Dom 15.01.2012
turismo

TUCUMAN. EL PICHAO, ARQUEOLOGíA Y DULZURAS ARTESANALES

Mi dulce pueblito

En Colalao del Valle, casi en el límite con Salta y camino a Catamarca por la RN40, está El Pichao, un paraje que custodia un parque arqueológico virgen, cargado de recuerdos de poblaciones preexistentes a la llegada de los españoles. Un paseo por la zona, donde además se producen nueces y los dulces caseros que parten hacia las tres provincias.

› Por Pablo Donadio

Donde los límites políticos decretan con líneas punteadas la llegada a Salta, Colalao del Valle se anuncia discreta, pero con mucho por compartir. Primer pueblo tucumano, si se lo mira al revés, es su esencia de villa feliz y poco turística, campera y folklórica, lo que atrae y propicia la parada. Todo allí parece ir a ritmos calmos: el viento que sacude sus altos nogales, o las aguas estivales del Santa María y el Managua, que bajan animosas desde los filos montañosos donde se esconde El Pichao. Esos atributos alcanzan para soñar unos mates que duren largas semanas, unas zambas a orillitas del canal y la visita a su parque arqueológico bajo una paz que reconforta. Ubicado a 194 kilómetros de la cuidad de Tucumán, a 1815 metros sobre el nivel del mar y en las laderas de las Sierras del Cajón, yace en la zona un verdadero tesoro al resguardo de los cerros, que entrega vestigios de poblaciones preexistentes tal como estuvieron siglos atrás. Sin decorados ni grandes alardes, y cuidado por un pueblo que ofrece orgulloso sus frutos caseros a las provincias vecinas, El Pichao espera a ese otro tipo de turismo.

Pacíficas callecitas en Colalao del Valle, un lugar para descansar y conocer.

CIUDAD ESCENICA La mítica ruta 40 sabe de historias como nadie en nuestro suelo. Paso obligado hacia Cafayate (Salta) al este, y a Santa María (Catamarca) al oeste, Tucumán se reserva un pedacito norteño sabiamente, y conecta las tres provincias con identidades que se burlan de los mapas políticos. Desde el asfalto que une grandes ciudades, se tienden senderos montaña adentro hacia puestos y villas casi desconocidas, como El Pichao. Reserva similar a la Ciudad Sagrada de los Indios Quilmes, ofrece un recorrido aún más virgen que el de sus vecinos, entre nogales y frutales que son alimento de los pocos pobladores-guías turísticos, y materia prima de los comercios cercanos en las provincias linderas.

A El Pichao se llega desde Colalao, no hay otra, salvo que uno intente desandar las montañas. Para ello nos recibe en la hostería municipal el jefe comunal, Adam Díaz, responsable de Colalao bajo esta interesante forma de interacción con los vecinos. “Te vas a sorprender hijo, acá las cosas suceden con pausa, pero no sin intensidad”, afirma mientras comparte el mate que lleva pegado al cuerpo. Mientras la camioneta se prepara para salir, nos vamos un rato de la hostería, que junto un par de hoteles y varias cabañas completan un servicio de hospedaje regular para los visitantes. Enfilamos hacia donde el pueblo se hace finito, y recorremos y apreciamos también sus calles coloniales, sus puestos de arte local y la producción de conservas (sobre todo pimientos, para elaborar ají molido). Desde allí se distinguen los pliegues de Yasyamayo, junto a los colores y valles repletos de cardones donde surgen cascadas, cauces internos y múltiples plantaciones. Hacia Salta aparece la moderna y coqueta bodega rutera, y otros locales de arte nativo, con telas y cerámicas, tapices, cuero y madera. En esas callecitas amarillentas se ofrece vino patero, el producto insignia, junto con higos negros, nueces y dulces de Talapazo. En una esquina vemos bailar una zamba a dos changuitos, y sí que lo hacen con pasión, quizá preparándose para el Festival de la Copla. Vaya uno a saber. Cuentan que la dedicada a la Pachamama, en Amaicha del Valle –“vecina más famosa” a 30 kilómetros– es la fiesta-oportunidad de ver a grandes artistas folklóricos de renombre nacional: y entre ritos ancestrales y tributos a la tierra, despuntar el vicio de zapatear y alzar los pañuelos al aire para los muchos chicos de aquí.

Un mortero en el asentamiento arqueológico condorhuasi.

TESORO VIRGEN La camioneta está lista y empezamos a desandar los ocho kilómetros que nos separan del destino, ya en dominios de inmensos cardones y el Managua, río al que hubo que hacerle un puente de altura porque en verano las crecidas se llevaron el camino varias veces. Al ratito aparece El Pichao, como derramado en un cerro interno. “Nuestro pueblo nace a fines del siglo XIX, con tres o cuatro casas. No más que eso. Hoy hay cerca de 70 familias, que viven básicamente de la cosecha de la nuez y la elaboración de dulce artesanales”, cuenta Iván Condorí, estudiante, vecino y guía.

Esos añejos nogales de los que habla, abrazan y encierran las casitas de piedra y adobe, y desbordan calles y veredas, prolijamente marcadas con piedras grandes del río. Allí también se autoabastecen criando ganado caprino, ovino y algunas vacas de montaña, que pese a la sequedad se ven en muy buen estado. La calidad de la tierra y la amplitud térmica, tan famosa y favorable para la cosecha de la vid, es también magnífico escenario para frutales: por eso El Pichao es conocido también por sus dulces artesanales de membrillo, manzana, uva, higo, damasco y duraznos, que se venden en grandes panes en varias casas de familia. Un par de despensas cuentan con provisiones básicas, el resto se “baja” desde Colalao, donde también se realizan trámites de correo, de carga de celular, se sacan pasajes a San Miguel, o se usa Internet. Y es que El Pichao en sí, es un lugar de desconexión: esas casitas que mencionamos, la iglesia, la escuela 23, un centro de primeros auxilios y su plaza. No hay más. Los hogares tienen capacidad para alojar a unas 20 personas, con solo dos requisitos: ser un visitante respetuoso y amar la naturaleza.

Del otro lado del río llega la reserva, la razón de ser del pago. Se trata del asentamiento arqueológico de la cultura condorhuasi, desarrollada hace más mil años, pero aún en impecable estado. Ese pueblo de la Nación Diaguita vivió en el campo de cardones que enfrenta el casco donde se asientan las casas, y donde arranca un sendero poco señalizado que se puede recorrer en compañía de un poblador local. El recorrido puede ser corto o largo, pero de cualquier forma han de verse las huellas y vestigios de aquellas edificaciones, piezas, morteros y reparos. Nada hay reconstruido, y uno se encuentra a cada paso con puntas de flechas o manijas de vasijas de cerámicas pintadas, que quedaron allí desde aquel tiempo. Hay varias “cananas” (morteros alargados) en las mismas piedras donde molían sus alimentos, y no se ven complejos o laberintos de cuadrículas como en los quilmes, sino pequeñas y grandes filas de lajas y piedras encajadas unas con otras: “Sobre esta falda del cerro imaginemos un techo de paja y adobe, y la vista referencial de la aldea, junto con la panorámica para advertir los peligros que podían llegar de lejos”, advierten Condorí y un vecino que se ha sumado a la guiada.

Cerca hay un claro desde donde se aprecian la grandeza del paisaje y una canchita de fútbol. Allí compartimos algunas historias más, imaginando el movimiento vivo de aquellos relatos, hasta que el atardecer indica el regreso. Antes, nos hacemos la pasada compradora de dulces y nos despedimos de Colalao, donde vemos por última vez a los changuitos bailando, cuando la camioneta del ente turístico deja lento el sendero de ripio. Justo, desafiando al destino, suena una zamba del Cuchi Leguizamón: “Si la cintura es un junco, y la boca es colorada. Si son los ojos retintos, esa moza es tucumana / Si es dulce como esa niña, y airosa cuando la bailas. Si te gana el corazón, esa zamba es tucumana”. Y nos vamos, con la certeza de haber conocido mucho más que un pueblito abrigado en el corazón de los cerros tucumanos.

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