mediodía– comienzan las tareas más duras como enlazar un novillo para curarle una “bichera”, cortarle los cuernos filosos a un toro, arrear el ganado o matar una vaca. La mujer se queda en casa entregada a quehaceres domésticos como cocer pacientemente una papaya para convertirla en un dulce almibarado.

Al mediodía la mujer espera a su “machimbrado” –así se llama al hombre cuando no está casado sino juntado o machimbrado– con el mate listo. Luego es hora del almuerzo y la sagrada siesta, mientras afuera del rancho el ambiente explota de calor.

La actividad de la tarde es más tranquila, cuando se preparan cueros para vender, se arrean las ovejas, se hacen chorizos caseros, se sala la carne para el charqui y se riega la huerta. A esta altura queda claro que los Martin son prácticamente autosuficientes, y como la ferretería más cercana está a 120 kilómetros, ellos mismos fabrican sus herramientas con todo tipo de hierros viejos que guardan en un galpón, como buenos vizcacheros. En el rancho se puede ver la bisagra de una puerta armada con dos chapas viejas y una máquina lijadora de cueros fabricada con el motorcito de un ventilador. Y en el cambalache del galpón se ven pesas de campo, un estira alambre, un yunque, motores y baterías viejas, un corta hierro, punzones, monturas de caballo, marcas para ganado, serruchos y chatarras varias.

Cabalgata y caminata Después de una larga mateada con los Martin, comienza una cabalgata por los alrededores donde confluyen tres ambientes muy distintos: la selva paranaense de altos árboles de lapacho y palmeras pindó, el espinal entrerriano con sus montes bajos de espinillos y ñandubay, y el distrito chaqueño con sus bosquecitos de palmera caranday, quebrachos blancos y cactus.

Los caballos son mansos y obedientes, y caminan sin prisa por el agua de los esteros y entre los palmares. La charla con el gaucho José –quien tiene ojos azules porque lleva sangre suiza mezclada con criolla– continúa también sin prisa mientras cuenta que en la zona todavía es común el trueque de, por ejemplo, dos vacas por un freezer o una máquina para hacer chorizos. Y en los almacenes de Colonia Pellegrini es común que alguien llegue con huevos en lugar de dinero para cambiarlos por pan o leche.

Sumergido en la calma acuática, un carpincho “posa” ante la cámara.

Luego de dos horas de cabalgata se regresa al rancho de Don Amadeo quien tiene listo un suculento asado, el plato diario del gaucho correntino, para quien “una comida sin carne no es comida”. Una vez terminado el almuerzo, es hora de dormir una siesta correntina en una hamaca atada entre dos árboles antes de salir a caminar con José por los esteros y palmares de Cambá Trapo. El guía, con olfato salvaje, descubre a veces a los animales por el olor, como una pareja de aguará popés que dormían en la copa de un árbol camuflados entre unas epifitas. Durante el paseo se recorren tramos de selva, palmares, bosques xerófilos mientras a lo lejos se ven corzuelas con sus crías o algún ciervo de los pantanos, y más cerca, en el suelo húmedo, se distinguen incontables huellas de gatos monteses, zorros, tatúes y carpinchos.

A TODA FAUNA

Además de las navegaciones clásicas por los esteros de día y las excursiones relatadas en esta nota, en Iberá hay varias alternativas más que incluyen una navegación nocturna buscando yacarés, un paseo en bicicleta por Colonia Pellegrini y alrededores, safaris para observadores de aves, cabalgatas con luna llena y navegaciones por los diferentes rincones de los esteros.

Mejor no acercarse mucho a un yacaré cuando mira con sus temibles fauces abiertas.

A los esteros del Iberá se va esencialmente a observar fauna. Y la verdad es que es imposible volver frustrados –como a veces ocurre con quienes hacen un safari en Sudáfrica– porque aquí la fauna aparece a cada paso, a veces por millares en una misma tarde. Pero claro, las especies tienen sus figuritas difíciles como el aguará popé o situaciones violentas como la de un yacaré devorándose una nutria de un santiamén. Por eso, a mayor tiempo de exploración, mejores avistajes.

Tranquilamente podría decirse que, para tomar algunas de las fotos que acompañan esta nota, los fotógrafos estuvieron semanas enteras apostados con sus teles más poderosos –aguardando situaciones ocultos en los pastizales–, con medio cuerpo dentro del agua y a merced de toda clase de fieras. Sin embargo, la verdad sea dicha, en los esteros del Iberá colocar la lente a medio metro de las fauces de un yacaré es poco menos que un juego de niños.


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