SAN JUAN. PAISAJES CON TRADICIóN Y AVENTURA
Un circuito sanjuanino de varios días para conocer el Valle de la Luna, de día y de noche, recorriendo sus circuitos tradicionales y alternativos. Siguiendo con la Difunta Correa, la Cuesta del Viento y el Valle de Calingasta, sólo algunas de las muchas caras de una provincia sorprendente.
› Por Julián Varsavsky
La estrella turística de San Juan es el Valle de la Luna, con las famosas figuras de roca que le ponen significado al de-sierto. Pero muchos otros lugares de la provincia justifican salir de gira por sus rutas, desde el particular misticismo del santuario de la Difunta Correa hasta los paisajes a pura acción que brindan un rafting en Rodeo o el trekking en Cuesta del Viento. A continuación, un itinerario sanjuanino para explorar durante esta primavera los recovecos del mapa, conociendo lo clásico pero también lo alternativo.
A LA RUTA De Buenos Aires a San Juan capital hay 1200 kilómetros, que se pueden hacer de un tirón o parando en provincias intermedias como Córdoba o San Luis. El punto de partida para una gira sanjuanina es la ciudad capital, donde conviene pasar una noche y partir a la mañana siguiente, visitando antes alguna bodega, la casa natal de Sarmiento (donde sobrevive la famosa higuera y existe aún el telar de doña Paula Albarracín) y el Museo de Ciencias Naturales.
Este museo, pequeño y ameno, merece una atención particular: grandes colecciones y universidades del mundo darían cualquier cosa por tener en sus vitrinas al menos una de las piezas que se exhiben aquí, hallazgos únicos surgidos de las entrañas de la tierra sanjuanina. La visita guiada es un buen pasaporte para entender el valor paleontológico del Valle de la Luna: los principales hallazgos del sitio están en este museo, incluyendo una muestra completa de los esqueletos fosilizados que explican la evolución de los dinosaurios desde su aparición sobre la Tierra, en el Triásico. El panorama, bien abarcativo, comienza por los más pequeños –como el Eoraptor Lunensis, de sólo 1,20 metro de altura– hasta los más impresionantes, como el Herrerasaurus, que medía cuatro metros de largo.
Terminada la visita urbana, ya se puede partir hacia el nordeste por la RN141 con destino a Valle Fértil, parando antes en el santuario de la Difunta Correa en Vallecitos, 60 kilómetros al este de la capital. Al pie del santuario hay trece capillas nacidas gracias a las más variopintas donaciones: allí se deja la mayoría de las ofrendas a esta santa popular, no reconocida por la Iglesia Católica. Las paredes exteriores de las capillas están cubiertas hasta el último centímetro con chapitas en agradecimiento de milagros, mientras los interiores también se ven desbordantes de ofrendas hasta el techo.
En la búsqueda de cierto orden, las capillas están divididas con relativa coherencia según los ramos. Así una se dedica por ejemplo al deporte, aunque no en forma exclusiva, y muestra en el interior una profusión barroca de trofeos de campeón, medallas de natación, banderas de clubes de barrio y botines de goleador. En la capilla del transporte están, además de los camioncitos y autitos de rigor, licencias de conducir e incluso fotos de autos recortadas de un folleto: evidentemente, un pedido por cumplir. En otra, miles de jóvenes donaron vestidos blancos que cuelgan de sus respectivas perchas, llenando la capilla de las novias.
Más que misticismo, se desprende de muchas de las capillas un aire de cambalache, donde la Biblia y el calefón son reemplazados por una especie de rincón musical que hace convivir el disco de oro de Adrián y los Dados Negros con mandolinas, contrabajos cubiertos de polvo, arpas, guitarras apiladas con las cuerdas retorcidas, quenas andinas, violines y una bomba de agua. A unos metros, en la misma capilla, hubo quien dejó a su caniche blanco embalsamado, mientras a un costado hay una estatuilla de San Ceferino y al otro una foto del Potro Rodrigo. En esta capilla el lugar dedicado al deporte es un rincón donde se apilan botas de esquí, raquetas de tenis sin encordado, paletas, bochas, bolas de bowling y bastones de hockey, esquí y golf. Y más allá, una máquina Polaroid y un par de boleadoras.
AL VALLE DE LA LUNA Pasando el río Bermejo hay que tomar rumbo norte por la RP 510 hacia Valle Fértil, donde conviene pasar la segunda noche para visitar al día siguiente el Valle de la Luna. Este singular sitio se recorre con vehículo propio, en grupos guiados que salen cada media hora. El recorrido habitual dura tres horas y media, aunque para llevarse una visión más completa de este parque provincial lo ideal es hacer un trekking al cerro Morado. Además de disfrutar de la caminata solitaria por un ambiente intacto desde los tiempos del Triásico, esta alternativa ofrece una vista panorámica general imposible de lograr desde otro lado.
Al cerro Morado, situado en el sector sudeste del parque, sólo se puede acceder con un guía oficial (consultar en la oficina del guardaparques, donde siempre están disponibles para salir con los visitantes). Una vez en la base del cerro, al mirar hacia arriba se ve claramente que este afloramiento rocoso fue tiempo atrás un volcán. Por eso está coronado con pura roca basáltica, es decir, lava enfriada, cuyo color, en este caso, es morado oscuro.
La caminata suma 10 kilómetros entre ida y vuelta, una distancia que requiere unas tres horas en total, subiendo desde los 1350 hasta los 1800 msnm. Al principio proliferan los rectos cardones, con sus vistosas flores blancas. Pero el último tramo de la subida es el más empinado: el sol se hace sentir y el esfuerzo resulta notable para quienes no tengan un estado físico aceptable. Sin embargo, la panorámica en la cima compensa el cansancio. Desde una especie de balcón natural se ve completo el Valle de la Luna, una imagen imposible en la excursión tradicional. A la derecha están las Barrancas Coloradas y a la izquierda se ve la característica geológica principal de este valle: una serie de capas sedimentarias del Triásico, que estaban superpuestas, brotaron de lo profundo de la tierra y se derramaron como un mazo de cartas caído de costado. Es decir que solamente desde aquí se puede entender la geología del lugar. En la lejanía se ven las líneas de fuga de las rutas de asfalto, las sierras de Valle Fértil y los paredones gigantes del Parque Nacional Talampaya.
UNA NOCHE EN EL TRIASICO El lugar más interesante para esperar la salida de la luna llena en el Valle de la Luna es el Submarino. Durante el ocaso la gran muralla de los Colorados se enciende de rojo en la lejanía, mientras detrás comienza a asomarse el disco perfecto de la luna, cuyo movimiento continuo se puede captar con la vista mientras se eleva justo entre las dos torres periscópicas del Submarino. La luminosidad es tal que no hace falta usar linterna ni hay peligro alguno de tropezar.
La siguiente estación de la visita nocturna es el Campo de Bochas, el sector del Parque que mejor reproduce el ambiente lunar. En la caminata hacia el Campo de Bochas se pasa por la Esfinge, cuyo perfil oscuro en la noche recuerda a los felinos de cabeza humana que tallaban los egipcios. Luego aparecen junto al sendero singulares formaciones de arena de forma helicoidal, un cerro de frente triangular y montones de “honguitos”, como se conoce coloquialmente a esas formaciones tan características del Valle de la Luna que tienen una fina columna de arena sosteniendo en la punta una piedra chata. En este caso son “hongos” miniatura, que más adelante aparecen en versión gigante.
En la noche las formaciones del parque se ven totalmente negras, con el contorno recortado contra el cielo lleno de estrellas. A esas horas la sensación de viaje en el tiempo hacia remotas eras geológicas es aún más pronunciada que en el día, y no sorprendería que en cualquier momento un dinosaurio amistoso se acercara a ver quién anda merodeando por su reino.
CUESTA DEL VIENTO Luego de visitar Ischigualasto se puede volver a dormir en Valle Fértil, o seguir viaje hacia el pueblo de Rodeo, 320 kilómetros al noroeste. En esta localidad se puede pernoctar en alguna de las hosterías, campings y complejos de cabañas que sirven de base para recorrer la Cuesta del Viento, darse un baño en las termas de Pismanta o practicar deportes de aventura como mountain bike, cabalgatas, paseos en 4x4, salidas de pesca, trekking y bajadas de rafting por el río Jáchal.
La cuarta jornada es el día para visitar los alrededores de Rodeo. El sitio más interesante es el dique Cuesta del Viento. Cualquier viajero un poco desorientado podría llegar hasta aquí y pensar que está frente al famoso Valle de la Luna inundado por un gran diluvio, pero se trata de un ventoso lago artificial, un raro “paisaje nuevo” originado hace quince años por la construcción del dique, que por un azar de la intervención humana conformó uno de los panoramas más sorprendentes de la Argentina.
Al llegar por la ruta la Cuesta del Viento aparece de repente: inmenso y radiante, es un extraño valle que combina la aridez de un paisaje lunar con la transparencia de aguas caribeñas. Dentro del lago, rodeado por montañas de más de 5000 metros, sobresalen peñones solitarios cuyos rectos paredones parecen una fortaleza sumergida a medias. Algunos tienen extrañas formas helicoidales, y desde lejos alimentan la ilusión de que una Atlántida en ruinas sobresale apenas por encima de las aguas. Al fondo del paisaje, unos rojizos vendavales de arena se elevan en remolinos hasta el cielo.
A cinco kilómetros del dique Cuesta del Viento se hacen bajadas de rafting por el río Jáchal. Esta aventura a bordo de un gomón comienza en un estrecho cañón de seis metros de ancho con paredones de 25 metros de alto. El Jáchal es un río de humor variable, que por momentos explota de furia en concéntricos remolinos y al instante se apacigua en felices remansos.
Es considerado nivel de complejidad 3 y 3+, apto para inexpertos. El trecho del vertiginoso paseo mide doce kilómetros, que se recorren en una hora, alcanzando los 40 kilómetros por hora.
EL VALLE DE CALINGASTA El siguiente paso de este periplo sanjuanino toma la Ruta Nacional 40 hasta Talacasto y luego la 149 hasta el Valle de Calingasta, ubicado en el vértice sudoeste del mapa de San Juan, a 180 kilómetros de la capital provincial. El valle está surcado por ríos y acequias rodeados de picos nevados, como el cerro Mercedario (6770 metros) y el descomunal Aconcagua (6960 metros).
El centro turístico del valle es su zona sur, en la apacible localidad de Barreal, un pueblo con calles de tierra flanqueadas por rectos álamos y refrescantes acequias con agua de deshielos, al pie del Cordón de Ansilta. Esta villa turística tiene complejos de cabañas, hosterías y campings, además de prestadores de servicios turísticos de aventura (cabalgatas, carrovelismo, rafting y trekking).
A 40 kilómetros del pueblo está el Parque Nacional El Leoncito, en cuyo predio se puede visitar un complejo astronómico con dos observatorios telescópicos ubicados estratégicamente a 2552 metros sobre el nivel del mar, en una zona que se distingue por tener un cielo diáfano y sin polución durante casi 300 días al año.
Junto al Parque Nacional está el Barreal, que le da nombre al pueblo, una reseca planicie sedimentaria de catorce kilómetros de largo por cinco de ancho, donde hace varios millones de años existió un lago. El lugar es extrañísimo, de color blanco radiante, con algo de paisaje lunar. No hay un solo arbusto ni una rama seca y solamente se vislumbra un suelo liso, con resquebrajamientos pentagonales que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña. Este punto es el fin de la gira sanjuanina, que en un puñado de días ofrece aventuras, paisajes, tranquilidad sin fin e historia, todo casi en el mismo lugar.
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