Dom 14.03.2010
turismo

ESPAÑA LAS ISLAS CANARIAS

Morada de los dioses

La Ruta de los Volcanes, el Drago Milenario, la Lluvia Horizontal... Misterios que encierra el archipiélago de las Canarias, una serie de islas volcánicas nacidas al oeste del desierto del Sahara que cronistas como Plutarco identificaron como la morada de los dioses que describió Homero. Hoy, allí conviven la infraestructura turística más moderna con rincones todavía inexplorados y protegidos en Parques Nacionales.

› Por Graciela Cutuli

Lanzarote es una de las islas más hermosas de las Canarias y donde mejor se han conservado los paisajes y la arquitectur

Por muy turísticas que sean, las islas siempre tienen algo de misterioso, una suerte de lejanía que les da su aislamiento en el mar y que no hay barco o avión que pueda quebrar. Las Canarias no son una excepción: hace años que se convirtieron en uno de los destinos más buscados por el turismo masivo de toda Europa, y sin embargo todavía es posible encontrarse con selvas idénticas a las que vieron los dinosaurios, con rutas de lava intactas desde que el fuego líquido se solidificó apenas salido de los cráteres, o con gente que se apoya tranquila para ver pasar el tiempo, sin prisa y sin pausa, en los balcones coloniales de sus casas.

La Palma, El Hierro, La Gomera, Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote, las islas que componen el archipiélago, pertenecen al reino de España gracias a los avatares de la historia, aunque la geografía las incluya en el mismo grupo que las Azores, Madeira y las islas de Cabo Verde. Siete islas con dos capitales: Las Palmas (Gran Canaria) para las orientales, y Santa Cruz de Tenerife (Tenerife) para las occidentales. Si en alguna de ellas se cruza con un “verdino”, el perro local que se cree descendiente de las primeras razas salvajes que poblaban las islas, ríndale el homenaje que merece: a estos perros (“canes” en latín) le deben su nombre las Canarias. No hay mucho más que haya quedado de la nativa cultura “guanche”, como se llama a los nativos de Tenerife, después de la conquista española: pero esos paisajes hechos de volcanes, grutas, médanos y selvas que esperan al visitante detrás de las playas más turísticas siguen teniendo la misma belleza que cautivó a sus primitivos habitantes y a los cronistas que, como Plutarco, aseguraban que las Canarias eran los Campos Elíseos que Homero describió como morada de los dioses.

El Teide En Tenerife, la más grande de las islas, se encuentra también el pico más alto de España: es el Teide, un volcán que asoma en esta porción de tierra como última punta de la cadena africana del Atlas. Verdadero símbolo de las Canarias, sus 3718 metros de altura son la meta más deseada de los excursionistas que hacen trekking por todo el Parque Nacional, pero se puede llegar también con métodos menos deportivos: un teleférico sube hasta una estación a 150 metros del punto más alto. Si se quiere hace cumbre, habrá que seguir a pie, pero el paisaje bien vale el esfuerzo: cuando no hay neblina en el horizonte, se puede ver desde la cima del Teide el resto de las islas, e incluso la portuguesa Madeira. La región es famosa por su claridad, tanto que allí se sacó a principios del siglo XX la primera foto del cometa Halley. Y si Julio Verne había elegido un volcán en Islandia para iniciar su Viaje al centro de la tierra, el escritor Francis Goldwin prefirió este lugar para situar su novela A man in the moon, donde un tal Domingo González se gana el honor de ser el primer personaje de la literatura moderna en viajar a la Luna. De todos modos, no hay que ir tan alto para asombrarse, porque las formaciones de lava y roca en todo el Parque Nacional –como los famosos Roques de García, que llegan a los 27 metros de altura– están al alcance de todo el mundo desde los miradores naturales que forma el relieve de la zona, trabajado por el viento y el fuego. El Teide permite también apreciar un fenómeno único: la “lluvia horizontal”, una especie de manto natural de humedad que se forma a partir de los 1500 metros de altura y que, por la condensación de niebla, provoca una fuerte diferencia de temperatura entre la parte baja, que permanece húmeda y fría, y la parte alta, bañada y temperada por el sol.

En Tenerife están también algunas de las playas más concurridas, como la Playa de las Américas y la Playa de los Cristianos, favorecidas por un clima soleado y seco, algo así como Eldorado de los turistas del norte de Europa siempre en busca de luz y calor. Pero hay algo más: sobre todo La Laguna, la ciudad que fue fundada como capital y hoy conserva su trazado y los edificios históricos, y La Orotava, conocida sobre todo por la Casa de los Balcones. Es que este detalle arquitectónico es el más característico de las Canarias: las construcciones coloniales suelen estar rematadas por balcones de pino tea, con celosías y barandas cuidadosamente trabajadas en esa madera que da el abundante pino canario, típico de las islas. Cuando los españoles, y entre ellos muchos canarios, viajaron para establecerse en América, el balcón canario se transformó en el balcón caribeño que puede verse, entre otros lugares, en Cuba y la costa de Venezuela.

Si los bosques de pinos proveen la madera necesaria, por otra parte son especialmente beneficiosos porque permiten retener las lluvias, formando en el subsuelo una rica fuente de agua potable. Fuente que es, en realidad, la única de las Canarias, y que tiene por lo tanto un valor incalculable para los dueños de los terrenos.

Dragos, selvas y camellos No hay isla en las Canarias que no tenga su propia belleza, desde la “laurasilva” de La Gomera, una suerte de selva prehistórica de helechos y laureles, hasta el “drago milenario” de Icod de los Vinos, en Tenerife, un árbol propio de las Canarias cuya edad se calcula en aproximadamente ocho siglos. Tiempo más que suficiente para desarrollar sus 16 metros de altura y seis de circunferencia. El drago es toda una curiosidad, pero no lo es menos el poder pasearse a lomo de camello por las dunas de Maspalomas, en Gran Canaria, donde no es difícil comprender el parentesco de las islas con el cercano desierto del Sahara. Estos mansos camellos canarios son los descendientes de aquellos que en el siglo pasado emprendieron un largo y exótico viaje: varios ejemplares fueron llevados a Australia, donde se los usaba para el transporte en el “desierto rojo”, y se adaptaron tan bien que aún hoy existen allí varios criaderos de camellos.

Lanzarote y la Ruta de los Volcanes Sin embargo, es indiscutible que una de las islas más hermosas de las Canarias es Lanzarote, el lugar donde mejor se han conservado los paisajes y la arquitectura. Por disposición oficial, las casas se mantienen pintadas de blanco y verde, que si bien no son los colores tradicionales se adaptan muy bien a las circunstancias (es el gobierno mismo el que se encarga de repartir la pintura para que esa uniformidad no se quiebre). Lanzarote le debe mucho a César Manrique, el artista nativo de la isla que más defendió la naturaleza y la integración de la arquitectura con el paisaje, y que le dejó como herencia lugares como el Jardín de los Cactos y el Mirador del Río.

No hay edificios altos, no hay carteles publicitarios que perturben la mirada: sólo hay la animación de sitios como el complejo Puerto del Carmen, las vides que se cultivan en el Valle de Geria, la espectacular Gruta de los Verdes. Allí, como en laberinto bajo tierra, hay que andar agachado para sumergirse en la corteza de la tierra: y al final, cuando se cree haber llegado a un agujero de profundidades sin fin, que lleva a las entrañas del planeta, cuesta creer que lo que se tiene a los pies es sólo un espejo líquido de pocos centímetros de profundidad, y que la supuesta infinitud del hueco no es más que una engañosa ilusión óptica.

En Lanzarote también hay camellos: son los del Parque Nacional de Timanfaya, uno de los lugares más espectaculares de las Canarias, que provocan una impresión inolvidable en la Ruta de los Volcanes. Protegida hasta el extremo de que no es posible bajar de los vehículos para no dañar el terreno, esta ruta muestra cómo el relieve de la isla quedó esculpido en todos los matices del negro y el gris después de la gigantesca erupción volcánica que se produjo el 1º de diciembre de 1730. Doscientos kilómetros cuadrados de tierra, con once pueblos adentro, quedaron sepultados por un río de lava de diez metros de profundidad: casi tres siglos más tarde, el resultado es un paisaje lunar que todavía esconde, a pocos centímetros de la superficie, temperaturas que oscilan entre los 100 y 400 grados. Son las “Montañas de Fuego”, una región desoladora pero fascinante donde es muy fácil comprobar la actividad volcánica: cualquier chorro de agua que se arroje en el antiguo cráter se convertirá en vapor en un abrir y cerrar de ojos, y un conocido restaurante ofrece carne cocida por el calor natural del volcánz

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