Dom 10.11.2013
turismo

DIARIO DE VIAJE. EL CAMPO CON LOS OJOS DE HUDSON

Naturalista en la pampa

El naturalista angloargentino Guillermo Enrique Hudson describió en Allá lejos y hace tiempo, su obra más célebre, su infancia entre los árboles y animales de la pampa. Había nacido en una zona rural de la provincia de Buenos Aires, donde vivió sus primeros años en plena libertad: los años que describe con nostalgia y ojos observadores en sus memorias publicadas en 1918.

› Por Guillermo Enrique Hudson *

Aquel sombreado oasis de árboles de mi nuevo hogar en las verdes e ilimitadas pampas ha quedado grabado en mi memoria. Lo recuerdo mejor y con más claridad que cualquier otro vergel, arboleda o bosque que haya visto o visitado en mi vida. Hasta entonces no había estado nunca en contacto con árboles, exceptuando aquellos veinticinco ombúes que ya he mencionado y aquel otro, llamado el árbol por ser el único en la comarca. Aquí, en cambio, había cientos, miles; ante mis ojos infantiles, desacostumbrados a este tipo de espectáculo, el monte se presentaba como una enorme e inexplorada selva virgen. No tenía pinos, abetos o eucaliptos (desconocidos a la sazón en el país) ni siempreverdes de ninguna especie. Los árboles eran de follaje perecedero y perdían todas sus hojas a mitad del invierno, pero aun así pasearme entre ellos en aquella época del año constituía para mí una maravillosa experiencia. Me encantaba tocar y aspirar el perfume de su corteza húmeda y áspera, manchada de musgo; levantar la vista para contemplar el cielo azul a través de aquella red de desnudas ramas entrelazadas. La primavera con su follaje y su floración no tardaría en llegar. Sólo faltaba un mes o dos.

A pesar de promediar el invierno había como un sabor anticipado de ella. Lo percibíamos primero a través de una fragancia deliciosa que comenzaba a flotar en el aire, cerca de la fila de los viejos álamos de Lombardía. Aquel perfume era de los que llenaban de euforia el corazón de un niño tanto como el vino en el del adulto. Al pie de los álamos había un lecho, un tapiz de hojas redondas que conocíamos muy bien. Apartándolas con las manos, descubríamos matas de violetas ya abiertas, esas escondidas violetas oscuras, de color azul-purpúreo, las más tempranas, las más fragantes de todas las flores, las más amadas para los niños de esa tierra y de muchas otras sin duda. Los pequeños disponíamos de tiempo más que suficiente para gozar de las violetas y correr libremente por nuestro bosque. (...)

El más corpulento de los árboles era un sauce colorado que había crecido solitario a menos de cuarenta metros de la casa. Este árbol autóctono debe su nombre vernáculo y específico (“rubra”) al color rojizo de su áspera corteza. Adquiere con el tiempo gran tamaño como el álamo negro y sus hojas son largas y angostas como las del sauce llorón. No me cansaba de contemplarlo en verano, cuando en lo alto de su copa, sobre una rama que me parecía estar tan cerquita del cielo, la tijereta instalaba su nido.

Este nido alto y expuesto se convertía en una constante atracción para el chimango, ave de rapiña de color pardo y hábitos semejantes a los del cuervo, como los de andar merodeando siempre en busca de huevos y pichones.

LA TIJERETA La tijereta es uno de los pájaros más valerosos de la familia de los Tyrannus, que se destacan por ser de violento temperamento y grandes enemigos de las aves de rapiña. Cada vez que aparecía un chimango –esto sucedía unas cuarenta veces por día– la tijereta salía volando de su nido y lo atacaba en el aire con una furia asombrosa. Espantado el merodeador, retornaba al árbol articulando las alegres notas de castañuelas de su canto triunfal, sin duda en busca de las felicitaciones de su compañera. Luego se acomodaba nuevamente mirando el cielo a la espera de la próxima aparición de un enemigo.(...)

Entre los álamos que bordeaban el campo y la zanja que los circundaba, había una única fila de árboles de clase muy diferente: la acacia negra, un tipo de árbol muy poco común y bastante singular.

Estas acacias me han dejado una impresión viva y profunda, marcando su huella no sólo en mi mente sino también en mi carne. Habían sido plantadas seguramente por algún primitivo colono que quería probar por medio de este experimento que era posible reemplazar al divulgado aloe que, a pesar de ser el gran favorito de los primeros pobladores, resultaba una planta sumamente salvaje e indisciplinada, poco adecuada para formar cercos apropiados. Algunas de estas acacias habían quedado enanas y parecían viejos y contrahechos arbustos, diminutos arbolitos. El resto había crecido como la habichuela del cuento, llegando a competir en altura con los álamos que se elevaban a corta distancia. Aquellos altos ejemplares ostentaban delgados troncos de los cuales salían largas ramas que crecían en forma horizontal y en todas direcciones, desde las raíces hasta la copa. Estas ramas, como el tronco, estaban provistas de espinas negras o color chocolate, resistentes y duras como el hierro, de unos cinco o diez centímetros de largo, pulidas y agudas como agujas. Y para tornarse aún más temibles, cada una de las espinas tenía a su vez otras dos de menor tamaño cerca de la base, de manera que semejaba en conjunto una aguzada daga con una cruz en el mango. Era pues un árbol muy difícil de trepar. Sin embargo, me vi obligado a hacerlo muchas veces, unos años más tarde, porque ciertos pájaros construían su nido en las ramas más altas, depositando allí huevos muy bonitos. Recuerdo los del pirincho, grandes como los de gallina y del más puro color azul turquesa salpicado de manchas blancas como la nieve. (...)

EL ARMADILLO Un día me hallaba yo parado en el terraplén, junto al foso, a unos cuarenta metros de donde trabajaban algunos peones, cuando un armadillo saltó de su cueva. Corriendo hasta el lugar donde yo me encontraba empezó a cavar vigorosamente para escapar, escondiéndose en la tierra. Ni los hombres, ni los perros lo habían visto, de manera que yo decidí atraparlo sin ayuda de nadie. Imaginé que habría de ser tarea muy sencilla. Por consiguiente, fiel a mi propósito, me aferré a la negra cola de hueso con ambas manos y tiré con todas mis fuerzas para sacarlo de la tierra. Ni siquiera logré moverlo unos centímetros. Siguió cavando con furia, hundiéndose cada vez más profundamente. Pronto me di cuenta de que en lugar de sacarlo yo, era él quien me arrastraba detrás de sí. Mi orgullo de niño se sintió herido al comprobar que un animal no mayor en tamaño que un gato lograba vencerme. Esto me movió a sujetarlo con más tenacidad que antes y a tirar y hacer fuerza más violentamente, hasta que en mi afán de no soltarlo, me vi obligado a acostarme en el suelo. Todo resultó inútil: primero mis manos y luego mis brazos doloridos de-saparecieron bajo tierra. Tuve que dejarlo ir y ponerme de pie para poder sacudirme el polvo que me había arrojado en la cara, en la cabeza, el cuello y los hombros.

En otra ocasión, uno de mis hermanos mayores, viendo que los perros se habían puesto a olfatear y escarbar en la entrada de una gran cueva, tomó una pala y tras excavar medio metro, encontró una comadreja adulta, negra y blanca con pequeñuelos a medio crecer en una madriguera de pasto seco. Aunque resulte asombroso, enroscada entre ellos halló también una serpiente venenosa. Era una víbora de la cruz, como la llaman los gauchos, de la misma familia de las fer-de-lance, la bush-master y la víbora de cascabel. Tenía casi un metro de largo, era proporcionalmente muy gruesa, de cabeza ancha y chata y cola roma. En cuanto los perros arrojaron a la comadreja fuera de su cueva, salió silbando y acometiendo ciegamente a diestra y siniestra. No llegó a hacerles daño porque fue muerta enseguida de un azadazo.

Aquella era la primera vez que veía una víbora de la cruz. Ese grueso y tosco cuerpo, gris verdoso con opacas manchas negras, esa cabeza ancha y chata, y sus pétreos ojitos blancos sin párpados, me produjeron escalofríos de horror. Con los años me fui familiarizando con sus congéneres y hasta me atreví a levantarlas sin que me causaran daño alguno, como si fueran las culebras mucho menos peligrosas que a menudo encuentro aquí, en Inglaterra. Lo que más nos asombró entonces fue que esta serpiente tan irascible y venenosa hubiera podido convivir con aquella gran familia de comadrejas en la misma madriguera, puesto que es sabido que la comadreja es un animal rapaz y que posee un temperamento salvaje.

Así era el mundo que me rodeaba y en el cual yo me movía, dentro de los límites del viejo foso, llagado de nidos de ratas, entre los árboles del bosque encantado. Pero no eran sólo los árboles los que hacían que fuera fascinante el monte. También había espacios abiertos y otras formas de vegetación enormemente atractivos.

Recuerdo el alfalfar. Debía tener una extensión de aproximadamente un cuarto de hectárea y florecía tres veces al año atrayendo durante ese tiempo a las mariposas de toda la planicie circundante con su dulce fragancia. El campo se cubría de mariposas rojas, negras, amarillas y blancas que revoloteaban en bandadas alrededor de las espigas azules. En otro sitio había un cañaveral al cual denominábamos “matorral”. Aquellas plantas eran muy esbeltas y medían casi ocho metros de altura. Se diferenciaban del bambú por sus largas y puntiagudas hojas de un glauco color azul verdoso. Las cañas adquirieron con el tiempo un gran valor para nosotros: comenzamos a usarlas para practicar este deporte. También solíamos fabricar con ellas lanzas cuando decidíamos trabarnos en pantomimas de combate sobre la planiciez

* Allá lejos y hace tiempo, 1918.

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