› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
Antolina Mondaca tiene 88 años, pero viene por la calle Tocopilla de San Pedro de Atacama cargando una brazada de hierba para sus conejos como si fuera apenas un manojo de plumas. Curiosa y conversadora, no tarda en acodarse en la entrada de su casa para charlar, ponerse al día sobre las últimas novedades de la Argentina y opinar sobre los vaivenes políticos chilenos, aunque se diría que aquí, en este pueblo vigilado por la sombra constante del volcán Licancabur, todo sigue inmóvil desde hace siglos. Sin embargo, esta atacameña de pura cepa se explaya sobre los nuevos tiempos, que llegaron para quedarse desde hace al menos un par de décadas: “Ahora está muy cambiada la vida... no es como antes. Hay muchos restaurantes, muchos extranjeros, fue cambiando el ambiente”, asegura con una sonrisa, para después pasar a dar consejos sobre la crianza de los conejos y los cuidados contra el frío. Como si en realidad nada hubiera cambiado.
Bajo el sol del mediodía de junio, en San Pedro hace calor y se puede andar en remera. Pero dentro de unas horas la fuerza de la altura volverá a imponerse y el frío hará sentir su abrazo sobre estas tierras extremas, que encierran en sus entrañas una extraordinaria riqueza. Si no se lo sabía, se lo descubre apenas se pone un pie en el aeropuerto de Calama, el más cercano a San Pedro, que requiere luego un par de horas por tierra para llegar hasta el pueblo: a diferencia de las publicidades de perfumes que imperan en otros lugares del mundo, aquí reciben al viajero avisos de maquinaria y novedades relacionadas con la minería, el gran motor económico de la región y una de sus principales fuentes de empleo. Por la noche, las lucecitas en el flanco de la montaña también se encargan de recordar que la actividad es constante en este lugar increíble donde no todo es turismo, paisajes infinitos y cielo diáfano. Tan diáfano que atrajo a la Agencia Espacial Europea para instalar los poderosos telescopios de su proyecto ALMA de observación de rayos cósmicos. Una mirada al alma del universo, si vale el juego de palabras, cuyo acceso estrictamente restringido a los profanos dispara la imaginación sobre misteriosos descubrimientos en el confín de las constelaciones, esas que parecen tan cercanas bajo el cielo de Atacama.
PASEO DE PUEBLO A pocas cuadras de la casa de Antolina, en los alrededores de la céntrica calle Caracoles, ya hay más movimiento. Una tras otra abren sus puertas las agencias de turismo que ofrecen explorar la región de todas las formas posibles, y con ellas abren también las casas que ofrecen cambio de pesos argentinos, chilenos, bolivianos y soles peruanos, junto con el dólar y el euro, que aquí parecen monedas de otro planeta. Un vistazo rápido podría confundir: rent-a-bike, sandboard, volcano climb rezan los carteles de las agencias, que parecen darle la razón a la vieja pobladora atacameña. Pero más allá de este puñado de manzanas donde todo es movimiento, el desierto más árido del mundo sigue imponiendo su lengua y su ley.
En los alrededores de la iglesia, uno de los centros donde late la vida local, reina la calma: la agitación, si tal cosa existe en este lugar donde la propia altura obliga a movimientos más lentos, sólo comenzará al atardecer. Enfrente de la iglesia, impregnada de aroma a madera y donde unos turistas del extremo sur de Chile se sacan fotos con recogimiento, el mercado local busca tentar a los visitantes con toda clase de artesanías y tejidos: bufandas de alpaca, mantas de colores vivos y diseños incaicos, joyas de las piedras de la región. Por doquier, hojas y caramelos de coca para combatir el apunamiento y toda clase de hierbas que prometen explícitamente superlativos resultados amorosos se exhiben sin pudor entre las muñequitas de lana para niñas y las artesanías talladas en madera de cardón. En una joyería cercana Shirley, que es boliviana –muchos compatriotas suyos y otros tantos peruanos encuentran trabajo gracias al desarrollo turístico de Atacama–, se da tiempo para mostrar los trabajos de orfebrería realizados con las piedras nativas: sobre todo la atacamita y la turquesa con cobre, además de malaquita, jaspe rojo y lapislázuli, finamente engarzados en marcos de plata por un orfebre mapuche. Mientras tanto, en un taller de escultura que forma esquina con una de las calles céntricas, Juan Hernández trabaja una pieza de cobre que va cobrando la forma de una llama y asegura, rodeado de toda clase de obras de arte que salen de sus manos y la de su maestro, Jesús Valencia: “Las dificultades cotidianas están, como en todos lados. Pero no hay nada mejor que estar trabajando aquí, cada día despertarse y volver al taller rodeado de este mundo de desierto y de altura”.
Alejándose un poco del centro, aparece la verdadera vida cotidiana: la mudanza de una familia, una peluquería, una ferretería donde –como en todas las ferreterías del mundo– los clientes esperan con infinita paciencia. Y un poco más lejos todavía, cuando ya se van diluyendo del todo los visos turísticos, aparece el Pueblo de Artesanos, un gran predio casi en los límites del pueblo donde las tejedoras se afanan sobre sus telares y una simpática pareja de uruguayos oriundos de Colonia, Fernanda y Miguel, tallan joyas en piedra para pagarse día a día un viaje que en el término de tres años los llevará desde el Río de la Plata hasta México.
Para terminar la tarde, se puede tomar algo en el centro de San Pedro. Con una salvedad: la ley local impone que no se puede solo tomar, sino que también es obligatorio comer algo. Cosas de la prevención, con una sola excepción: el siempre lleno barcito Chela Cabur, el único con licencia para vender sólo alcohol (“chela” es la denominación popular de la cerveza). En los días de partido, como éste en el que nos toca estar en Atacama –y justo juegan Boca y Universidad de Chile– la pasión futbolística desborda de la vidriera para afuera y el coro de espectadores, sucesivamente entusiasta o decepcionado según las circunstancias– permite seguir sin mirar los vaivenes del partido.
MADONNA Y LADY GAGA Una de las formas más prácticas y relajadas de recorrer Atacama y sus alrededores es hacer base en los hoteles que ofrecen pensión completa y excursiones incluidas, lo que permite descansos al mediodía y por la noche, después de las visitas a los distintos atractivos de la región. A dos kilómetros del centro, el Kunza –un gran complejo en los bordes del pueblo, cuya construcción se mimetiza con el entorno agreste– suma a la propuesta cocina internacional con toque local y el acompañamiento de sus guías en las salidas. Con ellos partimos una mañana rumbo a la Quebrada de Jeré, regada por aguas que bajan de los Andes y permiten el cultivo de membrillos y granadas destinadas sobre todo a Calama y los hoteles de San Pedro. La primera parada es Toconao, un pueblito a 2600 metros de altura, todo plaza e iglesia con techo de madera de cardón y vigas de chañar. Pero la gran atracción, en este puñado de casas solitarias, son Madonna y Lady Gaga: no las dos estrellas excéntricas de la canción internacional, sino dos llamas bien amaestradas que salen del negocito de ramos generales para saludar a los turistas y posar con ellos, apelando al mismo profesionalismo de sus famosas homónimas. “Ven aquí Madonna, que la gente te quiere fotografiar”, la llama la dueña, y ella viene a paso lento sin negarse a una imagen más ni al abrazo entusiasmado de los chicos.
Toconao es lugar de paso para conocer la laguna Chaxa, formada por el ciclo hídrico del salar de Atacama, que comienza cuando las precipitaciones caídas sobre la cordillera se infiltran y fluyen subterráneamente hacia la parte baja de la cuenca. En su trayecto, el agua disuelve los minerales presentes –principalmente cloruro de sodio, carbonatos y sulfatos– y cuando el líquido llega al borde del salar aflora por el fuerte cambio de pendiente del terreno. Estos afloramientos son los que forman las lagunas situadas en los bordes del salar, en algunos casos asociadas –a pesar de la sal y el desierto– a la presencia de vegetación. Gran parte del volumen de agua que llega al borde del salar se evapora en ese lugar: el resto queda convertido en salmuera, y es lo que recarga lentamente el núcleo de esta gigantesca superficie blanca acumulada en montículos irregulares, como un mar de pequeñas olas encrespadas que llega hasta donde alcanza la vista. “Es sólo la punta del iceberg –advierte Sofía, la guía del Kunza–: para abajo, hay 1,5 kilómetro de sal.” Un mar seco y blanco que posee el 40 por ciento de la reserva mundial de litio, el componente esencial de las baterías que movilizan parte del mundo moderno... En los alrededores no se oye nada, sólo una leve brisa y el crujido de la sal –que a simple vista cuesta distinguir de la nieve– al ser pisada por los visitantes que se encaminan hacia el Mirador de los Flamencos. Es en esta parte de la laguna donde se reúnen las aves, reflejadas inmóviles en el agua con tanta precisión que se diría un espejismo. Sobre todo cuando el sol, ocultándose lentamente, tiñe de rojo las aguas e incendia el horizonte de montañas. Sólo la aparición a lo lejos de los dos ojos brillantes de un vehículo nos recuerda que se hace de noche y es hora de emprender el regreso, dejando nuevamente solo y silencioso el mundo de sal.
LAGUNA CEJAR Este mundo rodeado de volcanes alberga muchas más curiosidades. A pocos kilómetros de San Pedro se encuentra otra de ellas: es la laguna Cejar, un gran ojo de agua abierto en medio del desierto, contiguo a otra laguna que se puede bordear sin salir de los senderos para proteger la fauna. Llegamos en camioneta, pero como la distancia es corta otros eligen la bicicleta para recorrer los kilómetros que separan San Pedro de la laguna. La llaman “el Mar Muerto chileno”, y pronto vamos a descubrir por qué. Primero hay que tomar coraje y animarse a poner un pie en el agua, tan helada que hace perder sensibilidad: pero con coraje y aliento de parte de los que ya emprendieron la aventura primero, y aseguran que es imperdible, se puede avanzar unos metros hasta descubrir que, por esos milagros de la geotermia, el corazón de la laguna –allí donde ya no se hace pie– mana agua tan caliente que invita a quedarse abrazado por la líquida calidez. Más asombroso todavía, es imposible no flotar: tan alta es la concentración salina de las aguas que obliga a “rebotar” como si la laguna fuera un gigantesco colchón. Hoy no toca ver la laguna Cejar con el intenso color turquesa de otros días, pero los dichos resultan ciertos: la experiencia es imperdible, divertida y asombrosa. Todo termina con un picnic a orillas del agua, saboreando deliciosos productos locales después del baño.
Si la laguna Cejar se visita por la mañana, por la tarde es la hora del Valle de la Luna. Nuevamente, la distancia es corta desde el pueblo: apenas 17 kilómetros para entrar en el corazón de la Cordillera de la Sal, modelada por cientos de miles de años de inviernos altiplánicos,viento y agua. Aquí, en este mundo formado en un 90 por ciento de sal, se encuentran el desierto de Atacama y la cordillera de los Andes, y lo hacen en forma de piedra y arena, con texturas de otro planeta y vetas donde aparecen colores sorprendentes. Antes de formar parte de la Reserva Nacional de los Flamencos –explica Cristian, el guía que hoy designó el Kunza para acompañarnos– todo esto era territorio de mineros empeñados en el duro trabajo de la sal. Después pide caminar con precaución: en toda la zona hay filtraciones de agua, de modo que no hay que alejarse de los senderos, que –según explica– son administrados por las comunidades indígenas locales. Para ubicarse, estamos a sólo 170 kilómetros del Paso de Jama, que permite cruzar a Salta, y a sólo 50 del paso Hito Cajón, que lleva hasta territorio boliviano (y, después de unas seis horas, hasta el salar de Uyuni). La excursión al Valle de la Luna tiene tres puntos fuertes: la parada en los “Vigilantes” o las “Tres Marías”, una formación rocosa flanqueada por un refugio de mineros, de cuyas tres puntas sólo quedan dos porque la tercera fue rota por un visitante; la Cueva de la Sal, para caminar por un cañadón de roca salina por momentos tan estrecho que obliga a agacharse y recurrir a cualquier fuente de iluminación que haya a mano (flashes, celulares, iPads) para orientarse, y finalmente el Mirador de la Piedra del Coyote, con vista a un impresionante anfiteatro natural y a la cadena de volcanes que rodea Atacama. Presenciar el atardecer es un rito de visos mágicos: después de las primeras fotos sobre la audaz piedra colgante, después del brindis y de las conversaciones casuales con compañeros ocasionales de todas partes del mundo, se impone el silencio. El paisaje vira de los rojos del sol a los grises de la noche, el cerco se va estrechando y todos los relieves cambiantes del valle lunar finalmente se retiran para dar paso al reinado de la luna verdadera, que brilla alta allá en el cielo. Ese cielo examinado desde las alturas cercanas –aunque sean ínfimas en parámetros estelares– por el ojo siempre atento de los telescopios de Atacama.
TATIO, AGUA Y VAPOR El último día de estadía, cuando el cuerpo ya está acostumbrado a la altura, es el elegido para emprender una de las excursiones más esperadas. Es la travesía hasta los géiseres del Tatio, un campo geotérmico de 10 kilómetros cuadrados a 4300 metros de altura. Salimos del hotel tempranísimo, a las cinco de la mañana, cuando todavía es noche cerrada. Todo el ascenso será a oscuras: un par de horas después de la partida, finalmente arribamos al campo geotérmico, donde un oportuno termómetro marca con crudeza 15 grados. Unos metros más adelante llega el momento de bajar a esta especie de otro mundo envuelto en fumarolas, humo y vapor: el paisaje es entre fantasmagórico y atrapante. Las personas que caminan entre los géiseres son sólo sombras rodeadas de un halo blanco, mientras intentan atrapar en una imagen fija este entorno cambiante y huidizo que parece brotar de la nada y en la nada parece disolverse.
Poco a poco, vamos reconociendo que algunos géiseres tienen como un “horno” alrededor, formado por una roca volcánica llamada riolita, que se va disolviendo con el agua. Los géiseres más antiguos son los que tienen mayor formación de roca alrededor: otras veces, el géiser se extinguió y queda solo la geiserita, un mineral de sílice depositado por las aguas termales. Uno de los géiseres del Tatio es cíclico, es decir que expulsa el chorro de agua regularmente cada cuatro minutos; más temible, sin embargo, es el “géiser asesino”, un chorro bastante impresionante –el nombre ayuda– que causó la muerte de un turista imprudente. A pocos metros, sin temor alguno, varias personas se bañan en una pileta termal cuyo calor desafía el frío ambiente: poco a poco, cuando ya es bien de día, el frío amaina y con él aimanan también los chorros de vapor de los géiseres, porque la diferencia de temperatura con la atmósfera es cada vez menor. Lo que no disminuye es la magia: este lugar, tal vez uno de los más curiosos sobre la faz de la Tierra, queda grabado para siempre en los ojos y la memoria, con su peculiar olor azufroso y sus columnas de humo, revelador de los misterios que ocultan las entrañas de los Andes en los bordes del techo de América.
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