Dom 12.08.2012
turismo

LA HABANA. CIUDAD DE MúSICA

Latidos de cubanía

En la capital de Cuba, la fiesta, el baile y la música callejera son compañeros de la vida cotidiana. Crónica de un recorrido por los bares de jazz, la historia del cabaret Tropicana y los escenarios de la salsa en una ciudad que late al son de tambores, guitarras y canto. Y también, un paseo al otro lado de la bahía de La Habana para conocer la cultura negra del barrio de Guanabacoa.

› Por Julián Varsavsky

“Mami, ¡’tás pa’comerte toda y no dejar ni la salsita!”, le grita un moreno color azabache en La Habana Vieja a una mulata de largas trenzas que parece tallada por Miguel Angel en un bloque de chocolate. Sin detener su andar de pavo real, la escultural Venus caribeña le concede una mirada desafiante con media sonrisa y sigue su camino, dejando una estela de suspiros y comentarios sobre las orquídeas estampadas en sus calzas negras.

Bajo un cielo límpido y soleado, las casas de toda La Habana están de puertas y ventanas abiertas, con la gente parloteando de balcón a balcón. “¡Manicero no te vayas a dormir, sin venderme un cucurucho de maní!”, pregona y canta Bola de Nieve –“un negro triste que siempre está contento”, según se autodefinió el gran pianista y cantante– revivido desde un parlante en la ventana con barrotes de madera torneada de una casa colonial. La década del 50 nos envuelve como un sortilegio en una escenografía perfecta. Entonces paro un taxi y se detiene un Cadillac.

Me bajo en el Callejón de Hamel, barrio de Cayo Hueso, un pequeño pasaje de una cuadra sin salida cuyas casas están íntegramente pintadas con murales artísticos. Todo comenzó en 1992, cuando Salvador González vio la deteriorada fachada de la casa de un amigo y decidió comenzar a cambiarle el rostro al barrio. Uno a uno fue pintando los frentes con murales que cubren todo lo alto y ancho de las casas, edificios y hasta tanques de agua, como unidos por un continuo de imágenes que remiten a las religiones africanas. González sueña con “extender la obra por todo el barrio y convertir a Cayo Hueso en un templo de la cultura negra”.

Para muchos lo más interesante del Callejón de Hamel es la música y el baile de los domingos por la tarde, espontáneo, masivo y callejero: como les gusta a los cubanos. Varias cuadras antes de llegar al callejón ya resuena el rumor de una ensordecedora percusión que viene de Africa. Una vez allí descubrimos una especie de fiesta a cielo abierto con todos bailando frente a un escenario con una banda. Junto a un gran parlante una pareja baila abrazada, sacudiendo el torso y la cadera, como endiablados. Con sus cuerpos rozándose con natural lascivia, se salpican y provocan con soberana libertad. Al costado, diez chicas adolescentes –tempranamente encendidas– bailan en ronda atrayendo la atención de todos. Y cuando un estallido de tambores estremece la calle, las chicas alcanzan el éxtasis, un trance musical que les hace contonear sus flexibles caderas en círculo. Con frenéticas vibraciones descienden casi hasta rozar el suelo con las nalgas, desafiándose “a ver quién tiene más sabor”; luego suben de la misma manera –poco a poco– sin perder la postura ni la elegancia de su sensualidad.

Sobre el escenario un grupo de salsa –”timba” en términos cubanos– anima la fiesta. El cantante agita unas maracas a la altura de las sienes. Un percusionista con el torso desnudo bañado en sudor aprisiona entre sus rodillas esos tambores de la liturgia africana llamados batá. Su vecino, casi un niño, da precisos manotazos a los parches de cuero de buey de las tumbadoras. Y un trompetista sopla su instrumento inflando los mofletes a lo Dizzy Gillespie. La energía demoledora del grupo se completa con las congas, los bucúes y el requinto. “Música de cuero, huesos y metal; ¡música de materias elementales!”, la llamó Alejo Carpentier.

De la salsa al jazz, la cubanía musical inunda salas y calles.

MUSICA DE CABARET La leyenda del Tropicana, en el barrio habanero de Marianao, comenzó la noche de San Silvestre de 1939 en lo que había sido la antigua finca de un terrateniente. Aquel año, la viuda del rico hacendado decidió arrendar la propiedad al empresario ítalo-brasileño Víctor Correa, quien instaló un sencillo “night club”. El lugar conquistó el favor de los más selectos y pudientes, seducidos por el embrujo de la noche cubana. La presentación de la revista musical de nombre Congo-Pantera sería un hito durante la década del 40, protagonizada por Tania Leskova, quien provenía del Ballet Ruso de Montecarlo, al igual que el director artístico.

En los ’50, Tropicana se consolidó como “el cabaret más famoso del mundo”, con el aporte artístico de figuras como Carmen Miranda, Pedro Vargas, Nat King Cole y Josephine Baker (la célebre “Platanitos”, que bailaba semidesnuda cubierta por haces de bananas). Otro tanto ocurrió con cubanos como Rita Montaner, Ignacio “Bola de Nieve” y Omara Portuondo. El golpe militar de 1952 desencadenó la apoteosis del juego en Cuba, y La Habana llegó a ser conocida como “Las Vegas del Caribe” o “El Montecarlo de las Américas” a raíz de sus casinos y cabarets en manos de gangsteres de la mafia ítalo-norteamericana.

Con la llegada de la revolución en 1959, el juego y las apuestas fueron suprimidos, y se organizó en el cabaret una academia de bailarines y una escuela de alta cocina. Algunos pensaron que el fin del juego era el fin del Tropicana, pero la magia de las glamorosas superproducciones –similares en concepción y lujo a las de Las Vegas y el Lido de París– no hizo más que perfeccionarse.

Cada año 200 mil personas asisten al show, que culmina de la misma forma que antaño: con decenas de mulatas entre las mesas bailando como en las auténticas “descargas” callejeras de la isla, al ritmo del mambo. Un grupo de mulatas de antología –con esa explosiva mezcla de impronta africana con finos rasgos latinos– integra el elenco del cabaret Tropicana, instalado al aire libre en un contexto de exuberante selva tropical con árboles frutales y palmeras.

Un “cuba libre” y un habano, incluidos en la entrada, entonan la agradable espera en ese oasis nocturno bajo la luna del trópico. Al encenderse los reflectores, las rumberas aparecen a todo ritmo sobre unos altares ubicados a 15 metros de altura, entre la copa de los árboles. Unas ninfas salvajes bajan por las pasarelas aéreas camufladas entre el follaje, hasta un escenario semicircular que encierra al público.

Una bailarina se arroja al vacío desde 15 metros de altura para que cinco fibrosos negros la atajen con asombrosa precisión. Otras aparecen por detrás de los espectadores luciendo sombreros frutales y cuerpos perfectos, que desbordan el recinto al ritmo de los batá. No hay desnudos sino un insinuante erotismo que irradian los sensuales movimientos de bailarinas formadas en las prestigiosas escuelas de baile cubanas, donde confluyen el rigor académico y la espontánea tradición popular. De pronto una descarga de tambores excita las vibrantes caderas de las desenfrenadas diosas que, con sumo refinamiento, parecen rozar la silueta invisible de imaginarios amantes, sacudiéndose como endiabladas.

La orquesta frasea arreglos de viento a lo “big band” de jazz, introduciendo solos improvisados de piano y saxo que se combinan con pinceladas de ballet clásico y rituales de sincretismo religioso yoruba. Los músicos y cantantes galopan sobre el patrimonio sonoro completo de Cuba, incluyendo números de rumba, danzón, chachachá y trepidantes congas de carnaval con “corneta china”. Luego sobreviene la calma con una singular versión del bolero “Bésame mucho”, representado por bailarines que insinúan un triángulo amoroso.

Las diosas de ébano deslumbran con el brillo de su baile en las tablas del cabaret Tropicana.

BARRIO DE GUANABACOA Hay una Habana muy conocida, la del casco colonial, y otra con barrios que en las guías de turismo merecen apenas un párrafo de rigor. Esa Habana está del otro lado de la bahía, en el barrio de Guanabacoa, adonde se puede llegar navegando en la “lanchita de Regla”, en auto o en “guagua” colectiva.

Este barrio, bastión de religión afrocubana, surgió extramuros de la ciudad colonial. Hoy se respira allí un agradable aire pueblerino, casi la antítesis de cierto acoso al turista que hay en La Habana Vieja. En estos barrios periféricos tampoco hay edificios altos, así que la sensación de viaje en el tiempo tan característica de Cuba es aún más exacta. Claro que sin los caserones coloniales de La Habana Vieja ni el modernismo ecléctico de la década del 40 que la rodea, pero con autos que parecen aún más viejos y recauchutados que los del centro de la ciudad.

La mayoría de las casas de Guanabacoa son bajas, levantadas en el siglo XIX y comienzos del XX, e incluso las hay aun de madera con muy buena manufactura. La gente de estos barrios tiene por costumbre caminar por el medio de la calle. Y un viajero curioso dispuesto a salir a buscar esa otra Habana sabrá que ya está en Guanabacoa al sentir un trueno de tambores batás estallando en alguna de las casas templo del “barrio embrujado”, también conocido como “tierra de babalaos... donde a cada hora se sacrifica un gallo”.

Guanabacoa fue fundada como “Pueblo de indios” el 12 de junio de 1554 por edicto del Cabildo de San Cristóbal de La Habana. Sus primeros pobladores fueron indígenas libres dispersos por todo el país, concentrados en ese lugar para ejercer mayor control sobre ellos e inculcarles el catolicismo. Siglos después, a la esencia india y española se le agregó la negra. Es decir, llegaron los esclavos cimarrones o fugitivos que se refugiaban en los palenques, los territorios libres donde se reagrupaban.

¿Cómo puede un viajero sumergirse en el fascinante mundo de la santería yoruba de Guanabacoa? Por un lado, si uno observa con atención las casas de puertas casi siempre abiertas, es probable que vea un altar o algún trono de religión africana. También se cruzará con seguridad por la calle con personas vestidas totalmente de blanco que van a algún ritual. Pero para llevarse una estampa viva de la mística actual no hay fórmulas ni posibilidades concretas de tener éxito: se impone la necesidad de tejer estrategias intuitivas para llegar, por ejemplo, al hogar de Zenaida, que también es un Ile Ochá o “casa-templo”.

Zenaida es una mujer negra de 75 años con ojos de sabia, que nos guía por ese submundo extraño donde se realizan rituales al ritmo de los tambores, incluyendo sacrificios y trances profundos cuando un orisha ingresa en el cuerpo de una persona. En una habitación están las cazuelas donde se colocan las piedras, en las que moran los orishas. Cada piedra es de diferente forma, origen y color, y se corresponde con determinada deidad. Luego está el “comedero” donde se alimenta al santo. Allí se descubren una serie de platos de comida, plumas, dulces y bebidas con fórmulas exclusivas para cada deidad. La sangre de los animales sacrificados se vierte sobre la piedra del santo para alimentar la “vibración” que las mantiene vivas.

Para quienes no consigan entrar a una casa-templo, el Museo Municipal de Guanabacoa es mucho más que un buen consuelo. En las salas se exhiben los misteriosos santuarios que hay en las casas, así como altares de templos más sofisticados. Allí un guía explica que en Guanabacoa hay 25 organizaciones abacuá y 14 templos en casas particulares. Y cada organización tiene de 300 a 500 miembros. Al ser cultos que por tradición se practican puertas adentro, no se sabe a ciencia cierta cuántas personas los profesan.

El museo ofrece una “inmersión” en las prácticas politeístas de la santería yoruba procedente de los reinos de Togo, Dahomey y Nigeria, cuyos pobladores eran capturados y traídos a América en los barcos negreros. En su nuevo destino los obligaron a adorar el panteón católico, pero nunca abandonaron sus costumbres y creencias religiosas traídas de Africa. Es decir que la raza negra comenzó a simular el catolicismo trastrocando las imágenes. Por ejemplo, la de Santa Bárbara pasó a representar a Changó, mientras el santo con muletas y llagas en todo el cuerpo llamado San Lázaro fue llamado Babalú Ayé.

En Cuba existen dos religiones africanas, la Regla de Ochá y el Palo Monte, además de otras corrientes minoritarias. Una de las salas más llamativas del misterioso museo es precisamente la dedicada al culto de las Reglas Congas o Palo Monte: este culto llegó de Congo y Angola y se lo considera el más primitivo de todos. Lo practican los paleros, quienes adoran a la naturaleza y los espíritus a través de unos recipientes llamados “enganga”, donde clavan palos, una cabeza de toro con sus cuernos, espadas y algún hueso humano. En el museo se exhiben varios de esos impresionantes elementos rituales.

Según explica el guía, a una persona iniciada en esta religión se le practican pequeñas incisiones en la frente y la espalda, y el hilo de sangre que brote de su piel deberá caer en el recipiente para establecer la comunicación con los dioses que van a poseerla. En diferentes vitrinas se exhiben medios adivinatorios como conchas, caracolas y cáscaras de coco, amuletos protectores, collares y tambores rituales, además de los misteriosos tronos donde las estatuas de las deidades –que nunca se ven– están cubiertas por mantas de colores como fantasmas. En las paredes están dibujados los herméticos símbolos que sirven para descifrar los elementos de la naturaleza, y que el sacerdote utiliza tanto para conjurar el mal como para producirlo.

En Guanabacoa se da quizá la síntesis más profunda de la cubanía. Sus hijos ilustres, evocados en el Museo Municipal, fueron el legendario babalao Enriquito y los músicos Rita Montaner (quien inmortalizó “El manicero”), Bola de Nieve y el compositor Ernesto Lecuona.

El escritor habanero Miguel Barnet definió con justeza el significado profundo de la santería que late en Guanabacoa: “A veces se piensa que la Regla de Ochá o la Regla del Palo son simple y llanamente religiones con sistemas de adivinación, sin saber que hay detrás una riqueza literaria, musical y artística; una mitología africana que merece ser estudiada como la mitología romana y griega... una mitología que tanto ha determinado los arquetipos del cubano”.

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