Dom 26.08.2012
turismo

SALTA. FIESTA DE LA PACHAMAMA EN TOLAR GRANDE

Gracias a la tierra

Cada 31 de agosto se celebra en lo alto de la Puna salteña la fiesta de la Pachamama, el momento culminante del año en que los pobladores de Tolar Grande agradecen a la Madre Tierra la vida que brota de sus entrañas. Un sincretismo religioso que combina padrenuestros con el rito de “convidar” a la tierra.

› Por Julián Varsavsky

Fotos de Julian Varsavsky

Tolar Grande es un pueblito salteño perdido en la altiplanicie de la Cordillera de los Andes, en uno de los rincones más áridos y deshabitados de la Argentina. Sus 256 habitantes viven a 3500 metros de altura y a nueve horas de la capital de Salta. Hacia allí nos dirigimos para asistir a la Fiesta de la Pachamama, que se celebra cada 31 de agosto con una curiosa mezcla de religiones.

Luego de recorrer en camioneta el trayecto del Tren a la Nubes llegamos a San Antonio de los Cobres, donde los 3775 metros de altura nos laten en las sienes. A partir de aquí comienza la Puna, que atravesamos por el ripio de la Ruta 51 hasta los 4560 metros del Abra del Alto Chorrillo, el punto más alto de la travesía. Allí, donde no se ve otra cosa más que cerros pelados, nos detenemos para que el conductor haga su aporte a una apacheta, esas montañitas de piedras acumuladas por la gente que protegen a los viajeros en la cosmovisión kolla.

La ruta desciende hasta Olacapato, un pueblo de casas de adobe alrededor de una estación de tren abandonada. A esta hora, el único barcito tiene el baño clausurado porque aún no se descongelaron las cañerías de la helada nocturna. Luego de atravesar la Recta de la Paciencia –que cruza la nada– desembocamos en el Desierto del Diablo, una extensión de Atacama donde atravesamos una suerte de ondulado planeta rojo sin indicios de vida a la vista. Al dejar atrás el valle pasamos a otra dimensión extrema: la del radiante Salar del Diablo, una planicie en un gran vacío universal donde la mirada se desliza sin obstáculos por un blanco infinito.

Antes de llegar a Tolar Grande aparece en la lejanía el volcán Llullaillaco, de 6739 metros, donde se encontraron tres famosas momias incas, unas vírgenes ofrendadas al sol que se exhiben en el Museo de Alta Montaña (MAM), en Salta.

El chachero va al frente durante el ascenso al cerro, sahumando el ambiente en la inmensidad de la Puna.

LA FIESTA Llegamos a un Tolar Grande inusualmente alborotado con medio centenar de visitantes, muchísimo para el pueblo. La Fiesta de la Pachamama comienza a las cuatro de la tarde cada 31 de agosto, cuando una veintena de pobladores suben al Cerro Sagrado vestidos con poncho, pantalón de barracán, chulo de llama y ojotas de cuero, acarreando vasijas de cerámica con ofrendas para la Madre Tierra.

El nodo del que brota la energía de la fiesta es el Pozo de la Pachamama, un hoyo en el suelo donde se entierran ofrendas. En primer lugar se izan, al son del Himno Nacional, las banderas salteña, argentina y kolla. Luego de unas palabras del cacique entra en escena el chachero, la persona encargada de sahumar la celebración quemando arbustos de cha cha. El chachero está de rodillas sobre el suelo pedregoso, muy concentrado, ahuyentando los malos espíritus con el humo. Si deja que se produzca fuego, automáticamente se corta el humo y le cobran una “multa”, que consiste en hacer fondo blanco con un vaso de licor. A la tercera multa es cambiado por otro.

Con el ambiente bien sahumado y el polvo ventoso de la Puna entorpeciéndonos la mirada, el cacique comienza a destapar el pozo. Un cuchillo se clava en la tierra de cara al sol para que no salgan los malos espíritus enterrados. Luego las personas que el año anterior enterraron una botella de vino boca abajo retiran su ofrenda, esperando que se les cumpla lo pedido. Algunas están vacías y otras llenas: esto significa que la Pachamama tomó lo que necesitaba y devolvió lo que no le hacía falta. Para no despreciarla, entre todos se toma lo restante.

El viento frío nos da empujones fuertes por la espalda y un locutor, micrófono en mano, relata y a la vez dirige el ritual con el cacique. El momento central llega con los convidos a la tierra. El primero en ofrendar es el cacique, que reza en quechua y comienza arrojando en el pozo chorritos de siete bebidas alcohólicas: licores, vino, cerveza, chicha, whisky y fernet. De cada bebida tiene que probar un poco. Luego deja caer con sumo cuidado, formando un cuenco con las manos, hojas de coca, granos de maíz, yerba, carne charqueada, papas y tamales.

Todos los participantes de la fiesta –incluyendo los visitantes– son invitados a hacer su ofrenda, siempre de a dos: un hombre y una mujer. A los costados hay todo el tiempo dos personas, una sirviendo el alcohol en vasitos y otra entregando las hojas de coca a los que ofrendan. Las reglas del ritual son muy estrictas: primero pasa la comunidad kolla y después los invitados. Los convidos se hacen de rodillas en la tierra, nunca en cuclillas. Se ingresa por la izquierda y se sale por la derecha, y nadie puede pasar por delante de los que ofrendan. Los invitados deben pedirles “permiso” al cacique y a la comunidad y recién después arrodillarse.

Los cigarrillos se ofrendan encendidos, también de a dos, clavados en la tierra, para que la Pacha los fume: si se apagan no son bien recibidos y la persona no tendrá un buen año, mientras que si se consumen y queda una columna de ceniza –la Pacha “los fuma”– es porque uno está en comunión con la tierra.

Luego de hacer la ofrenda (pasan unas 25 parejas), a cada persona le colocan un par de yokis, unas pulseras ceremoniales de lana de vicuña “curadas” con sahumerios que sirven de protección. Los yokis son una marca de los pueblos andinos y se colocan de a pares en las muñecas y/o los tobillos, de acuerdo con la idea aborigen de la dualidad cósmica. Se las debe usar hasta que se caigan, o reemplazarlas por otras en la fiesta del año siguiente. Finalmente se cierra el pozo y comienza la música con una banda de sikus, charango, quena y erke. Todos bajan del cerro cantando y por la noche se hace una cena comunitaria con grupos folklóricos y baile.

Los tolareños llevan sus ofrendas a la Pachamama en señal de pedido y agradecimiento.

EL SINCRETISMO La fiesta está muy marcada por el sincretismo religioso. El rito en sí precede a la llegada de los españoles, pero lo interesante es que la mayoría de los participantes kollas se consideran católicos y toman elementos de la ritualidad cristiana. En cada casa el rito público de alimentar a la tierra se repite en forma privada y antes de comenzar se rezan padrenuestros y avemarías.

Tolar Grande tiene una iglesia sin cura, visitada de vez en cuando por los pobladores. Cada 8 de diciembre, día de la fiesta patronal, llega al pueblo por única vez un cura católico a oficiar juntos todos los bautismos del año, que pueden ser unos cuatro o cinco. El sacerdote insiste ante los fieles para que no le recen a la Pachamama, pero la gente le reza igual y se dirige a ella en voz alta. Como antes de emprender un viaje, cuando se le pide “Pachita, por favor, que lleguemos bien a destino”.

Cuando se les pregunta a los tolareños si la Pachamama es un dios, ellos responden unánimemente que no. De hecho, para la cosmovisión andina la Tierra no es un dios inmaterial (en quechua se carece incluso de la palabra dios) sino un gran cuerpo viviente y sagrado, del cual los humanos son parte. La Madre Tierra es entonces la fuente de la vida, donde si se planta una semilla sale una planta que da frutos, la que da el agua y los animales. Esa cosmovisión eco-sagrada, varias veces milenaria y mezclada con el catolicismo, perdura hoy en los pueblos andinos de América y su máxima expresión es la Fiesta de la Pachamama.

En medio de este sincretismo también hay lugar para los duendes, “almitas en pena” de niños que murieron sin bautizar, un miedo promovido por la Iglesia en el pasado, para que los aborígenes bautizaran a sus niños. Se dice en Tolar Grande que los duendes son almas que no descansan en paz y andan buscando un padrino que los bautice. Hacen travesuras y se llevan a los niños a jugar. También se les aparecen en la noche a los conductores en el asiento de atrás, tiran objetos para asustar a la gente y corren cosas de lugar. Un duende de cuya existencia nadie duda es el de la escuela, que está al lado de la comisaría. Más de una vez las maestras que duermen allí sintieron el ruido de una silla que se cae y llamaron a sus vecinos –los policías– para que fuesen a ver. Pero los oficiales se negaron “porque ahí está el duende”.

Flavio Quipildor, de 34 años, cuenta que una vez en la montaña se le apareció un duende: “Me preguntó si podía ser su padrino y yo le dije que sí; entonces salió corriendo y se escondió detrás de un arbusto de tola tola. Cuando me acerqué encontré cenizas y unos huesitos, es decir que ya descansaba en paz”.

El Cono de Arita también fue un lugar sagrado para los aborígenes de antaño.

¿ACEPTAR TURISTAS? En 2006 el concejo kolla del pueblo, con su cacique elegido por votación, debatió si convenía o no abrirse al turismo. Poco antes había tocado la puerta de la municipalidad José Piu –recién recibido de licenciado en Turismo–, quien le propuso al intendente el plan de desarrollo que era su tesis de graduación. La otra alternativa era la minería, de modo que se sometió el dilema a la consulta popular. El resultado fue “no a la minería” y la proclamación como “municipio turístico de aventura y comunidad kolla”.

También por decisión comunal se votó que las fiestas del pueblo abiertas al turismo serían la de la Pachamama y el ascenso ceremonial al cerro Macón (para no más de 60 visitantes), mientras la fiesta patronal y el Carnaval serían cerrados. “Nunca los visitantes tienen que ser más que nosotros”, es la consigna. Para José Piu, la idea es que los visitantes no lleguen a Tolar Grande con la postura de “qué lástima los kollitas, mirá dónde viven...”, sino que puedan observar que allí la gente pasa su vida como en otros lugares, orgullosa de su cultura.

Flavio Quipildor y María Casimiro –nuestros anfitriones en la casa donde pasamos la noche– conversan con nosotros mirando un noticiero de Buenos Aires por DirecTV. Y relatan con cierta congoja que ellos siempre le piden a la Pachamama por nosotros.

–¿Por nosotros? ¿Y por qué? –les pregunto, algo desorientado.

–Sí, por ustedes los porteños. Por lo mal que viven allá y lo peligroso que es –me dice Quipildor con una inocencia sin ironía, desde su confortable casita en el rincón más apartado de la Puna, en el reino del viento y la soledad.

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