EUROPA > ANTIGUOS PALACIOS REALES
De punta a punta de Europa, se levantan fabulosos palacios que reyes y emperadores ordenaron construir como edificios emblemáticos del poder monárquico. Algunos aún tienen un destino regio –tal es el caso del Windsor británico–, en tanto otros fueron heredados por las autoridades republicanas, como el Hofburg vienés, o se transformaron en museo, como el Louvre.
› Por Graciela Cutuli
Décadas, cuando no siglos de construcción. Superficies medidas en hectáreas, y habitaciones medidas por miles. Representación concreta de los mejores bienes materiales de cada época, y afirmación simbólica del poder de los reyes como elegidos por Dios en la tierra. Son los palacios que, de un extremo a otro de Europa, evocan la historia del continente a través de las testas coronadas que mandaron construirlos, levantando desde austeras fortalezas hasta complejos tan grandiosos como desmesurados. En el ocaso de gran parte de las monarquías, aquellos palacios tuvieron otros destinos: en Francia, el Louvre se hizo museo y Versailles le siguió los pasos. El Hofburg, en Viena, se convirtió en residencia del presidente austríaco, mientras en Windsor el museo convive con los sectores todavía en uso por la familia real británica.
EL LOUVRE Y VERSAILLES “El Estado soy yo”, dicen que dijo. Y aunque es probable que Luis XIV no haya pronunciado nunca esas palabras, sí podría haber asegurado “Mi palacio soy yo”. La figura del Rey Sol y su proyección sobre el siglo XVII están asociadas a uno de los complejos palaciegos más impresionantes de Europa: Versailles, en las afueras de París, que el monarca prefirió al Louvre y amplió para convertirlo desde un pabellón de caza en un monumental conjunto de fachadas, palacios y jardines. Hasta 20.000 personas, toda una corte-ciudad repleta de intrigas, llegaron a vivir en sus dependencias y salones.
Luis XIV y los reyes sucesivos, hasta el revolucionario año 1789, fueron construyendo los Grandes Apartamentos del Rey y de la Reina, la emblemática Galería de los Espejos imaginada por Mansart (el arquitecto que también dio nombre a las más populares mansardas parisinas), la Capilla y la Opera, los jardines diseñados por el paisajista André Le Nôtre. Forman parte de Versailles el refinado Grand Trianon, “pequeño palacio de mármol rosa y pórfido con deliciosos jardines”, y “los dominios de María Antonieta”, que reúnen el Petit Trianon y la bucólica “aldea de la reina”. La visita a Versailles, adonde se llega fácilmente con el metro regional de París (RER), es una experiencia de todo un día, y aun así resulta corto: las dimensiones del palacio son enormes (basta recordar que entre el cuerpo principal y los dominios de María Antonieta hay que tomar un trencito) y sus tesoros, fabulosos. Sobre todo su espectacular Galería de los Espejos, o Gran Galería, concebida para dejar boquiabiertos a los visitantes de Luis XVI. Un objetivo que sigue consiguiendo más de tres siglos después, con sus 73 metros de largo jalonados por 17 ventanas que iluminan 357 espejos. En un tiro por elevación, además de asombrar con la profusión de decoración barroca, la Galería reafirmaba el poder de la Manufactura de Espejos creada por Francia para contrarrestar la influencia veneciana en la materia. En este marco fantástico se celebraron, en 1770, las bodas del delfín, futuro Luis XVI, con la jovencísima María Antonieta de Austria.
La proyección de Versailles como centro de la monarquía francesa desplazó al Palacio del Louvre, en el centro de París, que nació como castillo fortificado en el siglo XII y tomó aires palaciegos a partir del Renacimiento. Con momentos de esplendor bajo la influencia de Catalina de Médicis y Enrique IV, a partir del siglo XVIII fue sede de la Academia Francesa y de las exposiciones anuales de la Real Academia de Pintura y Escultura. En 1793 comienza su destino definitivo: abren al público las colecciones de la Gran Galería y el Salón Cuadrado, y se va extendiendo año tras año hasta convertirlo en el que se considera el museo más importante del mundo. Basta citar sus tres iconos, los que guían los primeros pasos de cualquiera que atraviese la pirámide de vidrio inaugurada en 1989: el trío femenino que forman la Mona Lisa, la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia. A ellas se suman los trabajos de Rubens, Vermeer, Rafael o Delacroix, sólo algunos de los cientos de obras maestras que trazan la historia del arte desde la Antigüedad hasta el siglo XIX. También el Louvre requiere un día entero de visita, y aun así no se lo habrá conocido por completo: lo ideal, además, es continuar el trazado histórico del arte en el Museo D’Orsay, simplemente cruzando el Sena, para conocer lo mejor del arte impresionista.
CON ACENTO ESPAÑOL A pasos de Madrid, la monarquía española expuso lo más granado de su carácter en un palacio tan imponente como contrastante, por su austeridad, con los de otras casas reinantes europeas. El Escorial, trepado sobre la frescura de la Sierra de Guadarrama, vigila con discreción el pueblo que hoy bulle a su alrededor de visitantes y lugareños desparramados en sus numerosos bares, tabernas, teatros y restaurantes. El palacio es la expresión arquitectónica de un reino poderoso, aquel imperio de Felipe II donde nunca se ponía el sol, de un Siglo de Oro que irradió las letras españolas hacia el mundo, y de la personalidad reflexiva de un monarca que había heredado la fe de sus bisabuelos, los Reyes Católicos.
Como toda obra grandiosa, la construcción del Escorial fue larga y trabajosa. Nació como monasterio de San Jerónimo, con iglesia y panteón para Carlos V y sus sucesores, y también como palacio real con colegio, seminario y biblioteca. Curiosamente, ni la multiplicidad de sus funciones ni los varios arquitectos que pusieron mano en la obra rompieron la armonía del resultado final: hoy se impone, en la visita, la abrumadora simetría de sus salones y galerías, y una síntesis de estilos que van del italiano al flamenco en un marco siempre contenido. Dos símbolos lo hacen inconfundible de inmediato: las bolas herrerianas, que se repiten como elemento decorativo, y la parrilla, que testimonia que todo el palacio fue puesto bajo la advocación de San Lorenzo. El recorrido revela las dos vocaciones que conviven en El Escorial: el hábitat y los aposentos de Felipe II y la corte española, y el museo con obras maestras de Velázquez, El Bosco y El Greco, entre otros artistas. Pero no es todo: El Escorial es también el mausoleo de los reyes españoles; tiene una preciosa basílica y una biblioteca donde se conservan auténticos tesoros, con manuscritos griegos, árabes, latinos y hebreos rodeados de esferas armilares y globos terráqueos.
SO BRITISH En el corazón de Londres, no hay turista que permanezca inmune al cambio de guardia del Palacio de Buckingham. El encantador anacronismo de la ceremonia, a las 11.30 puntualmente, y el simbolismo del palacio en relación con la no menos anacrónica monarquía británica son todo uno: residencia real desde la época de la reina Victoria, Buckingham sigue siendo morada de la reina Isabel II, escenario de ceremonias y banquetes oficiales, y de fiestas en los jardines. De hecho, es uno de los pocos palacios reales en actividad que quedan en el mundo, y sus 19 salas de Estado –con la Royal Collection, que incluye obras de Rembrandt, Rubens y Canova– abren al público durante agosto y septiembre, cuando la reina realiza su visita anual a Escocia. Durante 2010, la apertura estival del palacio presentará una exposición especial dedicada al Año de la Reina, con trajes de ceremonia, uniformes, joyas y un valioso archivo fotográfico y cinematográfico.
En materia de palacio, Windsor no se queda atrás. También residencia oficial de los reyes británicos, está considerado uno de los castillos más antiguos todavía habitados (y concentra la atención sobre todo cuando se celebran las cercanas carreras de caballos de Ascot, ocasión en la que se pueden ver, todos juntos, los más estrafalarios sombreros surgidos de la trasnochada imaginación de los diseñadores de indumentaria). Como un concentrado de elitismo, también queda cerca de Windsor el exclusivísimo colegio de Eton. En todo caso, linaje es lo que le sobra: sus orígenes se remontan al año 1070, cuando Guillermo el Conquistador ordenó su construcción en la línea de defensa de Londres. Naturalmente, el castillo que se visita hoy es un lejano heredero de aquél, sucesivamente ampliado y enriquecido con decoraciones y obras de arte, incluyendo dibujos de Leonardo da Vinci y Miguel Angel. Exteriormente, tiene todo el aspecto de un castillo medieval... pero se trata sólo de una fachada creada a principios del siglo XIX, en pleno Renacimiento romántico. Durante la visita se recorren los aposentos de Estado, los ricamente decorados aposentos privados de Jorge IV, la Capilla de San Jorge –donde se encuentra la tumba de Enrique VIII– y la encantadora Casa de Muñecas de la reina María, realizada con maestría artesanal para la soberana, amante de las miniaturas. Windsor tiene además un significado especial, ya que fue el nombre elegido por la familia real cuando, después de la Primera Guerra Mundial, necesitaron abandonar el germánico nombre de “casa de Saxe-Coburgo y Gotha” por otro de raíces más británicas.
VIENA IMPERIAL Verdadera encrucijada del Oeste y el Este de Europa, Viena es tal vez la única capital europea que puede rivalizar con París. Su historia como cabeza del inmenso Imperio Austro-Húngaro está estrechamente enlazada con la dinastía de los Habsburgo, cuyos orígenes se remontan a la Edad Media. Y los Habsburgo están a su vez asociados con al menos dos palacios vieneses: el Hofburg, el principal palacio de la ciudad, que ocuparon durante más de 600 años; y el encantador Schönbrunn, que utilizaban como residencia de verano.
El gigantesco Hofburg se convirtió, después de la Primera Guerra Mundial y tras la caída de la dinastía, en la residencia del presidente de Austria: pero su espectacular pasado está siempre presente en sus 2600 habitaciones, de las cuales sólo algunas decenas están abiertas al público. Son las que pertenecieron al longevo emperador Francisco José, reinante entre 1867 y 1916, y su esposa Sissi; la Cámara del Tesoro, que conserva las joyas de la Corona y las insignias del Sacro Imperio Romano Germánico; la Biblioteca Nacional Austríaca y la Escuela de Equitación Española. El Hofburg es, más que un palacio, casi un barrio de Viena, rodeado por otras mansiones y palacios construidos por la nobleza en el afán de estar lo más cerca posible del poder de los emperadores. Y aunque ella lo haya odiado, por su frialdad y rígida etiqueta, desde hace algunos años alberga también el museo dedicado a la voluble Sissi, con la exhibición de sus trajes, joyas y célebres retratos.
Por su parte, Schönbrunn no se queda atrás. Basta recordar que se lo conoce como el “Versailles vienés”: también aquí se visitan los aposentos de Francisco José y Sissi, decorados en un vistoso estilo decimonónico, los salones de Estado, los antiguos aposentos de María Teresa y las habitaciones de otros miembros de la dinastía. La inevitable experiencia grupal de recorrer salón tras salón hace olvidar a veces lo que fue realmente este palacio en sus tiempos de esplendor: no sólo un museo, desbordante de obras de arte decorativo, sino el escenario real de la vida cotidiana de toda una corte, tan fastuosa como condenada a la decadencia. Pero si se le puede dedicar algo más de tiempo que la recorrida habitual, empezarán a tomar forma los fantasmas de ese pasado, y los nombres de los libros de historia recuperarán su personalidad para revelar el carácter que tuvieron en vida: una María Antonieta niña jugando en los aposentos; Carlos de Habsburgo negociando su salida de escena y el fin del imperio en 1918; el joven Napoleón II, “el rey de Roma”, que falleció entre estos muros a los 21 años; los amoríos del heredero y esperanza del imperio, Rodolfo de Habsburgo, antes de su muerte en Mayerling en 1889. Todos ellos tienden un vínculo invisible que emparienta, a través de la distancia y de los siglos, las casas reinantes de Europa y, junto con ellas, los palacios que fueron escenario de la aventura de sus vidas, su esplendor y su desaparición.
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