LA PAMPA. PARQUE LURO
Jabalíes, ciervos y bosque de caldén. Una combinación entre nativa y exótica rodea al “Castillo” de Parque Luro, en La Pampa, donde se conservan viejas historias de principios del siglo XX. En verano es un sitio magnífico para los observadores de aves; en pocos meses más también se vivirá allí el impactante espectáculo de la brama del ciervo.
› Por Graciela Cutuli
En el centro del país, es decir accesible desde cualquier lado, pero alejado de los grandes escenarios naturales que hacen famosa a la Argentina, la Reserva Provincial Parque Luro es el mejor punto de partida para una visita a La Pampa. Aquí la naturaleza convive con una historia cercana, y es posible asomarse a lo que era la vida de una familia terrateniente hace un siglo, cuando los estancieros argentinos daban que hablar en Europa. Al mismo tiempo, se puede conocer lo que queda de lo que fue alguna vez un infinito paisaje de caldenes, o dedicarse a los paseos –binocular en mano– para sorprender las incontables especies de aves que surcan el suelo pampeano. Desde Buenos Aires hasta Santa Rosa hay sólo 630 kilómetros, y de allí a Parque Luro otros 35, lo que permite convertir la visita en una buena opción para cualquier fin de semana largo.
UN PARQUE CON HISTORIA Aunque tiene menos prensa que otros árboles vistosos como el ombú, el ceibo, el jacarandá o la araucaria, no siempre nativos pero igualmente emblemáticos de otras regiones argentinas, el caldén merece un lugar especial en la atención del visitante. Este árbol de cabellera despareja, espinoso, de madera noblemente dura, era conocido por los indígenas del centro del país como huitru y cubría porciones importantes de las actuales provincias de La Pampa y Buenos Aires: era entonces el rey de un extenso bosque nativo que con el paso de los años no tuvo más que ceder terreno ante el avance –tan rápido como definitivo– de la explotación agrícola, tentada por las bondades de la Pampa Húmeda. Por eso, hoy para conocerlo hay que ir hasta las zonas de reserva, como el Parque Provincial Parque Luro, que conserva un paisaje pampeano de bosque de caldén, médanos y lagunas hoy prácticamente invisible en otras partes de la provincia.
Este caldenal conforma hoy un ecosistema rico en flora y fauna –declarado de importancia mundial para la conservación de las aves por Birdlife International–, pero también extremadamente frágil por la amenaza de los incendios, que en apenas un descuido pueden causar una catástrofe. En materia de fauna, Parque Luro tiene además una curiosa dualidad: si bien es el hábitat natural de especies autóctonas como el gato montés, el puma y los hurones, y en eso reside gran parte de su valor, es más conocido por albergar dos especies exóticas –el ciervo rojo y el jabalí– que fueron introducidas a principios del siglo XX y prosperaron hasta convertirse en iconos de La Pampa. Al mismo tiempo, los aficionados a la entomología podrían hacerse una fiesta: aquí los insectos muestran una gran riqueza y variedad, desde las vistosas mariposas –que se observan en abundancia en verano– hasta las libélulas, esas que según la tradición cuando llegan a la ciudad son un claro anuncio de tormenta en el campo. Escarabajos peloteros, langostas, chicharras y peludas arañas completan el universo de bichos que bulle, demasiadas veces inadvertido, a la sombra fresca de los bosques o bajo el abrasador sol pampeano.
EL CASTILLO Este lugar del mundo fue el que eligió don Pedro Olegario Luro –a quien no hay que confundir con su padre, asociado para siempre con la memoria de Mar del Plata– para realizar sus sueños de terrateniente, cuando comenzaba el siglo XIX. Corría 1911 cuando se construyó la actual mansión que hoy domina el centro de la Reserva Provincial, apodada “El Castillo”, no es un castillo propiamente dicho pero sí impresiona su fachada de un blanco brillante, rodeada de un extenso prado con lagunitas que hicieron la delicia de los primeros dueños del lugar.
Pedro Luro era un gran aficionado a la caza, y de allí la idea –ciertamente peregrina por entonces– de importar a La Pampa las especies exóticas que le gustaba perseguir: fue así como llegaron a la entonces estancia San Huberto (patrono de los cazadores) los jabalíes y los ciervos colorados, que más tarde seguirían camino rumbo a Bariloche, donde también lograron una notable adaptación. Solo llegar al lugar era por entonces toda una aventura: el prolijo césped que hoy rodea la casa era monte y pajonal, y después de tomar el tren “grande” había que seguir camino en otro de trocha angosta (como se hacía por entonces también en Club Hotel de Sierra de la Ventana, el lujoso hotel luego destruido por un incendio en el sur de la provincia de Buenos Aires).
La historia de la familia Luro y sus andanzas a lo largo de los años se puede descubrir junto con los guías que cada día abren la mansión para enseñarla a los turistas y contar sus secretos. Todo comenzó hace más de un siglo, cuando el hermano de Julio Roca, Ataliva Roca, recibió como recompensa por su participación en la llamada Campaña al Desierto varios miles de hectáreas en esta parte de La Pampa. Su yerno, precisamente Pedro Olegario Luro, fue quien impulsó la construcción del casco de la estancia, con todos los avances y el lujo que eran posibles para la época: desde la colocación de cañerías de agua caliente para calefacción hasta los pisos de pinotea y los adornos y muebles importados de Europa. Los mismos muebles y el mismo piso que reciben hoy a los grupos de visitantes con ese aroma a madera encerada que ya no se siente casi en ningún lado, víctima de lo sintético y plastificado. Los guías desgranan anécdotas con gusto, en particular aquella según la cual Luro se trajo de París el imponente hogar que reina en la sala de estar mediante un truco muy particular: tuvo que comprar completo el restaurante donde lo había descubierto, porque el dueño nunca le quiso vender la chimenea sola. En un arranque de ostentación, el estanciero argentino se compró entonces el restaurante entero y exportó a las pampas su vistoso hogar.
Mientras vivieron sus primeros dueños, el Castillo vivió al ritmo que le impusieron los Luro y sus invitados: ellos y sus huéspedes europeos vivían aquí entre marzo y mayo, para aprovechar la temporada de la caza, y en su afán de no privarse de nada se instalaron un cine propio y trajeron lanchas del Tigre para hacer paseos en la laguna aledaña. También quedan en pie los restos de un tambo que Luro vio en una exposición agrícola en París y, en otro arranque de riqueza, compró para utilizar en La Pampa: con el resultado de que en realidad nunca estuvo en funcionamiento y ahora sirve como refugio favorito para algunos ciervos de la Reserva. Junto con el tambo, en un pabellón especial del Castillo –convertido en museo– quedan los carruajes que utilizaba la familia.
Pero todo tiene un final, y el de los Luro no tardó en llegar después de la muerte de Pedro Luro en 1927. Después de unos años de mantener la propiedad, fue vendida al español Antonio Maura Gamazo, un aristócrata que se había casado con la viuda de Jorge Newbery, doña Sara Escalante. Maura hizo algunas reformas –sobre todo agregó dos alas laterales a la mansión– y conservó el resto casi exactamente como se lo ve hoy: biblioteca en la planta baja, salón comedor y dependencias de servicio, una rareza, ya que el personal en realidad no cocinaba ni dormía en el Castillo. Fue la hija de Maura y Escalante, Inés, quien terminó vendiendo al gobierno provincial las tierras de la actual Reserva que hoy lleva el nombre del primer dueño de la estancia.
CIELO Y TIERRA El mejor momento del año para visitar Parque Luro es en marzo, cuando la espectacular brama del ciervo –es decir el momento en que los machos de la especie sacan todas sus habilidades para impresionar a las hembras– cubre el terreno de sonidos bravíos, cornamentas rotas y huellas frescas de ejemplares de todos los tamaños. El espectáculo dura pocas semanas, de modo que hay que estar atento para reservar una de las cabañas que, dentro mismo de la Reserva, permiten sumergirse en el proceso de conquista de los ciervos. Durante todo el año, en cambio (y mejor aún a partir de octubre), se puede aprovechar para hacer avistaje de aves: unas 160 especies hacen de esta Reserva un lugar riquísimo en toda clase de especies fáciles de ver, como los teros, los pájaros carpinteros, los churrinches, las loicas y los infaltables loros. Además, en la zona de salitral viven grandes bandadas de flamencos rosados, que según se cuentan era la visión favorita de Antonio Maura desde los ventanales de su casa
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