CORDOBA. CURVAS DEL DIQUE LOS MOLINOS
Por la ruta 5, entre Córdoba y Villa General Belgrano, una serie de miradores naturales permite almorzar con vista al embalse, comprar artesanías y conocer la gastronomía típica de esta parte de la provincia mediterránea. La tirolesa sobre el lago es la frutilla de la torta en este menú del otoño cordobés.
› Por Cristian Walter Celis
Hace rato que una lancha ensaya garabatos en el tranquilo embalse del dique Los Molinos, mientras la espuma de la cerveza va bajando lentamente por el vidrio de nuestro vaso. Las sillas de madera del bar presionan sobre la espalda, pero el paisaje de alrededores supera cualquier incomodidad momentánea. El todo es más que la suma de las partes en el Paseo de la Península, un paraje ubicado a 60 kilómetros de Córdoba capital por la RP 5, que une la Docta con Villa General Belgrano. Una antesala del Valle de Calamuchita repleta de balcones naturales y puestos de artículos regionales para aprovechar las vistas del lago, las comidas típicas y las artesanías.
Luego de pasar por la rotonda de Villa Ciudad de América aparece el Paseo de la Península, el primer alto en esta zona de miradores. La terraza del restaurante y confitería Almacén de Sueños está en la ladera de la sierra, justo en una de las bahías del lago. El sitio incluye un interesante combo para disfrutar del almuerzo entre amigos: un lago azulado rodeado de pinares con diferentes tonos de verde, la tibieza del sol de otoño ideal para comer al aire libre, el paredón del dique a la izquierda y pocas mesas bajo sombrillas blancas. En Córdoba se dice que el aire de las sierras “despierta el apetito”, y parece que es verdad, porque en pocos minutos las rodajas de salame y queso de la picada serrana desaparecen de la mesa formada por grandes troncos de pino.
Debido a que el lugar está alejado de la ruta, es raro que algún ruido interrumpa la calma de la siesta, que se disfruta con vista al lago. Sin embargo, desde hace rato el sonido mecánico de una roldana viene llamando nuestra atención. Al mirar hacia el paredón del dique, una mujer corre rápidamente con la tirolesa desde un extremo de la bahía hacia el murallón, sobre las aguas del lago, a lo largo de 250 metros de recorrido. “Son casi tres cuadras –comentamos en el grupo de amigos–, ¿si se queda en la mitad del camino?” Y a los pocos minutos la tirolesa se detiene. “Epa, mejor nos centramos en el paisaje”, propone alguien. Sin embargo, inmediatamente un instructor aparece entre los pinos y ayuda a la turista a terminar el recorrido hasta el dique. Más abajo, en el lago, la lancha que estaba apenas llegamos ahora traslada a alguien sobre esquíes acuáticos.
A medida que pasa el tiempo, la composición del paisaje suma elementos: otras parejas se ubican a nuestro alrededor, más turistas se le animan a la tirolesa y algunas nubes interrumpen la intensa tonalidad celeste que tenía el cielo antes del mediodía. Es hora de seguir viaje. Camino al estacionamiento, en la galería de las cabañas de los artesanos el viento hace sonar los típicos “llamadores de ángeles” de cerámica. A simple vista no hay querubines dando vueltas, pero sí decenas de turistas atraídos por el sonido. Habrá que ver, luego, si el precio de las artesanías convierte a los comerciantes en ángeles o demonios para los bolsillos de los visitantes.
A LA PESCA DE EMOCIONES Construido entre 1948 y 1953 por el ingeniero Santiago Fitz Simon, el dique Los Molinos es un emblema en el camino hacia el Valle de Calamuchita. Gracias a esta obra que embalsa las aguas de la cuenca del río Los Molinos, la región y la provincia obtienen agua potable, electricidad y agua de riego para cultivos. A casi 770 metros sobre el nivel del mar, el embalse refleja los rayos del sol en una superficie líquida de 2451 hectáreas, algo así como 68 estadios de la ciudad de La Plata, el más moderno del país. En tanto el dique San Roque, su rival en “fama turística” dentro de Córdoba, lo supera en apenas 27 hectáreas (y muchas más horas en la tele durante los móviles de verano).
Siguiendo hacia Calamuchita, a los pocos kilómetros de abandonar el Paseo de la Península, la ruta 5 atraviesa la presa del dique, de 60 metros de alto y 240 metros de largo. Más adelante, a los costados del camino, comienzan a aparecer grandes cueros de ganado vacuno como si fueran sábanas colgadas en el patio de una casa. A medida que se van multiplicando las curvas, el auto trepa por las sierras, mientras aumenta el mareo y cierto escozor invade el cuerpo. Entre los pies, unas botellitas de gaseosas de vidrio empiezan a chocarse una y otra vez a un ritmo intenso, bastante parecido al que adoptó nuestra respiración desde hace algunos minutos, a pesar de que no es la primera vez que andamos por la zona.
En las plazas traseras del auto todos van pegados a la ventana derecha, buscando en el lago las balsas de pescadores estacionadas en la bahía. La imagen nos recuerda la típica postal de Mónaco con los yates en el puerto, sólo que aquí en vez de duques y millonarios hay modestos pescadores en sus embarcaciones que vienen a despojarse del estrés y probar suerte con la caña a bordo de catamaranes y boyitas (ese invento argentino mezcla de casa rodante y lancha que muchos conocimos en El último verano de la boyita, la película de Julia Solomonoff). Equipadas con cama, heladera y baño, algunas de estas embarcaciones resultan auténticas casas flotantes.
Entre los seguidores de la pesca deportiva, la zona es conocida por el buen pique del pejerrey. Según el calendario de la Secretaría de Ambiente provincial, el cupo máximo de extracción es de 50 piezas. Si bien se puede practicar esta actividad durante todo el año, hasta diciembre de 2013 rige una veda que impide la pesca nocturna en los cuerpos de agua locales. Sin embargo, esto no opaca la imagen de los pescadores rompiendo con sus boyas la tranquila superficie del agua después de las siete y media de la mañana, cuando el sol hace brillar la chapa de las embarcaciones.
UN LAGO EN EL CIELO Una vez que llegamos al mirador conocido como Curva de los Vientos, a seis kilómetros del Paseo de la Península, parece que los paisajes de Los Molinos se esfuerzan en interrumpir cualquier conversación, tal como hacen los chicos con sus inventos y dibujos para reclamar la atención de los adultos. Pero en este caso los dibujos son postales tan simples como la pequeñez de la gente haciendo deportes náuticos o el color intenso del sol al atardecer sobre las aguas del lago, una escena tantas veces reproducida en revistas de turismo que cuesta creer que nos siga seduciendo cuando la tenemos enfrente.
A la derecha de la ruta, cerca de 20 quinchos con artículos regionales buscan atraer a los turistas para que se detengan. Y lo logran. Los bombitos de diferentes tamaños, la multiplicidad de aperos y elementos de cuero y otras piezas se convierten en un imán para los fanáticos de las artesanías y de las comidas regionales, porque aquí lo autóctono también se cuela en los sabores.
En El Mirador, uno de los puestos del lugar, nos invitan a degustar quesos de cabra ahumados con cenizas de madera de cítricos. “¡Qué sofisticado!”, pensamos, pero el queso es tan sencillo y exquisito a la vez que más que suntuoso nos resulta familiar. Y aunque jamás hemos vivido rodeados de cabras, el gusto casero de esos quesos elaborados a mano tiene el poder de trasladarnos a los sabores de la infancia, a lo fatto in casa que algunas generaciones de argentinos conocimos, lejos de las cadenas de hamburguesas. Después de todo, qué importa si es de vaca o de cabra cuando una modesta feta de leche cuajada puede multiplicar tantas sensaciones.
En los alrededores de los quinchos, a medida que transcurre la tarde empiezan a entremezclarse tonadas cordobesas con porteñas, trasandinas y europeas, como si la mismísima Torre de Babel hubiera encontrado parangón en esta tierra donde se estiran las sílabas. Los turistas que andan por la zona aprovechan este balcón natural para sacarse fotos junto al lago y, de paso, llevarse algún recuerdo a casa. “Viene gente de todos lados. Generalmente, nosotros hacemos probar los quesos ahumados y los fiambres. Es raro que luego no quieran llevarse alguno. Muchos también compran recuerdos, adornos y dulces. La mayoría va desde Córdoba hacia Villa General Belgrano, Santa Rosa de Calamuchita o La Cumbrecita, pero no dejan de visitar estos balcones naturales”, cuenta Angel Lamarca de El Mirador.
El circuito bien vale la pena durante el otoño, cuando la vegetación va alterando la paleta de colores de las sierras sin que se dé por aludida la tranquilidad de este lago, a casi 800 metros sobre el nivel del mar. Como antesala de Calamuchita, los seis kilómetros entre el Paseo de la Península y la Curva de los Vientos resultan una buena síntesis de la inmensidad de esta región de Córdoba
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