Dom 24.04.2011
turismo

RIO NEGRO. EL OTOñO CORDILLERANO

Bariloche dorado

Caminatas por la isla Victoria, cabalgatas en las inmediaciones del lago Gutiérrez, canopy en el cerro López. Aventuras, rélax y chocolate caliente en un clásico que siempre se renueva, durante la estación que cambia el color de los bosques y las laderas de los Andes.

› Por Guido Piotrkowski

El otoño en Bariloche resulta una experiencia diferente para todos los sentidos. La naturaleza recrea colores fascinantes, aromas bien definidos y frutos exquisitos. El rojizo de las lengas, el ocre de los sorbus, el amarillo de los álamos tiñen los circuitos tradicionales. Los frutales esperan ser cosechado y los hongos –que serán productos gourmet en el invierno– aguardan pacientes que alguien salga a su encuentro. El otoño es temporada de gastronomía delicada y de cervezas jóvenes. De caminatas tranquilas, paseos a caballo y tirolesa en el bosque. De navegar y contemplar el Nahuel Huapi, que se vuelve azul intenso.

El otoño tiñe con distintas gamas de rojos y ocres los paisajes cordilleranos.

NAVEGAR Y CAMINAR Las gaviotas revolotean en cubierta y acompañan durante gran parte del trayecto en catamarán que parte desde Puerto Pañuelo, en el kilómetro 25 de la Avenida Bustillo, hasta la isla Victoria, dentro de los límites del Parque Nahuel Huapi. Un fotógrafo de la empresa Cau Cau provee a los turistas galletitas para atraer a las aves. Cuando pican, inmortaliza el momento.

“No nos llevamos absolutamente nada”, advierte una vez en tierra la guía a los visitantes, absortos por la fría belleza del lugar. Durante una de las tantas caminatas que se pueden realizar por senderos demarcados entre largas hileras de árboles, Andrea Pargade narra la historia de la isla. Lo hace con conocimiento de causa: su abuelo y su bisabuelo fueron los primeros guardaparques del lugar.

Arón Anchorena, cuenta la guía, llegó de vacaciones allá por el 1900, quedó cautivado por el lugar e intentó comprar la isla. El gobierno se la otorgó en concesión, con la condición de que siempre hubiera alguien habitándola. Eran tiempos de conflictos limítrofes con Chile, y había que afianzar la soberanía. Anchorena construyó un aserradero, un astillero, muelles y viviendas, y llevó caballos y vacas. Sin embargo, más tarde la devolvió y en 1925 el gobierno decidió recuperarla. Se introdujeron especies exóticas desde Estados Unidos o Europa, como las sequoias, pinos, cipreses o abedules, que crecen mucho más rápido que los nativos arrayanes, coihues o lengas. La intención fue hacer un vivero y aprovechar la madera.

En los paseos más extensos se pueden ver algunas pinturas rupestres y, si el clima acompaña, almorzar en una de las playitas resulta una agradable experiencia. Quien no llegue a ver verdaderas pinturas rupestres tiene la posibilidad de apreciar un puñado de reproducciones en el centro de interpretación, para intentar comprender cómo vivían los habitantes originarios de esta parte de la Patagonia.

Luego del almuerzo, la excursión continúa rumbo al Parque Nacional Arrayanes, en la península de Quetrihue, un bosque único poblado por bellísimos árboles color canela anaranjado. Y es único en todo el mundo porque solamente aquí se los puede encontrar en este grado de concentración. Los arrayanes pertenecen a la familia de los eucaliptos, y su color característico es producto del tanino que aglutinan. El bosque se recorre por una pasarela de madera construida para proteger a estos magníficos ejemplares de unos 250 años que se elevan pegaditos unos a otros, hasta unos 15 metros de altura.

Al final del sendero está la famosa y cálida cabaña de madera que algunos se empeñan en decir que se construyó para una película de Walt Disney, y donde se puede degustar un buen chocolate caliente. Lo del Walt, sin embargo, no es más que una leyenda: dice la realidad que fue construida en la década del 30 por la familia Lynch, que era propietaria de estas tierras, para su descanso. En 1971 la familia donó a Parques Nacionales doce hectáreas con la cabaña incluida, para que todo el mundo pudiera disfrutar de este bosque único.

Muelle de la isla Victoria, en el corazón lacustre del Nahuel Huapi.

VOLAR EN EL BOSQUE “La primera vez que volé, la sensación fue grandiosa. Volví a sentirme el chico que trepaba árboles. Vi el bosque desde una perspectiva que jamás hubiese imaginado, con árboles gigantes, monos y tucanes alrededor.” Así describe Axel Bissio, creador del Canopy Adventure Tour de Bariloche, la experiencia que lo impulsó a traer esta actividad desde la tropical Costa Rica, donde vivió antes de recalar en la Patagonia.

Canopy significa “dosel” o la parte alta del árbol. Es un circuito de tirolesa montado entre árboles, en el bosque o en la selva. La aventura, que pueden realizar los niños a partir de los ocho años, comienza en el Refugio Bar montado en el cerro López, con una instrucción a cargo de los guías, que utilizan un cable instalado a dos metros del suelo para demostrar las técnicas básicas de deslizamiento y seguridad. Enseguida se colocan los arneses y se asciende el cerro en camionetas 4x4 hasta un refugio. El circuito tiene diez estructuras de madera montadas alrededor de los árboles, con cables de acero de hasta 250 metros de distancia entre las diferentes postas. La plataforma más elevada está a 20 metros del suelo. Una vez arriba, sólo resta tomar aire, coraje, lanzarse, dejarse llevar y disfrutar. Se coloca una manopla de cuero en la mano más hábil, que se apoya sobre el cable formando una especie de gancho. Así, ejerciendo una presión suave, se regula la velocidad, que en este circuito puede alcanzar unos 50 kilómetros por hora promedio “medidos con GPS”, según apunta Tomy, uno de los guías. A mayor presión, menor velocidad. Pasan las plataformas, la distancia de árbol a árbol va en aumento, el vuelo se acelera, y las vistas se vuelven cada vez más espectaculares. Así, se aprecian increíbles panorámicas del Nahuel Huapi y el lago Moreno, el Llao-Llao y los cerro Campanario y Millaqueo.

La absoluta belleza de un paisaje privilegiado: el Nahuel Huapi y los cerros andinos.

CABALGAR JUNTO AL LAGO Andar a caballo es una grata vivencia para quienes aman la naturaleza, y las cabalgatas son un clásico del turismo aventura. Además, es una forma de llegar a ciertos sitios inaccesibles a pie, en bicicleta o automóvil, y una actividad que puede realizar toda la familia. Aquí se pueden descubrir magníficas cascadas, atravesar ríos y bosques, trepar montañas y ver pinturas rupestres. Mientras tanto uno aprende, casi sin darse cuenta, sobre la flora y fauna autóctonas. Sólo es necesario agudizar los sentidos y contemplar a paso lento, al trote o al galope.

El complejo Los Baqueanos, a la altura del kilómetro 8 de la Avenida Bustillo, en las inmediaciones del lago Gutiérrez, ofrece diversas actividades de turismo aventura, desde las clásicas cabalgatas de medio día aptas para toda la familia hasta trekking, mountain bike o salidas en kayak, siempre y cuando el clima y las condiciones del lago lo permitan.

La cabalgata a la Cascada y el Mallín arranca tempranito con un desayuno en el complejo. Enseguida, los jinetes montan y se internan en un bosque de cipreses y coihues rodeado de las hermosas montañas de la geografía barilochense. Luego de atravesar un arroyo, el paseo continúa por una zona de pampa, hasta llegar a un mirador con una magnífica vista del paisaje, antes de emprender el regreso por la costa del lago.

La Cabalgata Baqueanos se realiza por la tarde y se inicia costeando la margen del Gutiérrez, para continuar ascendiendo por la ladera sur del cerro Catedral hasta un mirador donde se aprecian el lago y las montañas que lo circundan. Durante el invierno se pueden ver cascadas de hielo que se forman por las bajas temperaturas y la poca exposición al sol de dichas paredes. El paseo atraviesa luego un bosque de cipreses y coihues, hasta llegar a una zona de pinturas rupestres de alrededor de 500 años de antigüedad.

A la vuelta, una tabla con productos regionales sorprende a los jinetes que se arriman al reparador fuego del hogar para compartir un vino caliente, mientras el parrillero prepara un suculento asado criollo. Y antes de emprender el regreso, bien vale la pena una vuelta por el pintoresco Centro Cívico de la ciudad, para inmortalizar una postal que merece un buen chocolate caliente como epílogo de esta aventura otoñal

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