CHUBUT. ALDEA APELEG
Crónica de una visita a la pequeñísima Aldea Apeleg, de apenas 140 habitantes, en lo profundo de la RN 40. Allí, la Plaza del Ultimo Combate homenajea a los aborígenes al mando del cacique Inacayal, caídos en 1882, en la batalla final contra el Ejército Argentino.
› Por Julián Varsavsky
Mientras se rueda por alguna de las interminables planicies esteparias de la RN 40 en el sudoeste de Chubut, el ripio se extiende delante del vehículo como una línea recta perfecta cuya infinitud se prolonga a nuestras espaldas por el espejito retrovisor. No es por cierto la Patagonia de los verdes lagos y bosques frondosos, esa región de majestuosidad digna de cuentos, sino esa otra región desolada, ventosa y árida que retrataron las películas de Carlos Sorín. La Patagonia inmensamente triste, dolorosamente bella.
La legendaria RN 40 nos conduce desde el poblado de Alto Río Senguer hacia el norte, con rumbo hacia Aldea Apeleg. Un desvío a la izquierda por la Ruta 64 desemboca finalmente en el pueblo, algo así como la antítesis de la Patagonia de postal, donde un lector de Soriano podría reconocer a Colonia Vela.
Aldea Apeleg tiene 140 habitantes, 35 casas, un campo de doma llamado Coraje y valor, una comisaría en construcción y unas cuantas calles sin nombre donde por lo general no se ve a nadie. Hay unos cinco autos en todo el pueblo, pero casi todo el mundo tiene un caballo. Teléfono hay uno solo, en la escuela: el público no funciona, y no ingresan las señales de celular. El agua corriente se instaló en 1993, la luz eléctrica en 1995 y la televisión satelital un año después.
LOS PERSONAJES No es difícil imaginar que en Apeleg no hay mucho para hacer, salvo salir a buscar “historias mínimas”. Y a eso vamos, recorriendo las casas sueltas en el paisaje sin fin. Unos colegas de la radio nos recomendaron ir a ver a Marcos Pruesing, el joven jefe comunal, a quien encontramos con boina y alpargatas en un rodeo de caballos enfrentándose a un redomón arisco. Cuando logró pialarlo –enlazarlo por el cuello– abandonó sus tareas cotidianas y se ocupó de los visitantes, que por cierto no llegan muy seguido al lugar.
“El caballito se queda atado acá un día y medio y después lo llevamos al pueblo para domarlo”, dice Marcos, que igual que la mayoría de los habitantes de Apeleg realiza tareas de campo en las estancias de los alrededores. El resto trabaja en la construcción, otros en el sector público y algunos en la salita de salud, donde hay sólo una enfermera que no tiene reemplazo cuando se va de vacaciones.
El único bar de Apeleg, el Buscavidas, estaba cerrado, así que Marcos nos llevó a su casa, donde vive con Rosa Olivia, su mamá. Allí nos cuentan que el llamativo carretón que se exhibe en la plaza del pueblo es el que trajo al abuelo alemán de Marcos con su esposa tehuelche, cuando emigraron a Apeleg desde Chile.
“¿El viento? Mirá, acá se vive con el viento, así que el viento no molesta”, asegura Rosa Olivia mientras caminamos por la calle entre una pequeña nube de polvo. En la Plaza del último combate, madre e hijo se turnan para contarnos la historia del lugar, que marca un hito en la disputada historia patagónica de fines del siglo XIX. Aldea Apeleg fue fundada en 1922, a raíz de unas tierras que el general Roca le cedió a una familia de baqueanos. Y al instalarse una escuelita comenzó a llegar gente que vivía en las estancias. Aunque en realidad el nombre es muy anterior, de los tiempos en que el inglés George Musters recorrió la zona con una caravana tehuelche y llamaba “apple” a unos papines dulces –papitas de piche– que crecían a orillas de un arroyo. Apeleg sería, entonces, una deformación de “manzana” en inglés.
A primera vista, lo que más llama la atención es el nombre de la plaza. En otros lugares bien podría llamarse San Martín o General Roca, pero la plaza de Apeleg fue bautizada, con ribetes épicos, como Plaza del último combate. Y la decora con mucha propiedad la estatua de un aguerrido tehuelche a caballo. Resulta que en los alrededores de Apeleg ocurrió el último enfrentamiento entre tropas del Ejército Argentino y los aborígenes: el hecho ocurrió dos años después de la Campaña del Desierto, el 22 de febrero de 1882, ya que se habían reactivado los malones.
Según el parte oficial del Ejército Argentino, los hechos se desarrollaron así: “Habiendo el Teniente Coronel Don Nicolás Palacios marchado el 9 de febrero del campamento de su brigada en el Lago Nahuel Huapi con 4 jefes, 14 oficiales, 250 soldados y 79 indios amigos, con objeto de efectuar una operación sobre los caciques Saihueque e Inacayal, que se hallaban al sur del Limay, vadeó ese río y después de marchas forzadas llegó a Lipandúan, punto donde se creía estuviera el último cacique; llegado allí se encontró con que los indios habían mudado su toldería. El 23 del mismo mes, a fin de practicar una descubierta y averiguar el rumbo que habían tomado los indígenas, desprendió al Capitán del Regimiento 7º de Caballería, Don Adolfo Drury, con una partida de soldados de línea e indios amigos. Dicho oficial, después de avanzar 7 leguas del punto en que había sido desprendido, se encuentra de improviso en las llanuras de Apeleg, con 380 a 400 indios... La partida del Capitán era muy pequeña, pues se componía de quince soldados y 10 indios amigos; sin embargo, este arrojado oficial carga decididamente acompañado de los bravos soldados del 7º Regimiento y se apodera en el primer momento de toda la chusma de los indios, que consistía en mil personas, más o menos. En ese momento se siente un fuerte fuego de fusilería que rompe sobre él, el que le ocasiona once bajas, siendo todas ellas de los soldados de línea. Eran los tehuelches los que habían roto el fuego sobre el Capitán Drury. Desde ese momento se traba un combate terrible entre el diminuto número de soldados y la numerosa indiada, la que en sus cargas continuas consiguió rescatar a su chusma y hacerla huir. Los soldados se defendieron; ciertamente que su situación era terrible, pues el comandante Palacios, a pesar de marchar en su protección reventando caballos, tardó tres horas en llegar al lugar donde se batían desesperadamente el oficial y sus soldados. Los indígenas, al ser atacados por la columna del comandante Palacios, huyeron dispersados en todas direcciones, pero dejando en aquella lucha más de ochenta cadáveres”.
VIDA DE PUEBLO Regino Musiquel es mapuche, tiene 83 años y es otro de los personajes de referencia en Apeleg al que visitamos en este paseo mínimo por el pueblo perdido.
Regino vive con su perrito en una casa algo precaria que le entregaron con el baño adentro, como todas las demás. Pero el señor Musiquel había vivido toda su vida de acuerdo con la higiénica costumbre mapuche de tener el baño fuera de la casa. Así que lo destruyó y se construyó otro afuera, que utiliza sin problemas incluso los peores días de invierno, cuando la temperatura puede bajar hasta los 25 grados bajo cero.
También le dieron una cocina económica a leña –como la de todos los habitantes del pueblo–, pero el anciano mapuche prefiere el fogón. De más está decir que no tiene televisión ni le hace falta, aunque sí una radio. Musiquel, peón de estancia de toda la vida, es un hombre de mínimas palabras.
–¿Es triste la vida o alegre acá?
–Triste no creo
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