PERU. CIRCUITO DEL URUBAMBA
El valle del río Urubamba –la hoya andina más conocida como Valle Sagrado, vecino de las ruinas de Machu Picchu– reúne el mejor circuito histórico del imperio de los hijos del sol. En una visita de medio día se pueden ver los yacimientos arqueológicos de las impactantes ciudadelas y templos de Ollantaytambo y Pisaq o el increíble mercado regional de Cinchero.
› Por Emiliano Guido e Ines Barboza
El pregón va quedando adherido como un eco imborrable al oído del turista recién llegado a las calles de Cuzco: “¡¡¡Machu Picchu, Valle Sagrado!!! ¡¡¡Machu Picchu, Valle Sagrado!!!”. La otrora capital del imperio incaico ofrece un amplio menú de excursiones turísticas, pero el constante vocerío de las agencias locales confirma que sólo dos destinos tienen el rótulo de impostergables: la ciudad sagrada de los hijos del sol y el valle del río Urubamba, la hondura pre amazónica donde los incas comenzaron a tejer el grado cero de su expansión político-cultural. Según los expertos, esa hoya apacible y de tonos climáticos ideales para el florecimiento de la Pachamama sirvió de escenario a los primeros experimentos civilizadores a gran escala de las etnias cuzqueñas. En ese terruño bañado por ríos portentosos y amurallado por enhiestos cordones montañosos los incas comenzaron a trasladar piedras monumentales para erigir sus precursores templos y centros astronómicos, mientras disciplinaban las pendientes con un revolucionario método de terrazas para sembrar la más exquisita y variada gama de maíces del mundo.
De acuerdo con los textos históricos más respetados, el Valle Sagrado es el prólogo indiscutido de la leyenda incaica. Al parecer, el río Urubamba tuvo por nombre antiguo Willka Mayu o Río del Sol, y el nevado de cuyos deshielos nacía era llamado Willkan Uta o Casa del Sol. En una filosofía de pensamiento donde la naturaleza era el principio y el fin de todos los relatos, el sol era precisamente el fuego y la simiente energética de dicha cultura. Por lo tanto los incas, encandilados por el resplandor de un microclima prolífico, entendieron que ese valle era único, divino, sagrado.
Hoy, mitad por pragmático cálculo turístico y también por retiro del Estado social protector, algunas aldeas del valle del Urubamba permanecen congeladas en el tiempo, casi tanto como los yacimientos de las ciudadelas incaicas a visitar. Y el dato alumbra la hoja de ruta que se debe transitar: primero, las comarcas primitivísimas como Cinchero, que despliegan día a día los mercados regionales más interesantes de toda la región de Cuzco (los telares andinos coloreados de forma orgánica son el orgullo del lugar); pero también es cita obligada llegar hasta las solemnes ruinas de Ollantaytambo y Pisaq.
PISAQ Situado 33 kilómetros al noroeste de Cuzco por una carretera asfaltada, el pueblo de Pisaq es el punto de partida más práctico para visitar el valle del Urubamba. Tiene dos partes bien diferenciadas: la aldea colonial junto al río y la fortaleza inca que pende sobre la saliente de una montaña, en lo alto.
Igualmente, lo más impresionante en las ruinas de Pisaq son sus terrazas agrícolas, que invaden los flancos meridional y oriental de la montaña con sus vastas y suaves curvas, sin apenas escalones. Coronando las terrazas se halla el centro ceremonial, que tiene un intihuatana –literalmente “amarradero del sol”, un artefacto astronómico inca–, varios canales de agua en funcionamiento y exquisitas muestras de mampostería en los templos, muy bien conservados. Paralelamente, otro sendero asciende por la colina hasta una serie de baños ceremoniales y la zona militar.
Atención: si se contempla el cañón de Kitamayo desde el fondo, también se verán cientos de agujeros que convierten el muro del acantilado en un panal. Se trata de las famosas tumbas incas que los huaqueros –los saqueadores de tumbas– destrozaron y que hoy se hallan cerradas a cal y canto a los turistas.
OLLANTAYTAMBO Y CINCHERO Es el mejor ejemplo de planificación urbana inca que se conserva, con sus estrechas calles adoquinadas, habitadas sin interrupción desde el siglo XIII. Una vez pasadas las hordas de turistas camino a Machu Picchu, a última hora de la mañana, “Ollanta” –tal es el mote acunado por los lugareños– se convierte en un sitio encantador, perfecto para deambular por sus laberínticos y angostos paisajes, sus edificios de piedra y sus susurrantes canales de riego.
Ollanta también era un templo, y en la cima se erige un exquisito centro ceremonial. En la época de la conquista se estaban construyendo unos muros de excelente factura que jamás se acabaron. La piedra para tal fin se extrajo de una ladera situada a unos seis kilómetros. La ingeniosa técnica para pasar los enormes bloques al otro lado del río consistía en dejarlos al borde, y desviar el cauce del río para que luego los arrastrara el mismo curso de agua.
En clave histórica, Ollantaytambo fue uno de los pocos hits militares de los incas. Cuando intentaron adueñarse de esa plaza, los hombres de Hernando Pizarro recibieron una lluvia de flechas, lanzas y rocas desde lo alto de los escarpados bancales y no pudieron trepar hasta la fortaleza. Más aún: los realistas capitularon cuando el Inca Manco, en un movimiento brillante, inundó los pies de la fortaleza, a través de canales ya preparados para tal fin.
En este recorrido por el Valle Sagrado, vale la pena visitar Cinchero, una típica aldea andina que para los pueblos originarios era la cuna del arco iris. El lugar combina las ruinas incas con una iglesia colonial que guarda frescos antiquísimos de la reconocida pintura cuzqueña, una magnífica vista montañosa y un colorido mercado regional. Allí, en performances de quince minutos, se enseña el teñido orgánico de telares, herencia inequívoca de la cultura incaica.
EL CAMINO DE HUMALA Cuzco y sus alrededores, además de haber sido el corazón y el cerebro del proyecto expansionista incaico, localizan hoy el núcleo duro regional del naciente gobierno presidencial de Ollanta Humala, de buena relación con los pueblos originarios andinos. El hecho es significativo porque hacía décadas que la memoria y el presente cuzqueño no comulgaban en un relato político armonioso. Incluso, gracias a las políticas turísticas de la era Fujimori y Alan García, la administración y la renta del santuario pachamamista nacional están en manos de capitales chilenos, supuestos archirrivales geográficos desde la Guerra del Pacífico. Así el único hotel cinco estrellas que domina la panorámica de la ciudad sagrada de Machu Picchu y el tren que monopoliza la interconexión de las aldeas locales pertenecen a grupos empresariales vinculados con Sebastián Piñera. “Ollanta va a cambiar la cosa, van a ver. De a poco, vamos a recuperar lo que es nuestro”, le dice Rubén a Página/12, un guía turístico que conoce tan bien el Camino del Inca como su lengua primeriza quechua. La frase de Rubén podrá sonar chauvinista a algunos oídos, pero el hecho de que, por ejemplo, la empresa chilena Inka Rail digite una especie de apartheid de vagones entre locales y turistas –destartalados para los primeros, high-tech para los viajeros internacionales– parece, por lo menos, un hecho tan cotidiano como injusto
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