DIARIO DE VIAJE. LA CHICANA EN CHINA
Acho Estol, compositor y guitarrista del grupo La Chicana, visitó China tres veces con su banda, y luego de tocar se fue de viaje. Con su pluma de poeta tanguero, relató sus vivencias en un librito que se publicará con un disco en vivo: La Gran Muralla, una fraudulenta visita a los templos de Shaolín y el Ejército de Terracota de Xian.
› Por Acho Estol
Yo creo que fue un sueño. Al día siguiente de llegar a Beijing por primera vez –con la resaca del viaje a las antípodas aún encima– nos llevaron insomnes a tocar en la Muralla China. El show era de espaldas a la muralla –tremenda serpiente de piedra que se perdía en la montaña– para un público muy ordenado de escolares, granjeros, soldados y marineros sentados en pequeños banquitos bajo el sol radiante de la mañana. Nuestra intérprete era Margarita, una niña china de edad indefinible, entre catorce y veinticuatro, que hablaba español como una condesa de Castilla (...).
En Beijing paseamos por los callejones húmedos de los suburbios donde ancianos vendedores de instrumentos musicales baratos comían brochetas de pajaritos a la vera aromática de un baño público. También fuimos a los parques detrás de la Ciudad Prohibida, donde los altoparlantes omnipresentes tapaban a los pajaritos con música pop china pasteurizada y unos ancianos practicaban hanzi –caligrafía– con grandes pinceles que mojaban en baldes de agua para escribir poemas en las baldosas bajo un sol que evaporaba los caracteres tras pocos segundos.
Llegó el día de despedirnos de Margarita en la estación de trenes más grande de Asia. Ella sacó nuestros boletos escurriéndose como una gimnasta entre la muchedumbre que sitiaba la boletería sin formar fila alguna. Cuando Margarita hablaba en chino, especialmente en una situación administrativa, su tono se despojaba de su extrema suavidad y lo hacía en uno tan duro y severo –con ese enojo tonal del idioma mandarín– que parecía el Mr. Hyde de su castellano de marquesa toledana.
Nos despedimos en la que debía ser por lógica la sala de espera más grande de Asia. La escena era maravillosa y dantesca: miles de personas, familias, niños, ancianos y animales domésticos y de granja, comiendo, durmiendo, corriendo, jugando, gritando, hablando, pensando, leyendo, jugando mahjong y acampando en esa sala de espera acromegálica.
BUDAS EN LA PIEDRA La primera parada fue la ciudad de Luoyang, después de una noche de tren. Allí un taxista telépata sabía exactamente cuál era el hotel indicado para nuestro gusto y billetera. Nadie hablaba una palabra de inglés. La recepcionista del hotel, si bien contestó “yes” a “Do you speak english?”, después sólo sonreía huecamente y repetía “yes” a cada pregunta.
En las afueras de la ciudad, sobre el río Amarillo, estaba Longmen Shiku: un kilómetro de acantilado con miles de imágenes de Buda de todos tamaños talladas en la roca durante la dinastía Tang, hace mil trescientos años.
Tomamos un taxi rumbo a Longmen Shiku que arrancó a doscientos kilómetros por hora. Rápidamente consulté mi libro de frases chinas e intenté decirle que no había apuro. El hombre aminoró la marcha pero en seguida pegó unas curvas desconcertantes y se alejó de la ciudad por unos caminos polvorientos que nos llevaron al campo.
Habíamos andado varios minutos cuando Lola empezó a preocuparse y el conductor detuvo el auto sin razón aparente en medio de un infinito campo de arroz. Pensando que quizá nos iba a descuartizar, Lola se bajó del auto aún en movimiento lista para huir a campo traviesa (estoy exagerando un poco). Pero simplemente el chofer le pagó unos yuanes a una señora sentada a la vera de la ruta, quien nos tranquilizó con una sonrisa. “Longmen shiku”, dijo, señalando al taxista que también sonreía.
La señora era el peaje alternativo. Porque el taxista había tomado el camino alternativo, más largo pero con peaje más barato, tal vez porque le dije –en mi torpe mandarín– que fuéramos por el camino más largo, como paseando, en vez de decirle que no fuera tan rápido.
En el acantilado de los Budas el mayor impacto llegaba por una ausencia: a miles de Budas les faltaba la cabeza. Las esculturas más grandes –imponentes, de 18 metros– estaban intactas, pero los Budas más chicos tenían la cabeza cortada, mutilados por los ingleses en los saqueos de la guerra del opio.
TEMPLOS DE SHAOLIN Adepto de grande a las películas chinas de artes marciales, de chico me había deslumbrado la serie Kung Fu. A Lola también le gustaba Kwai Chang Caine, el personaje pensado para Bruce Lee y que le dio fama al simpático de Carradine. Sabíamos que ni un solo fotograma de la serie había sido filmado en Shaolín –nuestro siguiente destino– pero al menos estaba claro que los guionistas californianos habían elegido bien el nombre del templo milenario donde aprendió sus habilidades el protagonista.
Para llegar a destino preguntamos en la estación de trenes de Luoyang: “¿Shaolín?, ¿Shaolín?”. Y encontramos un guía de sonrisa fácil y camisa de jean que nos prometió “Shaolín, Shaolín” con mucha convicción. Nos vendió los boletos y nos condujo a una combi destartalada donde esperaban varios chinos que querían, como nosotros, pasar el día en la montaña, entre los famosos templos.
Pero después de andar una hora no nos habíamos acercado siquiera a las montañas y la combi paró en un parque de diversiones en el medio de la nada. Allí nos llevaron a una recreación de la Muralla China con maniquíes de soldados del emperador apostados a todo lo largo del diorama. También había ambientes selváticos con mandriles mecánicos que se activaban a nuestro paso y un trompeteo de elefantes magnetofónicos que llegaba de la distancia. Todo el mantenimiento del parque había cesado unas dos décadas atrás. Absolutamente todo era de cartón despintado y estaba cubierto por una capa de polvo.
Volvimos a la combi y a la ruta pero la escena se repitió casi calcada en la siguiente parada: estábamos en otro parque de diversiones semiabandonado al costado de la ruta, con unos carritos eléctricos chispeantes que simulaban una travesía por el Gran Canal de Venecia (que no era agua sino plástico verde).
Antes del siguiente déjà vu nos avivamos: era todo una inocente estafa. Con la excusa del templo de Shaolín vendían a los interesados un tour infame por estos parques setentosos de empleados somnolientos.
En una de las paradas el simpático de la camisa de jean había desaparecido y nunca lo volvimos a ver. Otro, parecido pero más flaquito, había tomado su lugar con total impunidad. Los turistas chinos que iban con nosotros ya se habían dado cuenta de todo y habían protestado media hora antes. Yo tendía hacia la paciencia: divertido por los parques de diversión abandonados que Bradbury no soñaría jamás y convencido de que llegaríamos en algún momento a nuestro objetivo, sentía unas ganas taoístas de fluir con la experiencia. Pero Lola tenía algo que decirle al nuevo guía, aparentemente inimputable. En la siguiente parada se le acercó a unos centímetros de la cara, le mostró los boletos y enardecida le habló con poco dominio del mandarín pero mucho lenguaje corporal: “¡Shaolín! ¡Shaolín! ¡Shaolín! ¡Shaolín! ¡Shaolín! ¡Shaolín! ¡SHAOLIN!”, mientras rompía los boletos en pedacitos y los arrojaba en una nevada alegre sobre el guía, que sonreía culposo.
Un par de horas después estábamos en el salón de los monjes del principal templo de Shaolín, fundado por el monje Bodhidarma en el siglo IV, un hito taoísta y cuna del Wushu, el conjunto de artes marciales chinas conocido en Occidente como Kung Fu.
En el fresco atardecer vimos pasar decenas de niños monjes, alegres en el entrenamiento, trotando con sus túnicas naranjas por caminos con grandes campanas y gongs de enormes badajos cuyos tañidos reverberaban en las montañas por varios minutos.
RUMBO A XIAN Volvimos al tren rumbo a Xian. Ibamos en la categoría cama blanda –las otras eran cama dura, asiento blando y asiento duro–, que era un camarote para cuatro personas con un florerito y una termojarra de té. El vagón de cama dura tenía varias filas de tres camas encimadas, como en la colimba.
Xian es una ciudad común, bastante cosmopolita, con universidades prestigiosas e industrias tecnológicas de punta que disimulan su mayor secreto: fue en un momento la ciudad más importante del mundo, el comienzo de la Ruta de la Seda, capital de doce dinastías y centro político de China durante mil años. La razón de estar allí era conocer la tumba del emperador Ching Shi Huang, de dos mil años de antigüedad, con su famoso Ejército de Terracota.
En la estación quisimos asegurarnos nuestros boletos de vuelta a Beijing. Un boletero gordo y antipático nos ladró que no había nada por una semana, expulsándonos de su ventanilla. Justo detrás en la cola había un chino flaco y simpático con bigote ancho y blazer príncipe de Gales. “Black market”, me dijo con una sonrisa. Y sentí pasar una corriente eléctrica de corrupción entre él y el boletero –que nos miraba furtivamente–, haciéndome sentir como en casa.
Dos horas después el flaco llegaba a nuestro hotel. “Many business today”, dijo mientras se frotaba las manos con el ceño fruncido. Nos vendió boletos para el día que queríamos en cama dura. Nos costaron el doble, pero el día de subir al tren comprobamos que al menos eran auténticos, cosa que habíamos puesto en duda seriamente.
Xian se nos impuso por su belleza y su densidad cultural en los callejones del barrio musulmán, un laberinto peatonal con anticuarios sublimes y una mezquita de arquitectura árabe-china del siglo VIII.
Los guerreros de terracota nos dejaron una sensación de vacío, de muerte. En una de las enormes fosas abiertas hay seis mil de ellos, todos con caras diferentes, con distintos peinados y barbas, de diversas etnias y edades, mirando hacia la nada con sus ojos vacíos. Dicen que los artesanos que modelaron los soldados se copiaban las caras entre ellos, pero vimos veteranos y novatos, cobardes y valientes, como en un verdadero ejército.
Caminamos por la zona y subimos a una colina por un camino decorado con réplicas de los soldados pintadas en los chillones colores que se supone eran los originales. Desde la cima de ese monte vimos campos de arroz, campesinos en sus labores y un pequeño rectángulo de un par de metros donde trabajaban unos arqueólogos.
Ese monte es una colina artificial sobre la tumba del emperador y sólo se ha excavado una pequeña parte. La tumba propiamente dicha se reserva para ser abierta en el futuro, cuando mejores técnicas de conservación impidan la destrucción de ciertos materiales al contacto con el aire. El emperador Ching Shi Huang –el gran unificador, el virtual creador de la nación china– seguía su sueño imperturbable bajo nuestros pies.
Unos años después, cuando otra gira musical nos llevó a Londres, en el Museo Victoria & Albert vimos una cabeza china que me resultó familiar. Nos acercamos y tenía una expresión especialmente humana. Cuando me di cuenta miré a Lola. Ella también había entendido y tenía lágrimas en los ojos: era una de las cabezas de Buda robadas en el acantilado de Longmen –donde había sido esculpida en el siglo VIII– cuyo cuerpo decapitado habíamos visto, tal vez, aquella tarde del taxista adepto a la velocidad.
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