CORDOBA. PUEBLOS DEL NOROESTE
Intensos verdes se mezclan con el rojo furioso de Cerro Colorado, la tierra que atrapó a “Don Ata”. Desandar las callecitas, disfrutar del río, andar un rato por la sierra y visitar el Parque Arqueológico son buenas opciones para quien llega a su pueblo sereno. Además, la casa-museo que revive el legado de un músico y compositor inolvidable.
› Por Pablo Donadio
Aquí canta un caminante, que muy mucho ha caminado / Y ahora vive tranquilo, en el Cerro Colorado.
“Chacarera de las piedras”,
Atahualpa Yupanqui.
Observador de su tiempo como pocos, y poeta revolucionario en un género conservador. Apenas dos observaciones para quien aún es el gran referente de nuestro folklore: originalmente llamado Héctor Roberto Chavero Aramburo, el zurdo de Pergamino quiso llamarse Atahualpa Yupanqui, seudónimo que en voz quechua significa “el que viene de tierras lejanas a decir algo”. Viajero incansable, de esas travesías se nutrió para transmitir como nadie los sentires y vivencias de la gente de campo más humilde. Pero ese corazón trashumante encontró su lugar en el norte cordobés. Allí un cerro lo arropó, y desde su cima rojiza arpegió historias cargadas de ideología, que son parte de la memoria de nuestra cultura popular. Ese pago hoy lo recuerda en la propia casa donde vivió, convertida en museo para contar su historia al calor de las sierras, del río cercano y de un Parque Arqueológico al pie del mítico cerro.
MUCHO CON POCO La RN9 es otra de las famosas conectoras de pueblos del país, y protagonista de esta visita. Por ella, unos 160 kilómetros al noroeste de la capital cordobesa –casi en el límite con Santiago del Estero– se llega al Departamento de Río Seco. El lugar que espera es el Cerro Colorado, claro ejemplo de aquello que con poco completa todas las expectativas: hay río y verdes quebradas, y el pueblito está rodeado por sierras discretas donde sobresale la enorme roca roja que le da nombre.
Pero más que eso, hay recuerdos imborrables de este y otros tiempos, que son la gran riqueza de la zona. El primero es bien antiguo, y obedece a las pinturas rupestres del Parque Arqueológico. El otro es más reciente, y se remonta a la presencia del gran poeta y guitarrero. El lugar en sí mismo es discreto, y no sobresale entre tantos destinos célebres y bellos de Córdoba. Anclado en un extremo de las sierras de la provincia, cuenta con 3000 hectáreas en la pendiente oriental entre el faldeo y la llanura, y no bien se entra se nota que las callecitas han sido adaptadas a los caprichos del lugar. Siempre se sube y se baja, se sortean árboles, lagunitas y casas, que van apareciendo tímidamente entre lo salvaje.
Avanzando hacia el cerro mayor, se cruza el cauce de uno de los arroyitos que alimentan al río de los Tartagos, principal fuente de vida del lugar. Producto de la erosión de viento y agua, aquí y en las cercanías se han formado aleros y cavernas ideales para pasear, conocer y descansar. Nuestra llegada, en pleno mediodía, nos muestra a varios chicos refrescándose en pozones de piedra natural, todo un resumen de lo que la naturaleza le da al hombre que decide afincarse aquí. Sectores con bosque chaqueño serrano, donde se erigen orgullosos mistoles, talas, cocos, molles y piquillines visten el resto del paisaje, dando un panorama campero exquisito. Dicen, y basta con ver las pinturas rupestres para certificarlo, que muchos siglos atrás comunidades de pueblos originarios hicieron de este su lugar, dejando gran cantidad de recuerdos que hoy son resguardados con celo. Ocupado por la cultura ayampitín, pueblo nómade especializado en la caza, fue a partir del año 500 que llegaron sanavirones y comechingones, complejizando y enriqueciendo aún más la zona. Sus huellas pueden encontrarse en más de un centenar de sitios, especialmente en los cerros Colorado, Veladero e Intihuasi, y en parajes como La Quebrada y El Desmonte. Todo ese mundo brota como las vertientes, aquí y allá, en los corredores turísticos y galerías que se han dispuesto para ver de cerca los dibujos geométricos, de llamas, cóndores y jaguares, y de otras figuras humanas pintadas con blancos, negros y rojos. Representaciones de indios con arcos y flechas, y de españoles conquistadores con caballos, completan un Parque Arqueológico para no perderse, declarado Monumento Histórico Nacional hace ya cincuenta años. Otros senderos hacia el interior del pueblo, a la iglesia local en remodelación, a los complejitos de cabañas y su nutrido camping aportan variantes para el paseo.
REFERENTE Llegamos a la casa-museo de Yupanqui, al pie del cerro, donde el río pega un giro y sus aguas fluyen con un sonido amansador. Verdes sauces, algarrobos y chañares propician un encuentro con la tierra y con uno mismo, al pie del pago que enamoró a “Don Ata”. Allí nos recibe Norma Chavero, su nuera. Ella se encarga junto con su marido, hijo de Yupanqui, de mantener encendida la memoria del poeta, basada en la claridad descriptiva del hombre y su paisaje, con sus avatares en los pagos camperos: “Entre la montaña y sus criaturas hay una especie de vinculación, una particular semejanza que se afirma en la magia de la soledad. El hombre respira y la piedra permanece inanimada. Pero se desata el viento y entonces se uniforman las cosas y los seres, formando una sola unidad estremecida; cruje el pajonal, como si fuera el aliento sísmico de la tierra, el pasto-puna tirita su dorado frío, y se animan en la figura del pastor, los flecos del viejo poncho...”.
En la casa se acumulan objetos personales como su guitarra (encordada para zurdo), el bombo legüero, su bastón y las pantuflas. Piedras del jardín sellan frases célebres, fragmentos de chacareras y alabanzas a la tierra que tanto amó. Premios, partituras, libros, fotos y millones de sensaciones recorren las habitaciones. Hacia el fondo, bajo un viejo algarrobo y con una humilde pirca de piedra, yacen sus restos. Allí recordamos las horas en que ese hombre silencioso y nostálgico gestó obras como “El payador perseguido”. “Don Ata llegó a mi casa apenas nací, con un amigo de mi padre. Se quedó siete años y luego de mucho andar recaló definitivamente aquí, en busca de la libertad del alma. Siempre me llevaba a los faldeos de los cerros a observar, y allí tocaba la guitarra. Recuerdo sus enseñanzas como las de otro padre. Cuando estaba en Europa nos enviaba cartas bellísimas, como ésta, que nunca olvidaré: ‘Soy considerado en mi tarea artística: nunca me faltan conciertos. Pero la patria galopa en las venas, y uno vive atajándose las ganas de largarse camino a su tierra. A veces, de puro evocador, recuerdo la parra, el patio de tu casa, la cara siempre amable de tu padre, que fue mi amigo. Tuve un período de sombra y pobreza, y empecé a comprender quiénes eran mis amigos. Siempre ocurre así, cuando se ladean las cargas, los hombres aprenden a entender las asperezas del camino’”, relata de memoria Don Hugo Argañaraz, uno de los habitantes del cerro que más relación estableció con el cantor. A su camping no paran de llegar grupos de jóvenes, que de inmediato encienden furiosas guitarreadas, algo felizmente común aquí. Abierta a diario desde las 9 de la mañana y hasta la nochecita, la casa-museo sabe de juntadas también: para el 31 de enero, justo cuando Cosquín se despide, cantores y poetas llegan a recordar a Yupanqui en su aniversario, y entonces el cerro rojo se viste de música, algo que sin dudas le sienta muy bien
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