Dom 08.07.2012
turismo

CHILE. NATURALEZA Y VIDAS DE AYSéN

Solitaria y austral

La región de Aysén, en el extremo sur de Chile, es una de las más grandes pero también una de las menos densamente pobladas del país. Famosa por sus fiordos y glaciares, su accidentada geografía le impide la comunicación por tierra con el resto de Chile, lo que forjó el carácter particular de su gente y el perfil de sus ciudades, pioneras del Pacífico austral.

› Por Graciela Cutuli

Los paisajes de Aysén, la inmensa y solitaria región del extremo sur chileno de verdes bosques y blancos glaciares, están vestidos de invierno. Con menor afluencia de gente y rutas más solitarias, ésta es, sin embargo, la estación en que Aysén despliega toda su grandeza, tal vez la que mejor permite comprender el carácter de su gente y los vaivenes de su historia. Cortada del resto de Chile por vía terrestre, asegura Rolando –el guía encargado de darnos la bienvenida– que “es un hito geográfico y un sueño para muchos chilenos venir aquí”. “Aquí” es el lugar donde no se habla del “norte” para referirse a Santiago, ni muchísimo menos a tierras remotas como Antofagasta o Atacama, sino simplemente a Puerto Montt, que está a la altura de Bariloche. La vinculación con la Argentina está ahí nomás, al alcance de la mano: sobre todo en pueblos como Chile Chico, situado a apenas siete kilómetros de Los Antiguos. Y aunque no usan el porteño “che”, Rolando muestra cómo toman mate y suelen terminar sus frases con un “ch”, que los ubica “ni como argentinos, ni como chilotes, ni como chilenos, sino una cosa intermedia”.

Manos pintadas por los pueblos originarios de Aysén en un alero de piedra.

CERRO CASTILLO Vivir en Aysén no es fácil: el clima y las distancias encarecen los productos básicos, y la región no es ajena a varias de las grandes preocupaciones ambientales de la Patagonia, no importa de qué lado de la cordillera se trate. Las represas son algunas de ellas; la minería otra. Para el viajero, sin embargo, la región entra por los ojos: incluso bajo el cielo gris el paisaje se ve extrañamente sugestivo y bello, con sus renovales de pino cubriendo las laderas, los bosques autóctonos de lenga enrojecidos por el frío, los rebaños de ovejas y los manchones de nieve que matizan los caminos, entre cursos de agua, cascadas y lagunas.

Partiendo de Coyhaique, a la que llaman la “Ciudad de la nieve eterna”, nuestro primer destino será Villa Cerro Castillo, un pueblito de montaña en el valle del río Ibáñez, que vive del turismo y la ganadería. Estamos atravesando la mítica Carretera Austral que vincula las principales localidades de la Patagonia chilena, un camino que es también la principal vía terrestre entre Aysén y Puerto Montt, pero que requiere cruzar tramos marítimos para completar el recorrido. Villa Cerro Castillo es apenas un puñado de casas con techos de chapa a dos aguas, rodeada de espléndidos paisajes que se pueden recorrer a caballo partiendo del camping La Araucaria. Los visitantes llegan aquí entre diciembre y marzo principalmente, y pueden alojarse en curiosos “domos” cuya practicidad de armado y mantenimiento los hace ideales para la región: como explica Marcia, la propietaria de La Araucaria, son como “un gran iglú calefaccionado, donde pueden dormir hasta ocho o diez personas, a un paso del quincho donde el fogón y el asado son espontáneamente el centro de reunión”.

Cerro Castillo es conocido por la Fiesta de la Tradición que se organiza cada año en enero y fue pionera en la región, pero también porque aquí se practica la doma racional. Y mientras el asado al palo alcanza su punto justo, Cristian Vidal –que empezó con esta práctica desde sus ocho años– cuenta de qué se trata: “En un espacio reducido, se convence al caballo de que confíe en la persona, con caricias y paciencia. Hay que esperar generalmente hasta que el animal tenga unos tres años. Son caballos criollos chilenos, muy hábiles para trabajar y de gran resistencia. Generalmente los animales de doma racional son muy mansos, como si perdieran un poco su capacidad de respuesta”.

Si toda región aislada tiene un pionero, Cerro Castillo también tiene el suyo. Y lo conocemos en la plaza del pueblo, a unos pasos apenas de la escuela rural, donde un monumento recuerda su aporte a la remota zona de Aysén: es el padre Antonio Ronchi, un sacerdote católico que según se cuenta nunca manejó dinero –sólo trueque– y que trajo la primera antena satelital al pueblo. Y forma de antena tiene, naturalmente, el monumento que lo homenajea. Entre risas, algunos recuerdan que la llegada de la programación de Televisa produjo por aquel entonces toda una generación en Cerro Castillo que habló con acento mexicano.

Además de pioneros, todo pueblo –aunque tenga apenas 480 habitantes– tiene su personaje. El de Cerro Castillo es don Nibaldo, hijo y nieto de colonos, que conoció al padre Ronchi y puede recordar perfectamente cómo eran los tiempos “antes de que la apertura de la Carretera Austral trajera grandes cambios”. Pero sobre todo, mate en mano, se detiene en lo que es su gran pasión: la arqueología, que conoció de la mano de Luis Felipe Bate, el descubridor del arte rupestre en la región. Bate, que hoy reside en México, es el autor de los principales hallazgos arqueológicos de la región de Aysén, sobre todo en Coyhaique y Río Ibáñez, y gracias a sus trabajos se conservan datos y dibujos de zonas que luego quedarían cubiertas por las cenizas del volcán Hudson, tras la erupción de 1991. Uno de los principales sitios estudiados por Bate, y tras sus huellas también por don Nibaldo, es un alero con manos pintadas en la roca –con la misma técnica que en la Cueva de las Manos de la provincia de Santa Cruz–, a poca distancia del centro del pueblo. Las pinturas, de fácil acceso, “están datadas de unos 3000 años antes del presente, y se hicieron con óxido mezclado con grasa y médula de animales”, explica este arqueólogo aficionado que parece tener todo el tiempo del mundo, una dedicación intacta a su trabajo a pesar de la edad, y sobre todo un cariño arraigado por su Aysén, donde lo que prefiere es “la sencillez de la gente. Aquí, cuando hay problemas, todos nos unimos”. La visita a Cerro Castillo terminará, cuando ya casi cae la noche, precisamente en estos mismos aleros donde los habitantes originarios de la región dejaron las huellas de sus manos como un enigmático mensaje para las generaciones por venir.

Cascada en el parque Aikén del Sur.

CON ZORBA Y ARAFAT A 27 kilómetros de Coyhaique, en un paraje rural donde se afincaron hace ya varios años, don Eduardo Lagos y su mujer, Eliana Durán, están construyendo con sus propias manos una casa de té. Ellos viven en una casita lateral, pequeña y cálida, donde nos reciben con despliegue de bienvenido café caliente, mermeladas caseras y una deliciosa miel blanca, que, como explica doña Eliana, “tiene ese color porque las abejas liban en un trébol blanco”. De viveros y plantaciones bien saben los dos: años atrás, cuando vivían en Punta Arenas –cuenta don Eduardo–, un día aparecieron entre el cilantro unas raras plantitas que rápidamente llegaron a los tres metros de altura. Nadie las había visto por allí ni sabía de qué se trataba. “Hubo que llamar a la autoridad –evoca con picardía– y resultó que las plantitas eran marihuana intrusa, que había venido mezclada con las semillas de las hierbas aromáticas.” En Aysén, en cambio, no hubo tal clase de sorpresas: lo que cultivan es el único jardín de camelias de la región. Un jardín que es el reino natural de Zorba y Arafat, los perros del matrimonio: el primero tuvo ese nombre porque, tal como el griego, de recién llegado bailaba con entusiasmo alrededor de una liebre cazada por don Eduardo; Arafat, por su parte, heredó ese nombre de los tiempos en que el líder palestino era protagonista constante en los noticieros de televisión. Palabra va, palabra viene, la charla se hace larga y cuando pasó una hora es como si se los hubiera conocido de toda la vida: ya sabemos de sus hijos, que estudian y trabajan en ciudades más grandes; asistimos a los retos de doña Eliana porque su marido mezcló todos los licores que había en la casa haciendo una infusión única de guinda, cereza, murtilla, frambuesa, menta y aguardiente, y sobre todo pasamos de mano en mano la histórica foto donde ambos posan, felices de la vida, con una sonriente Cameron Diaz, durante su visita a la región.

Barcos de pesca artesanal en aguas de Aysén.

PARQUE AIKEN Cascadas, bosques de lenga, ríos, prados verdes y algunas vacas dispersas dibujan el paisaje de la región mientras bordeamos el río Simpson rumbo al parque Aikén del Sur. Cruzamos el puente Presidente Ibáñez, que fue escenario de las fuertes protestas de los pescadores el pasado febrero (los enfrentamientos con los carabineros aún están firmemente grabados en la gente del lugar) y llegamos al parque, que entre agosto y abril es el punto de partida del catamarán que sale hacia la laguna y el glaciar San Rafael. Aquí se pueden recorrer cuatro senderos que representan el bosque templado lluvioso, con sus eternos verdes: tres de ellos sin dificultad, en tanto el cuarto –el de los Arrayanes– requiere mayor equipamiento. Mientras atardece recorremos el sendero del Salto, de unos 600 metros de extensión y topografía plana, que lleva a una cascada de gran caudal. El paisaje, en forma de galería verde, dibuja sombras que le dan un aire misterioso, mientras suena el golpeteo de los carpinteros y se ve pasar la silueta negra de los chúcaros, un ave típica de esta zona: “Este es –recuerda nuestro guía– uno de los lugares más llovedores del mundo”. Estamos a apenas siete kilómetros del Pacífico, “de modo que aquí se hace la resistencia a la lluvia. Lo que no se frenó acá es lo que pasa del otro lado de la cordillera”. La humedad hace prosperar los helechos y las plantas trepadoras, mientras el suelo se ve cubierto de nalcas, esa planta de grandes hojas –también conocida como “oreja de elefante”– que se usa para el curanto. El sendero termina en el lago Riesco, muy apreciado en la temporada veraniega por sus sectores de playa y camping. Para nosotros, sin embargo, la despedida será sólo al día siguiente, después de navegar por las aguas del río Aysén en la barca de Néstor Miller, un pescador oriundo de Valdivia que ahora tiende sus redes artesanales en las aguas de la región y participó con sus compañeros en las protestas de febrero. Sus palabras, mecidas por el vaivén de su “Romántico viajero”, hablan de pesca, de lucha, de oficio, de un clima variable entre lo fascinante y lo inhóspito, pero sobre todo vuelven a evocar lo que siempre aparece en la charla con la gente del lugar: en Aysén la vida es dura, pero bella.

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