BUENOS AIRES. ORENSE Y PUNTA DESNUDEZ
En el sur de la provincia de Buenos Aires, el hotel Punta Desnudez desafía los médanos y se inserta en el paisaje playero del balneario Orense, donde todo es silencio y naturaleza atlántica. Un mundo agreste afuera y cálido por dentro, donde el paisaje marítimo se cuela por todas las ventanas.
› Por Adriana Meyer
Fotos de Gush Lattanzi.
El provocativo nombre seduce de inmediato en la búsqueda de tranquilos destinos sobre la costa. El viento sudeste aún sopla fuerte en la costanera, entonces parece un buen refugio la construcción más antigua del balneario, de estilo inglés y elevada sobre pilotes, devenida centro de información y biblioteca Francisco Hurtado (dueño de esa primera edificación de los años ’30, donada para que no fuera derrumbada cuando se loteó la zona). Allí se cae la sugestión cuando nos enteramos de que el topógrafo encargado del primer mapa eligió ponerle al lugar Punta Desnudez porque le pareció descriptivo de este “despojado accidente geográfico”.
A pocos metros, sobre la brevísima costanera, surgió hace poco más de una década el hotel Punta Desnudez y cambió la dinámica del pueblo de Orense, ubicado 14 kilómetros tierra adentro por un camino consolidado. La idea era que pareciera un casco de estancia reciclado, con una fachada que buscó no desentonar con las casas originarias, la mayoría de las cuales iba quedando tapada por los médanos. Cuentan que un verano, Hurtado encontró la suya cubierta por la arena y que igual vacacionó allí luego de abrir un hueco para entrar y tapiar las ventanas con madera. En la década del ’50 forestaron el Médano 40, cuyo nombre se refiere a los metros iniciales de la duna viva que lograron fijar con vegetación. Así Orense playa resurgió a poca distancia, y fue creciendo cuando comenzaron a elegirla por su limpia playa, sus aguas no tan heladas como en el resto de la Costa Atlántica, y sus calles sin asfalto ni contaminación visual.
Si nos olvidamos los cortinados de la habitación abiertos despertaremos con la vista del amanecer sobre el mar y el sonido de las olas. Momento perfecto para una caminata exploratoria sobre la arena aún fría, para ir descubriendo la playa que se despliega entre dos inmensas cadenas de dunas vivas. Luego de un primer chapuzón, que nos recuerda la alta salinidad en estas latitudes, estiramos el cuerpo en la estructura del balneario del hotel, donde más tarde nos hundiremos en la lectura y la contemplación sin perturbaciones. Habrá espacio para todos, los activos, los relajados, los chicos (que por la forma de la playa difícilmente se pierdan), los deportistas; salvo para los vehículos, que tienen otro sector, y los vendedores vociferantes.
DE CASA A HOTEL En caso de levantarnos tarde, mejor soslayar la abundancia del desayuno –que se anuncia internacional, con toques sofisticados como la posibilidad de prepararnos un té de Oolong– porque la variada oferta de comidas se repetirá a la hora del almuerzo y de la cena, ambos tipo buffet con comidas tanto caseras como gourmet. El almuerzo se servirá en la barra y el deck de la piscina, pero en caso de no tener pensión incluida hay otras opciones en la pequeña villa y sobre la costa.
Los propietarios del Punta Desnudez son oriundos de la zona, y tras vivir varios años en Marruecos y otros países construyeron en este balneario su casa de vacaciones. Cada temporada les preguntaban si alquilaban sus habitaciones o los caballos que habían comprado para los chicos, entonces decidieron invertir en un hotel. “Había datos concretos, el agua es seis grados más cálida que en Necochea o Mar del Plata”, cuentan sobre el inicio, hace doce años. Desde entonces, un centenar de nuevos dueños se instaló en Punta Desnudez. En invierno reciben contingentes –clubes y particulares– para travesías en cuatriciclos y vehículos 4x4, y ha funcionado como locación de series y películas. La clave es el contraste entre lo agreste del entorno y el confort puertas adentro: “Es tranquilo y limpio porque lo cuidamos, si vienen con rifles o gomeras los echamos. Los cuatriciclos tiene que ir despacio y con casco”, dicen. Y es cierto, pero este año se ven menos por un hecho fortuito: no apareció quien los alquilaba. Y los que están se desquitan en los médanos, donde rompen la débil vegetación de las estepas intermedias.
En los pocos comercios que hay en Punta Desnudez (que algunos prefieren llamar Balneario Orense quizá por vergüenza, aunque no se trate de una localidad nudista), donde hay dos boliches, pero ninguna panadería, dejaron de entregar bolsas plásticas y anuncian las diez propuestas del movimiento Surfrider para mantener las playas limpias y no transitarlas con vehículos. En pocos días la campaña parece tener efecto cuando empiezan a verse bolsos reutilizables azules con la consigna “Yo amo mi playa”. Sin embargo, donde empieza la cadena medanosa hacia el norte bajan sin pausa cantidad de camionetas y cuatris. “Es difícil, pero el desafío es armonizar la actividad que nos trae recursos con el cuidado y la esencia del lugar”, dice una orensana. Y sus palabras resuenan mientras nos llevan a toda velocidad por la playa hacia el arroyo Cristiano Muerto, límite natural entre los partidos de Tres Arroyos y San Cayetano. La opción es frenar, apagar el motor y quedarnos quietos para acercarnos a las gaviotas sólo con la lente de la cámara.
Si la idea es pescar (pejerreyes, meros o corvinas) se puede llegar embarcado a los saltos de pesca o en kayak. Como suele suceder, a la tarde el viento rota al sudeste y se vuelve más intenso. De regreso preferimos el reparo de los médanos, a pie entre cortaderas y pajas bravas, para así pasar por uno de los bosques de pinos más grandes de la zona, Huinca Loo.
TARDES DE HOTEL Mientras tanto, en el hotel los más chicos disfrutan de alternativas para las tardes de sudestada: les instalaron una pantalla gigante para juegos virtuales en medio de la recepción, y allí se quedan fascinados sobre una alfombra persa donde esa noche verán junto a los grandes el superclásico del verano mientras cenan. Otros prefieren paseos en bicicletas o a caballo, a su medida, por los senderos arbolados que dan reparo. En la villa –nacida en 1921 y hoy extendida a 220 casas y 31 habitantes estables, con el infaltable camping– se puede visitar la Gruta de la Virgen de Lourdes y la Capilla de Nuestra Señora de Fátima; o quizá subir al Médano 40 para obtener la clásica postal panorámica.
El grupo de guardavidas, liderado por Juan Alvarez Fernández, bien equipado y alerta, hace de guía turístico y hasta de consultor meteorológico. “Les digo a los chicos que tienen que saber responder sobre las mareas, los cambios del viento, el tiempo, las aguavivas que a veces traen las corrientes cálidas y hasta cómo llegar a los arroyos cercanos”, dice Juan mientras acaricia a Luna, la perra golden que lo acompaña, pero que no puede bajar al sector de baño de la playa. Si encuentran pingüinos lastimados o lobitos que se pierden luego de una tormenta, le avisan a Cachi Canale, el guardafauna, que recorre la costa desde temprano levantando todo desperdicio a su paso.
Tras el atardecer en el mar y un reconfortante masaje, nos arreglamos un poco para no desentonar con una cena servida con platería e iluminada por arañas y candelabros de cristal. El grupo de chicas solteras propone ir luego a El Califa por unos tragos, mientras un joven agricultor evoca el éxito de La Cotorra Fest, una fiesta entre los médanos organizada a través de las redes sociales. Para quienes prefieren no trasnochar, el show se despliega durante la cena, con tango o canto lírico según la noche.
El final de enero coincide con la luna llena, y se produce la “marea viva”, la mayor amplitud entre pleamar y bajamar del ciclo. Son los días del festival de folklore Orense le canta al Atlántico, por el que pasa la santiagueña Graciela Carabajal: es cuando vemos la mayor cantidad de gente, y donde coinciden los que se alojan en carpas o cabañas, los propietarios de casa de veraneo y los pasajeros de ese raro hotel, entre boutique y varias estrellas, que sorprende en la salvaje y agreste costa tresarroyense.
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