BRASIL. LA RUTA DE LA CACHAçA
Una visita a pequeños productores de la bebida emblemática de Brasil por las sierras de Ceará, en el interior del nordeste brasileño. Hay cachaça para todos los gustos, pero siempre siguiendo la tradición rigurosamente artesanal.
Fotos de Guido Piotrkowski
La cachaça es cosa seria en Brasil. Mucho más que un simple aguardiente, es como una marca registrada, un trago nacional con el que se hace otra marca registrada: la inefable caipirinha, parte del folklore brasileño. No hay otro lugar en el mundo donde se produzca este aguardiente derivado de la caña de azúcar, o “pinga”, como le dicen por aquí.
Hay cachaças de todo tipo y precio, para todos los gustos. Las hay color plata y doradas, artesanales, industriales, envejecidas en toneles de roble o en acero inoxidable. Hay –como en el vino, la cerveza y también en el té y el café– catadores de cachaça.
El sitio que más alambiques tiene es el estado de Minas Gerais (más de 7000), seguido por el interior del estado de San Pablo. Pero el noreste brasileño, aun con sus sequías históricas, también tiene lo suyo.
En Viçosa, una pequeña ciudad de la sierra de Ibiapaba –en el valle de Lambedouro, estado de Ceará, a unas dos horas de la famosa playa de Jericoacoara– un grupo de pequeños productores se asoció para crear un sello que los identificara y los destacara como elaboradores artesanales del trago nacional brasileño.
CON HISTORIA Y NATURALEZA Viçosa, situada a 700 metros de altura y lejos del mar, es una ciudad-pueblo agradable, donde el calor del noreste brasileño amaina un poco, con días y noches frescas. No es un sitio eminentemente “turístico”, ni es usual ver un forastero en esta serranía. Sin embargo, Viçosa tiene algunas atracciones que vale la pena visitar antes de sumergirse de lleno en la historia de sus toneles de cachaça.
En el pequeño casco histórico, frente a la plaza principal, está la Iglesia Matriz, fundada por un padre jesuita y construida con la colaboración de los indígenas de la región. Erigida entre los siglos XVII y XVIII, se trata de uno de los primeros templos católicos del estado de Ceará. A su alrededor hay caserones del siglo XIX que son Patrimonio Nacional, como la casa de la familia Pinho, que según dicen tiene unas 185 puertas y ventanas. A una cuadra está el recientemente remodelado Teatro Pedro II, con una fachada impecable, orgullo viçosense.
La Igreja do Céu (Iglesia del Cielo) es un bonito santuario construido en 1938 en lo alto de una colina, a 900 metros de altura, a la que se accede por una escalinata de 364 peldaños jalonados por quince estaciones del Via Crucis. También se puede llegar en auto por una calle asfaltada. Desde aquí se ven la ciudad, el valle y más allá. El santuario tiene un Cristo Redentor en el frente construido en 1939 por el italiano Agostino Odisio Baomés.
Viçosa reúne entonces un poco de historia y naturaleza, con varias cascadas y grutas en los alrededores, y sobre todo un flamante y pujante entusiasmo por reflotar la industria de la cachaça artesanal.
SELLO DE CALIDAD Jorge Nogueira es el presidente de la Asociación de Productores de Cachaça de Alambique del Estado do Ceará (Apcac), que cuenta con unos treinta productores en la región del Valle de Lambedouro, muchos de ellos familias que van por la tercera o cuarta generación de productores. Nogueira explica que a través de la asociación pudieron conseguir financiamientos y, sobre todo, patentar el nombre de “Cachaça do Viçosa”, que además lleva el sello distintivo de “Agricultura 100% familiar”.
Nogueira es un entusiasta que sabe mucho, habla rapidísimo en un portugués de fuerte acento nordestino. “Hace unos treinta años, las grandes fábricas crecieron muy por encima de los pequeños productores. De alguna manera los aplastaron, y muchos terminaron abandonando. Hace siete años, la Secretaría de Agricultura de Ceará nos incentivó a trabajar para que volvamos a la cultura de la caña y así mejorarla. Se hicieron capacitaciones en Minas Gerais y San Pablo. La idea es hacer una estructura para mejorar y generar empleo. Y está mejorando”, explica el hombre en el camino a las fincas de algunos productores, que vienen trabajando para darle un nuevo impulso a la cachaça de estas tierras.
En la producción artesanal de calidad, dice Nogueira, el producto queda de uno a dos años “descansando” en toneles de madera para adquirir un aroma y sabor característicos. Así demora un poco más en llegar al mercado, pero se asegura la calidad. “En la cachaça de calidad sólo se utiliza una pequeña parte para la destilación, y tiene que ser envejecida en madera por algunos años. La cachaça ‘bruta’, a pesar de tener menor valor comercial, aprovecha todas las partes de la destilación y puede ser comercializada en corto plazo.”
La cachaça de Viçosa es vendida en puntos turísticos estratégicos como la Igreja do Céu, y también en los ingenios y eventos como el Festival de Música de Viçosa, que se organiza en julio.
POR LOS ALAMBIQUES “Acá no tenemos máquinas, todo es manual, artesanal”, dice doña Rosa en su finca en las afueras de la ciudad, donde elaboran la cachaça Rainha do Lambedouro. “Mis padres producían antes de que yo naciera y aprendí todo de ellos”, cuenta mientras sirve un café con torta de naranja, para luego ir a recorrer su finca. Dice que producen alrededor de 5000 litros anuales, dependiendo siempre de la cosecha. Cuando hay sequías, como en los últimos años, baja la producción. “Al principio hacíamos rapadoura (azúcar), luego vino la cachaça. Antes no había energía eléctrica y era todo empujado por bueyes, era todo más rústico”, recuerda esta mujer que nació en este mismo lugar hace 77 años. Antes de despedirnos, invita un trago de su Rainha do Lambedouro.
El bisabuelo de Jorge Nogueira, Anton Bertol de Nogueira, fue uno de los pioneros. Comenzó a procesar caña para hacer cachaça en 1892. “La cachaça artesanal creció mucho, luego de caer por la industrialización y el no acompañamiento de la agricultura”, señala Nogueira ahora, mientras andamos por las rutas de estas sierras tupidas, camino a su hogar, donde funciona su alambique.
“Después de mi abuelo pasó para mi papá, luego a otros parientes, hasta que en 2007 mi mujer comenzó a ocuparse, intentando modificar el trabajo junto con los demás productores. Nuestra meta es la del nordestino preguiçoso (vago): trabajar poco, producir mucho y ¡ganar más! –dice medio en serio medio en broma, y larga una risotada. Por ahora estamos haciendo lo contrario: trabajando mucho, produciendo poco y ganando mucho menos.”
Como están impulsando el turismo rural, la idea es poder comercializar en las posadas y hoteles de la región. Una vez en su hogar, Jorge enseña un antiguo destilador, los toneles clásicos de madera y los modernos de aluminio y acero inoxidable, mientras resume el proceso para que la caña se transforme en el aguardiente nacional. Explica que muelen la caña aquí mismo, que fermenta entre 24 y 48 horas, y que se almacena por tiempo indeterminado. “Se ‘adormece’ aquí un año o dos. No trabajamos con roble, porque hay que traerlo de otro estado”, dice ahora, en medio del salón donde tienen algunos pequeños toneles para degustar.
“Mi abuelo ya fabricaba cachaça, sólo que su alambique era en el sertao (desierto). Luego vino para la sierra, donde comenzó a elaborarla en el ’89. Mi padre ayudaba a mi abuelo y así aprendió”, cuenta Alexandre, de la familia Mapurunga, elaboradores de la marca Mapirunga, “una variación del nombre de la familia”. En Mapirunga fabrican unos 15.000 litros y muelen el 50 por ciento de la caña; el resto la compran de otros canaviales de la región, explica Alexandre en un recorrido por el alambique familiar.
Vamos ahora a lo de Francisco Cardoso, conocido como Chico Bie, uno de los productores históricos, donde elaboran la marca Malandrinha. “Comencé a plantar caña en el ’51, haciendo rapadura. Con la cachaçca empecé en el ’80. Ya era una tradición de mi bisabuelo, nunca dejé de plantar caña”, dice este hombre de 65 años, nacido en el estado de Piauí, mientras paseamos por sus campos.
Chico dice que su meta es sobrevivir con la producción de cachaça de calidad, aunque produzcan una variación “bruta” para pagar las cuentas. “Nuestra cachaça pasa más de un año en toneles de madera para darle un aroma y sabor característico”, asegura y confiesa: “No me gusta beber pinga, me gusta hacerla”.
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