Dom 20.04.2014
turismo

ITALIA. ENTRE FLORENCIA Y ROMA

De cúpula a cúpula

Menos de 300 kilómetros separan, por autopista, Florencia y Roma. Pero podría llevar una vida recorrerlas, si se quisiera explorar cada pequeño pueblo, cada obra maestra de la arquitectura y cada expresión de arte que anida entre una ciudad y otra: Florencia, la gran capital del Renacimiento, y Roma, la Ciudad Eterna.

› Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

A Miguel Angel, el viaje le llevó una vida: nació en Florencia, murió en Roma, y en las dos selló con maestría su sublime y atormentado talento de artista y escultor. Casi cinco siglos después, los menos de trescientos kilómetros que separan Florencia de Roma se pueden recorrer en poco más de tres horas y por autopista. De la cúpula de Santa Maria del Fiore a la cúpula de San Pedro –una, proyectada en el Renacimiento, otra, a las puertas del Manierismo–, una línea invisible une ciudades y pueblos tocados por la magia de uno de los períodos más ricos y vitales de la historia de la humanidad. Pero en este viaje –como en todo viaje por la infinita Italia, el país que se enorgullece de tener el mayor patrimonio artístico del mundo– no podíamos sino elegir o dejar la vida en el intento, y entonces el punto intermedio entre una ciudad y otra recayó en Orvieto, sobre la línea de la autopista que une Florencia y Roma, y cuyo impactante Duomo gótico sirve de contrapunto en este triángulo de iglesias magistrales del centro de Italia. Así comenzamos el itinerario, a un ritmo de andante, ma non troppo.

Sobre un proyecto de Miguel Angel, Fontana y Della Porta concluyeron la cúpula de San Pedro.

FLORENCIA Llegando desde Pisa y su famosa torre, un campanil inclinado construido en la Edad Media que generaba turismo ya en el Renacimiento, o desde Verona y sus espléndidas Arenas, el acceso a Florencia –Firenze en italiano, en tanto el nombre castellano se basa en el latino Florentia– es fácil y por autopista. Pero al llegar hay que dejar el auto fuera del casco histórico, una joya peatonal que al levantar la mirada aún ofrece vistas iguales a las que disfrutaron hace siglos Miguel Angel o Rafael. De algún modo, al viajero actual que llega equipado con celulares, cámaras de fotos, mapas bajados de Google y algún GPS, lo impacta recordar que nada de eso tuvo el genial Filippo Brunelleschi para diseñar la fabulosa cúpula de Santa Maria del Fiore, la catedral florentina, cuya silueta a la vez inmensa y liviana –como flotante– domina el laberinto de tejados de la ciudad de los Medici. Una escultura de Brunelleschi lo representa hoy en el centro de la ciudad, con la vista levantada hacia su obra maestra: maestra y épica, como lo cuenta en detalle Ross King en La cúpula de Brunelleschi, adentrándose en los vaivenes de un proyecto que ya en su tiempo despertó tanta admiración como desconfianza sobre su factibilidad.

Hoy, cuando se construyen rascacielos que rozan los mil metros de altura, no hay arquitecto que pueda repetir la proeza del genio renacentista, obra ejemplar que requirió soluciones inéditas en la historia. No se había hecho una cúpula tan grande desde los tiempos del Pantheon en Roma, y no había técnica tradicional que resolviera el problema, pero Brunelleschi, creador de la perspectiva a punto único de fuga, se puso manos a la obra, y después de armar un modelo a escala (primero en madera y luego en ladrillo), que fue exhibido en la plaza central de Florencia para fomentar la admiración y las habladurías de los contemporáneos, ganó el concurso público y contra viento y marea llevó a cabo la grandiosa cúpula.

No menos merecía la orgullosa ciudad de Lorenzo el Magnífico, donde florecían los gremios de la seda y de la lana, y donde se cuenta que nació el primer banco de la historia. Una prosperidad antigua que se proyecta hasta el siglo XXI: como a Europa, a Florencia también llegó el brazo de la crisis, y sin embargo al viajero desprevenido le cuesta un poco advertir sus señales, bajo el deslumbramiento por el arte y la manifiesta prosperidad de las vidrieras que asoman a sus peatonales.

En Santa Maria del Fiore late el íntimo corazón de Florencia, y su eco se derrama por las calles aledañas, por el contiguo Baptisterio con la Puerta del Paraíso de Ghiberti –la revancha del escultor sobre su rival Brunelleschi, que había demostrado superioridad arquitectónica en la catedral– y por el longilíneo Campanil de Giotto, aquel pintor de quien cuenta Vasari que era capaz de dibujar un círculo perfecto, de un trazo y sin compás: “Tú eres más redondo que la O de Giotto”, quedó en el refranero popular (con picardía porque, como apunta Vasari, en Toscana la palabra “redondo” también significa poca capacidad de entendimiento). Giotto tiene con quién medirse: allí está, en la Galería de la Academia, el espectacular David de Miguel Angel, un coloso de mármol cuya vitalidad hace pensar que está a punto de cobrar vida y dar un paso. En los puestitos de las afueras, vendedores florentinos se codean con los estracomunitari, que se dirían dotados del don de las lenguas en su empeño por vender, mientras tientan a los turistas más audaces con calzoncillos que replican, agigantadas, las partes íntimas del bíblico pastor. Dudosa elegancia, pero no sin humor, que se contrarresta con el lujo de las vidrieras florentinas, donde campean Ferragamo (“el zapatero prodigioso”, con su propio museo en la ciudad), Gucci o Armani en una suerte de gran pasarela de alta costura al aire libre.

Florencia no es una ciudad grande, al menos en el casco histórico, pero requiere mucho tiempo por su impresionante densidad artística. Cada uno entonces hará su itinerario a medida, armando su propio rompecabezas de museos e iglesias en función de tiempos y horarios. Pero en ese rompecabezas hay que dejar espacio para simplemente caminar, perderse en las antiguas calles por donde Dante se enamoró de Beatriz, y finalmente disfrutar un alto gastronómico frente a un plato de monstruosa bistecca alla fiorentina, rigurosamente al sangue, acompañada de chianti.

Después de la Catedral, el Campanil y el Baptisterio, después de la Galería de la Academia y la Galeria degli Uffizi (uno de los museos más importantes del mundo con una impactante colección de arte renacentista que va de Lippi a Botticcelli, Piero della Francesca, Tiziano, Leonardo, Rafael, Miguel Angel), todavía queda por visitar la Casa de Dante, el Museo Arqueológico con las colecciones etruscas reunidas por los Medici, el Convento de San Marcos con La Anunciación de Fra Angelico, la antigua prisión del Bargello hoy devenida museo, el Museo de la Obra del Duomo, la iglesia gótica de la Santa Croce –donde están las tumbas de Miguel Angel, Galileo y Maquiavelo– y la iglesia de Santa Maria Novella. Y la Piazza della Signoria, el Palazzo Vecchio, la Piazza della Repubblica, el Palazzo Strozzi, San Lorenzo, el Palazzo Pitti, el Ponte Vecchio con su homenaje a Benvenuto Cellini..., para finalmente internarse en las calles de Oltrarno, del otro lado del río. No hay una fórmula ni un orden. Cada uno armará su propio itinerario, porque cada lugar elegido es una fuente inagotable de obras de arte, anécdotas, curiosidades y asombro ante esta joya pequeña y rutilante que expandió su brillo por toda Europa a partir del siglo XIV.

Florencia –no es difícil adivinarlo– está a punto de atraparnos para siempre; por lo tanto, habrá que decirle adiós y poner rumbo al sur. Nos vamos entonces, acompañados por una llovizna suave con una última imagen de recuerdo: la de decenas de cúpulas de Santa Maria del Fiore replicadas en los paraguas que aparecen, como por arte de magia, en manos de los vendedores ambulantes, y se convierten en bienvenida protección para los turistas refugiados del agua por una versión móvil de la obra maestra de Brunelleschi.

El duomo de Orvieto, joya gótica de Umbria, a medio camino entre Florencia y Roma.

ORVIETO Entre Florencia y Orvieto hay 165 kilómetros, un “tirón” matizado por un alto en la autopista, donde los restaurantes cruzan de punta a punta el asfalto e invitan a detenerse un rato para explorar las bondades de los productos típicos toscanos: brunello di Montalcino, salame di cinghiale, formaggio pecorino Toscanello, cantucci... La lista amenaza con hacernos volver con varios kilos de más, y no precisamente en las valijas, de modo que el cartel verde con la inscripción Orvieto que indica el desvío es saludado con cierto alivio (porque aún no sabemos que apenas desembarcados en esta deliciosa ciudad medieval vendrá una nueva tanda de tentaciones en la forma de aceite de oliva, tartufo bianco, salsicce, prosciutto di Norcia...). Sin darnos cuenta, porque no hay muchas variantes en el paisaje de colinas ondulantes tapizadas de olivares y viñedos, hemos cambiado de región. Orvieto está en Umbria, una de las regiones más pequeñas de Italia, alejada de las costas y de las fronteras: Perugia es la capital, y Asís, probablemente su ciudad más conocida. Orvieto, en cambio, es un tesoro más discreto pero fascinante que se levanta sobre una roca de toba sobresaliente en la llanura, entre los ríos Paglia y Chiani. Aún no lo vemos, pero más adelante los dos confluirán en el Tíber, que marca el límite con Lacio, la próxima región por atravesar para llegar a Roma.

Poco antes de llegar, la vista es preciosa, no le cabe otra palabra. Un acantilado rocoso, coronado por la ciudad de silueta medieval, y horadado por numerosas grutas invisibles a la distancia. Pero el verdadero impacto llega cuando, después de sortear los vaivenes de la ruta, se ingresa en Orvieto, se deja el auto y al aproximarse lentamente a pie aparece de pronto a la vista la fachada del Duomo, su catedral del siglo XIV, que ocupa un lugar de honor en el libro de oro de la arquitectura gótica italiana. La fachada se puede leer como un tríptico, con las elegantes líneas verticales que dibujan torres y triángulos, los mosaicos que lucen dorados al sol, y el rosetón central por donde ingresa la luz provocando mágicos arcoiris sobre los pilares de mármol del interior. Y en ese interior está la Capilla San Brizio, decorada por Beato Angelico, Benozzo Gozzoli y sobre todo la espectacular obra del Juicio Final, el Paraíso y el Infierno –de dantesca inspiración– de Luca Signorelli, una de las obras maestras del arte italiano de todos los tiempos.

Orvieto es realmente pequeño, más allá de sus varias iglesias y edificios históricos, de modo que después del Duomo sólo queda internarse y perderse sin prisa (como manda su categoría de città slow) en las callecitas donde florecen los productos gastronómicos locales y las artesanías, sobre todo las cerámicas decoradas a mano. Los curiosos no se pierdan la tradicional jarrita que indica “bevi se puoi” –“bebe si puedes”– que oculta un secreto sólo visible a los más observadores. Bastará darse vuelta de vez en cuando para volver a divisar, en la luz que dejan las calles estrechas, parte de la inolvidable fachada del Duomo. Orvieto, por otra parte, tiene muchos eventos a lo largo del año, que enriquecen la visita: las más próximas ahora son la Fiesta de la Palombella en Pentecostés y el Palio de la Oca el domingo sucesivo, con torneos de habilidad a caballo.

ROMA Este viaje concluye en la otra gran cúpula de Roma y el mundo. Urbi et orbi. Es la cúpula de San Pedro, la más grande del mundo, techo de la imponente basílica donde hoy –rarezas de la historia– manda un papa argentino. Roma bien vale una misa, y sin duda todos los caminos conducen a Roma, de modo que se recorren fácilmente los 132 kilómetros desde Orvieto, aunque hay que salvar el escollo del a veces incomprensible –al menos para el lego– raccordo anulare que rodea Roma (una autopista circular, entre las más transitadas de Italia, jalonada de salidas a las diferentes zonas de la capital).

La cúpula de San Pedro es ineludible, un clásico que generalmente se mira desde abajo, porque sus decenas de escalones no son para cualquiera. Pero si se puede, hay que verla desde arriba, porque la vista de toda Roma deja sin aliento. La proeza arquitectónica de Miguel Angel se inspiró en la solución de Brunelleschi, y como su antecesora florentina también parece flotar sobre la ciudad a pesar de su descomunal peso y tamaño. En realidad Miguel Angel –cuya espléndida Capilla Sixtina se puede ver en los Museos Vaticanos, mientras en el interior de la basílica está su delicada Piedad– no llegó a verla terminada: la tarea recayó en Domenico Fontana y Giacomo della Porta, pero prácticamente sin cambios respecto de los planes del gran maestro.

Subir a la cúpula es toda una experiencia, porque poco a poco el espacio se estrecha y es preciso inclinarse y pegarse a las paredes: casi como vivir la arquitectura en carne propia. En total son 551 escalones, pero se puede hacer una pequeña “trampa”, tomar un ascensor hasta la base, y recorrer a pie “sólo” los últimos 320. La recompensa es la vista sin fin sobre la Ciudad Eterna.

Pero hay otro modo, que poco a poco se está haciendo más conocido entre los “secretos de Roma”, de divisar la famosa cúpula. Para eso hay que acercarse a la Piazza dei Cavalieri di Malta, en el Aventino, un lindo barrio residencial de Roma alejado del ajetreo turístico pero rico en historia. Curiosamente, si en la plaza San Pedro no se está en Roma sino en el Estado del Vaticano, en la Plaza de los Caballeros de Malta no se está en Roma sino en territorio de la Orden de Malta. En un lado de la armónica plaza se ve una entrada imponente, que lleva justamente a la residencia del Gran Maestre de los Caballeros de la Orden de Malta, diseñada como el resto por Giovanni Battista Piranesi. Y allí suele haber siempre un grupito de gente que, uno tras otro, se inclina para mirar por el ojo de la cerradura. El voyeurismo turístico tiene una razón precisa: desde allí se ve, pequeña y flotante, encerrada por la silueta de la cerradura, el arco perfecto de la cúpula de San Pedro.

Luego, Roma es Roma y caput mundi: los Foros Imperiales, el Coliseo, la Via Appia, Piazza Navona, Piazza del Popolo, el Trastevere, Villa Borghese, Trinità del Monti, Campo dei Fiori, el Castel Sant’Angelo, el Campidoglio, la Bocca della Verità... Una ciudad y a la vez un mundo. Como en Florencia, con quien se une virtualmente en la línea imaginaria que fue motivo de este viaje, la sucesión de obras de arte y arquitectura la convierten en una ciudad tan bella como infinita, donde cada uno crea su propia y eterna aventura.

Dante Alighieri, fundador del italiano moderno, cuyas huellas se siguen en Florencia.

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