Dom 04.12.2011
turismo

TIERRA DEL FUEGO. TRAVESíA AUSTRAL

Aguas del fin del mundo

Viaje en un crucero de expedición desde Punta Arenas, en la Patagonia chilena, hasta Ushuaia, navegando tras la senda de Charles Darwin por el Canal de Beagle y el Estrecho de Magallanes, entre glaciares y fiordos de una región indómita. Crónica de un cálido viaje por las gélidas aguas del fin del mundo.

› Por Guido Piotrkowski

Mientras el estruendo del claxon que indica la partida se pierde en el horizonte, el viento helado se niega a dar tregua a los pasajeros apostados en la cubierta del crucero de expedición Via Australis. A lo lejos se esfuman las coloridas viviendas de Punta Arenas, punto de partida a una incursión por las aguas heladas de la Patagonia austral y sus fantásticos paisajes.

Atrás quedan historias de colonos que se hicieron la América en los confines del mundo y construyeron pomposos palacios de impronta europea. Por delante esperan cuatro jornadas, surcando los mares que desvelaron a un sinfín de marinos entre los siglos XVII y XIX. Especialmente al naturalista inglés Charles Darwin, autor de la Teoría de la Evolución e inspirador de esta travesía que conecta una de las ciudades más antiguas y prósperas de la región con Ushuaia, en medio de una geografía tan hostil como bella y salvaje.

El Via Australis parece diminuto frente a la imponente belleza del extremo austral.

DELFINES Y MINIBOSQUES Los días son largos en estas latitudes durante la primavera y el verano. Comienza a clarear poco después de las cuatro de la mañana y oscurece cerca de las once de la noche, aunque en el horizonte siempre queda un rayito de luz.

Con la brújula apuntando al sur, el primer punto que marca el derrotero es la Bahía Ainsworth. Esta alejada y solitaria porción de tierra es custodiada desde tiempos inmemoriales por el inmenso Glaciar Marinelli, y forma parte de la Reserva de la Biosfera Parque Agostini. Cerca de las nueve de la mañana, el Via Australis encuentra el sitio ideal para fondear frente a sus costas.

El desembarco, después de un nutritivo desayuno, obliga a los pasajeros a calzarse los chalecos salvavidas y todo el abrigo posible. El cielo encapotado y las furiosas ráfagas de viento no desalientan sin embargo a los viajeros en su primera incursión terrestre. Al contrario: todos abordan con inmensa excitación los botes Zodiac que los transportarán hasta la bahía.

Cada uno de los grupos distribuidos en los semirrígidos va acompañado de un guía especializado, como Carolina, quien estudió finanzas, pero un buen día resolvió dar “un giro a su vida” y se volcó a este trabajo apasionante. Todo lo que sabe acerca de la naturaleza –que no es poco, como demostrará a lo largo de la travesía– asegura que lo aprendió aquí.

Así es como esta joven chilena, de sonrisa sincera y dulce hablar, describe con minuciosidad este paraje inhóspito, barroso y húmedo, el reino del “bosque en miniatura”, donde abundan especies no identificadas, florcitas pequeñas, líquenes, el “llao llao” o pan de indio, el calafate y más. Diminutos frutos que conviven con vecinos altos y esbeltos, como los coihues y ñires. También forman parte de este ecosistema aves que apenas si vuelan, como un cauquén que se pasea a sus anchas con una veintena de polluelos, y otras de vuelo rasante, como el exótico pato vapor o el pilpilén de pico anaranjado.

Sin embargo, todas las miradas –de asombro primero y ternura después– se las lleva un grupo de elefantes marinos que duerme plácidamente. Carolina apunta que son crías de apenas unas seis semanas de vida. “Permanecen tierra adentro porque están cambiando el pelaje y no resisten el frío del agua”, explica.

Avanzada la tarde, en medio de los preparativos para el descenso en los islotes Tucker, un grupo de delfines antárticos irrumpe a los saltos frente a la embarcación, sorprendiendo tanto a los pasajeros como a los tripulantes, fascinados ante un hecho “excepcional”. La sorpresa no termina ahí: para deleite de los viajeros, deciden acompañar, entre salto y salto, el rumbo de los Zodiac en la segunda incursión del día, ante una ráfaga incesante de flashes.

En Tucker, adonde cada primavera llega una colonia de pingüinos magallánicos a reproducirse, no está permitido desembarcar, ya que los islotes son parte de un ecosistema muy frágil. Sin embargo, los botes llegan hasta la costa y son los pingüinos quienes se acercan para ser fotografiados una y otra vez, en tanto las temibles skúas permanecen al acecho: un mínimo descuido de un pingüino les alcanza para volar rápidamente y abalanzarse sobre sus huevos.

En los islotes Tucker, los pingüinos se acercan a los botes para las fotografías.

AVENIDA GLACIAR La carta de navegación indica una segunda jornada a través del Canal Ballenero, en la costa sur de Tierra del Fuego, para adentrarse poco después en el Canal O’Brien y finalmente descender en el Glaciar Pía, sobre el brazo noroeste del Canal de Beagle.

Con los pies sobre la tierra, el esforzado ascenso a través de un sendero rocoso tiene como recompensa una imponente panorámica del glaciar que de tanto en tanto se resquebraja, provocando una catarata de hielo que se precipita sobre las aguas. La comunidad científica mundial divide su opinión entre quienes sostienen que el fenómeno del deshielo se produce por el calentamiento global, y aquellos que aseguran que su lenta extinción es parte de un ciclo natural. Alejado de estas cuestiones, Juan Burgos Mejías, el bar-tender, recoge bloques de hielo para proveer su barra y acompañar una medida de whisky glaciar que servirá allí mismo, antes de embarcar nuevamente y encarar la Avenida de los Glaciares.

Alemania, Francia, Italia, Holanda. Así se llaman algunos de los glaciares de apabullante belleza que se suceden a medida que el Via Australis surca el Beagle, en medio de esta avenida acuática de la cordillera Darwin. El sol rebota con fuerza en el blanco profundo de los hielos colgantes y brilla intensamente en cubierta.

El capitán deja el mando y se relaja en una charla amena con los pasajeros, mientras los mozos suben cargando bandejas temáticas: al glaciar Alemania le corresponde cerveza con salchichas, al vecino Francia quesos con champagne, para apreciar Italia nada mejor que una pizza con vinos, y una vez frente al Holanda, cerveza con papas duquesa.

A diferencia de la mayoría de los cruceros, donde la consigna pasa por el ocio, aquí no hay descanso sino actividades a toda hora. En los tiempos libres se alternan documentales y charlas sobre la vida de Darwin, el Cabo de Hornos o los pingüinos magallánicos, que guías como Rodrigo Fuentes brindan con entusiasmo. El hombre se explaya largo y tendido acerca de sus labores y descubrimientos, la naturaleza que lo rodea y sus días en altamar. “Es un trabajo extraordinario –dice–, aunque tiene un costo alto, como pasar mucho tiempo embarcado, cumplir jornadas de trabajo muy largas y estar lejos de los seres queridos. Pero se compensa con el paisaje, la fauna y la calidad de gente que conocés.”

Llegada al Cabo de Hornos, el punto más austral del mundo antes de la Antártida.

AL FIN Y AL CABO “Su atención por favor, estimados pasajeros, nos estamos aproximando al Cabo de Hornos. Si las condiciones climáticas lo permiten, el desembarco será a las siete”, anuncia una tripulante por los altoparlantes a la seis de la mañana. Es tiempo de aguardar hasta que el capitán decida si es posible o no descender en el mítico cabo, descubierto en 1616 por una expedición holandesa al mando de Isaac Le Maire y declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco en junio de 2005.

Es el momento más esperado del viaje. El hito en la vida de los navegantes, el punto crucial y estratégico en el que tantos naufragaron, el sitio inhóspito donde las aguas del Atlántico y el Pacífico chocan y se funden pariendo olas gigantescas. Llegar hasta el punto más austral del mundo antes de la Antártida sigue quitándoles el sueño a muchos viajeros. Darwin lo intentó y no pudo; el clima le jugó una mala pasada y su sueño de poner un pie allí quedó trunco. Así plasmó su profundo desencanto en su diario de viaje: “... Parece que el Cabo de Hornos exige que le paguemos tributo, y antes de cerrar la noche nos envía una espantosa tempestad... y al día siguiente percibimos este famoso promontorio, envuelto en brumas y rodeado de un verdadero huracán de viento y agua. Inmensas nubes oscurecen el cielo, las sacudidas del viento y granizo nos asedian con tan ruda violencia que el capitán decide guarecerse”.

El Via Australis ancla frente a la Isla Hornos. Está despejado, y la tenue luz del amanecer regala una magnífica vista. Los guías se alejan a todo vapor hacia la escarpada costa para determinar si será posible pisar la leyenda o no. Y regresan de inmediato con buenas nuevas.

El descenso en cabo firme no resulta sencillo. El Zodiac se mueve al son del violento oleaje provocado por las inquietas aguas australes, que se estrellan con violencia contra las rocas. Juan, el barman en su faceta de buzo, permanece sumergido hasta la cintura dentro de un traje de neoprene. Su misión es sostener los botes para facilitar el desembarco.

El sueño de pisar el cabo está cumplido, pero todavía falta trepar una empinada escalera de 160 peldaños y caminar por una larga pasarela hasta llegar al lugar emblema: el monumento al Cabo de Hornos, la inmensa escultura de hierro de un albatros, el ave insignia de los marineros. “En memoria de los hombres de mar que perecieron luchando contra las inclemencias de la naturaleza, en los mares australes, próximos al legendario Cabo de Hornos”, dice la placa del monolito.

En Punta Espolón, al otro lado de la isla, se encuentra el faro más austral del planeta. Allí, en medio de la desolación reinante, vive una familia chilena –con televisión e Internet satelital– que tiene a su cargo las tareas de control de tráfico, una oficina postal y la venta de souvenirs. “La vida acá es excelente, no hay buses ni bocinazos”, afirma Patricio Ubal, sargento de la Armada chilena, de 34 años y padre de dos hijos pequeños que estudian a distancia.

La espectacular vista del tramo de navegación por la Avenida de los Glaciares.

MISION CUMPLIDA Promediando la tarde de la tercera jornada, llega el turno de la última incursión terrestre: Bahía Wulaia. Este hermoso paraje fue uno de los más grandes asentamientos de pueblos originarios en la región. Aquí fue donde Darwin tuvo contacto con los aborígenes yámanas por primera vez. Nómades y canoeros, subsistían con la pesca y la caza de lobos marinos.

De todas las historias que remiten a la época de las epopeyas marinas, la más cautivante es la de los cuatro nativos llevados a Inglaterra por el capitán de la fragata Beagle, Robert Fitz Roy, en un intento por “civilizarlos”. Los bautizaron como York Minster, Fuegia Basket, Jemmy Button y Boat Memory. El “objetivo” fue logrado, en parte, mientras vivieron en suelo inglés. Aprendieron el idioma, fueron evangelizados, se vistieron a la usanza británica y hasta tomaron el té con los reyes. Pero, de vuelta en Tierra del Fuego, recuperaron sus viejas costumbres y desaparecieron entre los suyos sin dejar rastro alguno.

Una vieja casona, que fue el hogar de una familia de inmigrantes granjeros hacia principios de siglo XX, es la única construcción que hay en Wulaia, y funciona como centro de interpretación de este paraje sin habitantes. Existen dos alternativas para recorrer la bahía: un trekking hasta lo más alto, coronado por una grandiosa panorámica; o una caminata más suave por la costa, ideal para la observación de aves como el albatros, el cormorán y las gaviotas. Además, Wulaia es el hábitat del bosque magallánico, poblado de lengas, coihues, canelos y helechos.

Al atardecer se distinguen las costas de Ushuaia. La travesía va llegando a su fin y durante la última cena el salón comedor es un torrente de anécdotas, entre centollas, congrio y brindis con champagne. Se remata la carta de navegación, que se lleva un turista español por 150 euros. Por ahí anda Rodrigo Fuentes, el guía apasionado, feliz y eternamente enamorado de la Patagonia. Muchos en aquel comedor quisieran emularlo, pero pocos se atreven, y se embarcan en esta travesía austral para cumplir, al menos por unos días, el sueño del exploradorz

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