Dom 25.03.2012
turismo

CHINA. VISITA A LA GRAN MURALLA

La Gran Metáfora

Con la “Historia” de Heródoto en el bolsillo, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski se embarcó a mediados de los ’50 en un viaje que lo llevó hacia los misterios de China y su Gran Muralla, enfrentándolo al desafío de un idioma “incomprensible”. Crónica de un viaje, de un descubrimiento, de una reflexión sobre otro mundo escrita con años de perspectiva y oficio de narrador.

› Por Ryszard Kapuscinski *

Hay disparidad de números en lo tocante a la longitud de la muralla: desde 3 mil kilómetros hasta 10 mil. Se debe a que no existe una única Gran Muralla: son varias. Fueron levantadas en épocas diferentes, en lugares diferentes y con diferentes materiales. Tenían, eso sí, una cosa en común: en cuanto una nueva dinastía llegaba al poder, enseguida empezaba la construcción de la Gran Muralla. La idea de seguir levantándola no abandonaba ni por un momento a los soberanos chinos. Si interrumpían los trabajos, sólo era por falta de medios; pero en cuanto se saneaban las arcas, reanudaban las obras.

Los chinos construyeron la muralla para defenderse de las invasiones de las tribus mongoles, nómadas, ágiles y expansivas. Dichas tribus llegaban en tropel, en turbamulta, formando ejércitos enteros, desde las estepas mongolas, la cordillera del Altaï y el desierto de Gobi atacaban a los chinos, no cesaban de constituir una amenaza para su Estado y aterrorizaban con el fantasma de la masacre y la esclavitud.

Con todo, la Gran Muralla no era más que la punta del iceberg, un símbolo, un signo distintivo de China, un escudo de aquel país que durante milenios fue país de muros. Pues si bien la Gran Muralla sólo marcaba la frontera norte del imperio, también se alzaban murallas entre reinos en conflicto, entre regiones y entre barrios (...).

Pues la Gran Muralla –y es una muralla-gigante, una muralla-fortaleza que se alarga miles de kilómetros a través de cordilleras vacías y deshabitadas, una muralla-objeto de orgullo y, como he mencionado, una de las maravillas del mundo– al mismo tiempo es la prueba de la debilidad y la aberración humanas, de un enorme error cometido por la historia, que condenó a la gente de esta parte del planeta a la incapacidad para entenderse, para convocar una reunión en torno de una mesa donde, todos juntos, se plantearan cómo emplear con provecho el ingenio y las energías acumuladas de las personas. (...)

HACIA EL NORTE Para llegar a la Gran Muralla, hay una hora de carretera en dirección norte. El automóvil primero atraviesa la ciudad. Sopla un viento gélido y racheado. Los peatones y los ciclistas se inclinan hacia adelante: adoptan la postura a la que obliga la lucha con la ventisca. Ríos de ciclistas lo inundan todo. Cada uno de ellos se detiene ante semáforos como si de pronto un dique cortase su curso, y luego vuelve a fluir hasta el semáforo siguiente. Este ritmo monótono y aburrido sólo se ve interrumpido por el viento, cuando sopla con una ráfaga violenta. Entonces el río empieza a enturbiarse y fragmentarse, haciendo tambalearse a unos y forzando a otros a detenerse y apearse. En las filas de los ciclistas se producen confusión y caos. Pero en cuanto el viento se calma, todo vuelve a su lugar y, laboriosamente, sigue su camino.

En las aceras del centro de la ciudad hay mucha gente, y a menudo se ven columnas de niños con uniformes escolares. Los niños caminan en parejas, agitan banderitas rojas, al frente va uno portando una gran bandera roja o el retrato del Buen Padrino: el dirigente Mao. Las columnas, al unísono y con ardor, exclaman, cantan y corean algo.

–¿Qué gritan? –pregunto al compañero Li.

–Quieren estudiar el pensamiento del dirigente Mao –me responde.

Los policías, que se ven en todas las esquinas, dan prioridad a estas columnas.

La ciudad es amarilla y azul marino. Amarillas son las paredes que bordean las calles y azul marino es el color de los uniformes de dril que lleva la gente. Estos uniformes son un logro de la revolución, aclara el compañero Li. Antes la gente no tenía qué ponerse y se moría de frío. Los hombres lucen un corte de pelo de reclutas y el sexo femenino –desde las niñas hasta las ancianas– recuerda a los ancestrales reyes polacos de la dinastía Piast: flequillos rectos y cortos, también pelo corto en la nuca. Hay que fijarse bien para distinguir los rostros pero, al mismo tiempo, clavar la vista es señal de falta de modales.

Si alguien lleva una bolsa, ésta es idéntica a todas las demás. Las gorras, otro tanto. Si hay una gran reunión y la gente debe dejar mil gorras y bolsas iguales en el guardarropa, no sé cómo distingue la suya al salir. Sin embargo, ellos sí lo saben, cosa que demuestra que las verdaderas diferencias pueden estar en los detalles más nimios, como por ejemplo un botón cosido de manera especial, nada de cosas llamativas, a gran escala.

Se sube a la Gran Muralla por una de las abandonadas torres. La gigantesca construcción, erizada de macizos torreones y almenas, es tan ancha que por su cima pueden caminar hombro con hombro incluso diez personas. Desde el lugar en que estamos, la muralla se extiende serpenteando hasta el infinito; cada una de sus puntas se pierde entre bosques y montañas. El lugar está desierto, no se ve ni un alma, el viento pugna por arrancarnos la cabeza. Ver todo esto, tocar piedras acarreadas por siglos ha por hombres que se caían de agotamiento, ¿para qué? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué utilidad?

LA LENGUA A medida que pasaban los días empecé a considerar la Gran Muralla como una Gran Metáfora, pues me rodeaban personas con las que no podía comunicarme y un mundo en el que yo era incapaz de penetrar. Mi situación se volvía cada vez más extraña. Debía escribir, pero, ¿sobre qué? No había más prensa que en chino, así que no comprendía nada. Al principio había pedido al compañero Li que me tradujese algunos textos, pero en su traducción todos los artículos comenzaban con las palabras: “Como señala el dirigente Mao”, o “Siguiendo las indicaciones del dirigente Mao”, etcétera. ¿Cómo iba a saber si de verdad los periódicos decían esto? Mi único enlace con el mundo exterior era el compañero Li, quien a la vez se convertía en la más hermética de las barreras. A toda petición mía –para una cita, una entrevista, un viaje– me contestaba invariablemente: “Lo transmitiré a la redacción”. Sin embargo, jamás llegó respuesta alguna. Tampoco podía salir solo: el compañero Li me seguía a todas partes. De todos modos, ¿adónde podía ir? ¿A quién iba a visitar? No conocía la ciudad, no conocía a nadie, no tenía teléfono (sólo el compañero Li tenía uno).

Y, sobre todo, no conocía la lengua. Es cierto que, por mi propia cuenta, había empezado a estudiarla desde el primer momento. Es cierto que había intentado atravesar la jungla de los jeroglíficos e ideogramas chinos, pero no tardé en llegar a un callejón sin salida: la polisemia. No hacía mucho había leído en algún lugar que existían más de ochenta traducciones inglesas de Tao Te King (la biblia del taoísmo) y que todas eran competentes y fehacientes y, al mismo tiempo, ¡diametralmente distintas! Se hundió la tierra bajo mis pies. No, pensé, no me las arreglaré, no podré con esto. Los ideogramas bailaban ante mis ojos, parpadeaban y titilaban, cambiaban de aspecto y posición, modificaban sus relaciones y ligazones, sus configuraciones y dependencias, se multiplicaban y se dividían, formaban pilones y columnas, unos sustituían a otros, formas con “ao” aparecían –a saber cómo– en signos con “ou” o de repente confundía el signo “eng” con el signo “ong”... ¡lo que constituía el más garrafal de los errores!

EL PENSAMIENTO CHINO Puesto que tenía mucho tiempo, me dediqué a leer los libros sobre China que había comprado en Hong Kong. La lectura era tan apasionante que por momentos me olvidaba de los griegos y de Heródoto. Como estaba convencido de que China sería mi lugar de trabajo durante una buena temporada, quería aprender lo máximo posible del país y de su gente. No era consciente de que la mayoría de los corresponsales que escribían sobre China vivían en Hong Kong, en Tokio o en Seúl, de que solían ser chinos o al menos expertos sinólogos, y de que mi situación en Pekín entrañaba algo imposible e irreal.

Seguía percibiendo la presencia de la Gran Muralla, pero no era la misma que había visto varios días atrás en las montañas al norte de Pekín sino una mucho más peligrosa, para mí, imposible de salvar: la Gran Muralla de la Lengua. Me rodeaba por todas partes, aparecía cada vez que un chino abría la boca, la levantaban conversaciones que no entendía, los periódicos y la radio, igualmente incomprensibles, las inscripciones en las paredes y las pancartas, en los productos de las tiendas y en las entradas a las instituciones, aquí, ahí y allá, por todas partes. ¡Qué ganas tenía de que mi vista se topara con una letra o una palabra conocidas, qué deseo de aferrarme a ellas, respirar con alivio, sentirme en casa, a mis anchas, pero en vano! Todo era ilegible, incomprensible, inescrutablez

* Autor de Viajes con Heródoto (Anagrama).

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