ANIVERSARIOS. CRISTóBAL COLóN EN AMéRICA
En su novela El arpa y la sombra, el escritor cubano Alejo Carpentier le presta su pluma a Cristóbal Colón para relatar los recuerdos de su llegada a las costas de América. “Las tierras más hermosas que ojos humanos han visto”, como las describió el marino genovés, obligaban a buscar nuevas palabras para descubrir un nuevo mundo.
› Por Alejo Carpentier
Pero lo extraordinario se produjo el jueves 11, con la pesca por mi gente de una maderilla curiosamente labrada por mano humana. Los de la Niña, por su lado, hallaron flotando un palillo cubierto de escaramujos. Estábamos todos en espera, ansiosos, expectantes. Algunos decían que la brisa olía a tierra. A las diez de la noche, me pareció divisar unas lumbres en la lejanía. Y por estar más seguro, llamé al veedor Rodrigo Sánchez, y al repostero de estrados del rey, que fueron de mi parecer... Y a las dos de la madrugada del viernes lanzó Rodrigo de Triana su grito de “¡Tierra! ¡Tierra!” que a todos nos sonó a música de Tedéum.
Al punto amainamos todas las velas, quedando solo con el treo, y nos pusimos a la corda, esperando el día. Pero, ahora a nuestra alegría, pues no sabíamos lo que íbamos a hallar, se añadían preguntas curiosas. ¿Insula? ¿Tierra firme? ¿Habíamos alcanzado, de verdad, las Indias? Además, todo marino sabe que las Indias son tres las de Catay y Cipango, además de la grande –¿el Quersoneso áureo de los antiguos?– con las muchas tierras menores que es de donde se traen las especias. (Por mi parte, pensaba también el peligro que entrañaba la fiereza y acometividad de los monicongos de Vinlandia...) Nadie podía dormir, pensando que, ahora que habíamos llegado, tantas venturas como fatales tribulaciones podían aguardarnos allí donde, en la costa, seguían rebrillando unas hogueras. En eso me vino Rodrigo de Triana a reclamar el jubón de seda prometido como premio a quien avistase la tierra. Díselo en el acto, con gran contento, pero el marino quedaba ahí, como esperando algo más. Luego de un silencio, me recordó la renta de diez mil maravedís, acordada por los reyes, además del jubón (...).
LA TIERRA MAS HERMOSA Fui sincero cuando escribí que aquella tierra me pareció la más hermosa que ojos humanos hubiesen visto. Era recia, alta, diversa, sólida, como tallada en profundidad, más rica en verdes-verdes, más extensa de palmeras más arriba, de arroyos más caudalosos, de altos más altos y hondonadas más hondas que lo visto hasta ahora en islas que eran para mí, lo confieso, como islas locas, ambulantes, sonámbulas, ajenas a los mapas y nociones que me habían nutrido.
Había que describir esa tierra nueva. Pero, al tratar de hacerlo, me hallé ante la perplejidad de quien tiene que nombrar cosas totalmente distintas de todas las conocidas –cosas que deben tener nombres, pues nada que no tenga nombre puede ser imaginado, mas esos nombres me eran ignorados y no era yo un nuevo Adán escogido por su Criador, para poner nombres a las cosas–. Podía inventar palabras, ciertamente, pero la palabra sola no muestra la cosa, si la cosa no es de antes conocida. Para ver una mesa, cuando alguien dice mesa, menester es que haya en quien escucha, una idea-mesa, con sus consiguientes atributos de mesidad. Pero aquí, ante el admirable paisaje que contemplaba, sólo la palabra palma tenía un valor de figuración, pues palmas hay en el Africa, palmas –aunque distintas de las de aquí– hay en muchas partes y, por lo tanto, la palabra palma se acompaña con una imagen y más para quienes saben, por su religión, lo que significa un Domingo de Ramos. En día domingo habíamos llegado aquí y la pluma memorialista se me quedaba en suspenso al tratar de pasar de las cinco letras de la palma. Un retórico, acaso, que manejara el castellano con mayor soltura que yo, un poeta, acaso, usando de símiles y metáforas hubiesen ido más allí, logrando describir lo que no podía yo describir: esos árboles, muy enmarañados, cuyas trazas me eran ignoradas, aquel, de hojas grises en el lomo, verdes en las caras, que al caer y secarse se crispaban sobre sí mismas, como manos que buscaran un asidero; aquel otro, rojizo, de tronco que largaba los pellejos transparentes como escamas de serpientes en muda, el de más allá, solitario y monumental, en medio de una pequeña llanura, con sus ramas que le salían, horizontales, como de un collar, en lo alto de un grueso tronco erizado de púas, con empaque de columna rostral... Y las frutas: ésa, de cáscara parda y carne roja, con semilla como tallada en caoba; la otra de pulpa violácea, con los huesos encerrados en obleas de gelatina; la otra, más grande, más pequeña, nunca semejante a la vecina, de entraña blanca, olorosa y agridulce, siempre fresca y jugosa en el gran calor del mediodía...
Todo nuevo, raro, grato a pesar de su rareza; pero nada muy útil hasta ahora. Ni Doña Moscada, ni Doña Pimienta, ni Doña Canela, ni Doña Cardamoma, asomaban aquí por ninguna parte. En cuanto al oro decían que lo había en cantidad. Y yo pensaba que era tiempo ya de que apareciese el divino metal, pues ahora que demostrada era su existencia en estas islas, un problema nuevo se me echaba encima: las tres carabelas significaban una deuda de dos millones.
No mucho me preocupaba el millón del banquero Santángel, pues los reyes saldan sus deudas como pueden y cuando pueden, y en cuanto a las joyas de Columba eran joyas de fondo de joyelero y harto lista era ella, varona como era cuando lo quería, para no haberlas recuperado a estas horas, y más en días de enfardelamientos de judíos. Pero quedaba el otro millón: el de los genoveses de Sevilla que me harían la vida imposible si regresaba de acá con las manos vacías.
Por lo tanto, dar tiempo al tiempo: “Es esta la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”, y por ahí seguimos, con afinación de epitalamio. En cuanto al paisaje, no he de romperme la cabeza: digo que las montañitas azules que se divisan a lo lejos son como las de Sicilia, aunque en nada se parecen a las de Sicilia. Digo que la hierba es tan grande como la de Andalucía en abril y mayo, aunque nada se parece, aquí, a nada andaluz. Digo que cantan ruiseñores donde silban unos pajaritos grises, de pico largo y negro, que más parecen gorriones. Hablo de campos de Castilla, aquí donde nada pero nada recuerda los campos de Castilla. No he visto árboles de especias, y auguro que aquí debe haber especias. Hablo de minas de oro donde no sé de ninguna. Hablo de perlas, muchas perlas, tan solo porque vi algunas almejas que son señal de ellas. Solo he dicho algo cierto: que aquí los perros parece que no ladran. Pero con perros que ni siquiera saben ladrar no voy a pagar el millón que debo a los malditos genoveses de Sevilla, capaces de mandar su madre a galeras por una deuda de cincuenta maravedís. Y lo peor de todo es que no tengo la menor idea de dónde estamos, esta tierra de Colba o Cuba lo mismo puede ser el extremo meridional de la Vinlandia, que una costa occidental de Cipango, sin olvidar que las Indias son tres. Yo digo que esto es continente, tierra firme, de infinita extensión. Juan de la Cosa, siempre encontrado conmigo, pues basta que yo diga algo para que me contradiga, afirma que es isla. No sé qué pensar. Pero digo que es continente, y basta –que soy el almirante y sé lo que digo–. El otro habla de bojeo, y yo le digo que en no habiendo isla no hay bojeo. Y coño... ¡se acabó!... Vuelvo a tomar la pluma y sigo redactando mi Repertorio de Buenas Nuevas, mi Catálogo de Relucientes Pronósticos. Y aseguro –me aseguro a mí mismo– que muy pronto le veré la cara al Gran Khan. (Eso del Gran Khan suena a oro, oro en polvo, oro en barras, oro en arcas, oro en toneles: dulce música del oro acuñado cayendo, rebrincando, sobre mesa de banquero: música celestial.)
Alejo Carpentier.
El arpa y la sombra, 1979.
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