Dom 12.10.2003
turismo

MISIONES ECOTURISMO Y AVENTURA EN LA SELVA

Mundo verde

Desde Puerto Iguazú, un viaje por caminos de tierra roja hacia las profundidades de la selva, donde existen reservas naturales privadas que ofrecen un confortable alojamiento en medio de la jungla. De día o de noche, caminatas guiadas por senderos de interpretación para conocer un poco más el misterioso equilibrio de la exuberante naturaleza misionera.

Por Julian Varsavsky

Todo viajero que llega a Puerto Iguazú lo hace atraído por un misterioso influjo de aguas que se hunden en el torbellino de la Garganta del Diablo. Una vez en el parque, unas poderosas lanchas colocan al recién llegado en el centro mismo de ese cataclismo acuático, debajo de las cataratas. De esa forma se va directamente a la esencia del lugar. Pero junto a las aguas comienza un submundo selvático perfectamente delimitado por dos paredes vegetales, que en un simple paseo por los alrededores de las cataratas sólo se puede conocer de manera superficial. Para penetrar y sentir ese mundo verde no hay otra alternativa que avanzar por caminos de tierra hacia las profundidades de la selva e instalarse allí por unos días en alguno de los refugios que existen en los alrededores del poblado Andresito, limítrofe con Brasil. Las opciones son el Establecimiento San Sebastián, el Panambí Lodge y el Yacutinga Lodge, la reserva natural privada que visitó Turismo/12, cuyas 570 hectáreas están prácticamente rodeadas por el río Iguazú superior y por el Parque Nacional Iguazú (argentino y brasileño) y el Parque Provincial Uruguaí.

Hacia la selva La travesía hacia Yacutinga comienza en Puesto Tigre –sobre la Ruta 101– en el cruce del acceso hacia el aeropuerto de Puerto Iguazú. El remís deja a los turistas un costado de la ruta, donde los espera un camión doble tracción con asientos techados que ingresa de lleno en la selva a través de un camino de tierra que abre un tajo rojo en el Parque Nacional Iguazú, donde la barroca proliferación de lianas y enredaderas conforma un motivo vegetal que se repite ad infinitum. Dos murallas verdes de 30 metros se levantan al costado del estrecho camino, y en algunos segmentos las ramas de los lados opuestos se entrelazan formando una oscura galería natural.
En total son 55 kilómetros hasta la reserva. El último tramo se hace en lancha a través del río Iguazú superior, disfrutando de la única perspectiva abierta que ofrece la selva –cerrada por derecho propio–. Durante la navegación la fauna forma una especie de “comité de recepción” compuesto de garzas moras, algún lobito de río y cormoranes que levantan vuelo en bandada para perderse sobre el techo de la selva.
Al desembarcar queda todavía un pequeño trecho en camioneta y finalmente se llega al “lodge”, tal como llaman a las instalaciones de este tipo de refugios equipados con gran confort.

Un aparente caos vegetal En Yacutinga la actividad comienza temprano, a las 7 de la mañana. La razón es el sol del mediodía, al cual hay que escaparle. Luego de un desayuno tropical con frutas y pan casero recién horneado, comienzan los paseos por alguno de los 8 senderos de la reserva. Además se realiza una flotada en gomón por un arroyo que desemboca en el río Iguazú. Un guardaparques provincial contratado por Yacutinga oficia de guía bilingüe, ya que muchos de los huéspedes son extranjeros. Y el hecho de disponer de un guardaparques con estudios ambientales resulta fundamental a la hora de observar la selva, ese caos vegetal sin orden alguno aparente donde en verdad todo tiene una escrupulosa razón de ser.
En el sendero Chico Méndez, el guardaparques señala la corteza de un árbol ambaí, lisa y sin ramas salvo en su extremo más alto. Extrañamente, este árbol es el único que no está entrelazado con los demás mediante lianas y enredaderas que lo parasiten, ya que en su interior habita la hormiga azteca –atraída por un néctar especial– que devora a toda clase de intrusos en su morada. Por su parte, el árbol (de nombre grapia) tiene su propia estrategia para librarse de las parásitas: simplemente se desprende de su propia corteza cada determinado tiempo, y todas terminan en el suelo.
En este sendero hay gran cantidad de ejemplares de la palmera que alberga en su tallo a los sabrosos palmitos, que al ser cosechados ocasionan la muerte del árbol. Como consecuencia de la tala –que está prohibida–, la especie se encuentra en serio riesgo de extinción. En Yacutinga está a buen resguardo, salvo en los tiempos de sequía cuando los simpáticos monitos caí –que pasan de rama en rama con su cría a cuestas sobre la espalda– tienen problemas para conseguir su alimento habitual y tumban las palmeras menores a dos metros de altura para comerse los palmitos.
Durante los paseos pueden verse árboles secos muertos de pie y otros caídos pudriéndose de a poco pero dando albergue al mismo tiempo a larvas de insectos que son el alimento de los coatíes y los pájaros carpinteros. También hay profusión de cañas de bambú tacuarembó, que colonizan sectores completos de la selva en muy poco tiempo. Cuando, por ejemplo, se cae un timbó de 30 metros dejando una gran abertura en la selva por donde entra un exceso de sol, las cañas crecen rápidamente para evitar la sequedad y cicatrizar esa “herida” en la selva, restituyéndole su humedad natural.
Poco a poco, el guarparques va develando el riguroso orden circular que reina en la selva; un orden que –por otra parte– sería imposible de abarcar.

Por la noche Cuando el sol se oculta, despierta la selva. La fauna que casi no se ve de día sale con la oscuridad para alimentarse, a salvo de los peligros diurnos. Aquellos que tengan mucha suerte podrán divisar a conejito tapití –de color gris con manchas claras– o al aguará popé u osito lavador, que se trepa a los árboles de papaya para alimentarse. Pero lo normal es no ver la fauna mayor sino la microfauna: orugas, hormigas, cigarras y muchas otras especies. El guardaparques organiza día por medio una salida nocturna durante la cual se apagan las linternas y hay que aguzar el oído. Los sonidos de la selva se potencian de repente: el croar de las ranas, el chistido de una lechuza, el trinar de las aves nocturnas, el canto de los grillos y una indefinible serie de vibratos superpuestos que conforman la respiración de la jungla. Es posible intuir los millares de ojos que detrás de la muralla verde y debajo de las aguas vigilan curiosos el paso de los intrusos. La sonoridad constante de esa fauna furtiva inunda la noche, mientras un aliento a hongos, a lirios salvajes y a tierra mojada envuelve a los caminantes que se internan en las profundidades de la selva misionera.

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