MISIONES ECOTURISMO Y AVENTURA EN LA SELVA
Desde Puerto Iguazú, un viaje por caminos de tierra roja hacia las profundidades de la selva, donde existen reservas naturales privadas que ofrecen un confortable alojamiento en medio de la jungla. De día o de noche, caminatas guiadas por senderos de interpretación para conocer un poco más el misterioso equilibrio de la exuberante naturaleza misionera.
Hacia la selva La travesía
hacia Yacutinga comienza en Puesto Tigre –sobre la Ruta 101– en
el cruce del acceso hacia el aeropuerto de Puerto Iguazú. El remís
deja a los turistas un costado de la ruta, donde los espera un camión
doble tracción con asientos techados que ingresa de lleno en la selva
a través de un camino de tierra que abre un tajo rojo en el Parque Nacional
Iguazú, donde la barroca proliferación de lianas y enredaderas
conforma un motivo vegetal que se repite ad infinitum. Dos murallas verdes de
30 metros se levantan al costado del estrecho camino, y en algunos segmentos
las ramas de los lados opuestos se entrelazan formando una oscura galería
natural.
En total son 55 kilómetros hasta la reserva. El último tramo se
hace en lancha a través del río Iguazú superior, disfrutando
de la única perspectiva abierta que ofrece la selva –cerrada por
derecho propio–. Durante la navegación la fauna forma una especie
de “comité de recepción” compuesto de garzas moras,
algún lobito de río y cormoranes que levantan vuelo en bandada
para perderse sobre el techo de la selva.
Al desembarcar queda todavía un pequeño trecho en camioneta y
finalmente se llega al “lodge”, tal como llaman a las instalaciones
de este tipo de refugios equipados con gran confort.
Un aparente caos vegetal En Yacutinga
la actividad comienza temprano, a las 7 de la mañana. La razón
es el sol del mediodía, al cual hay que escaparle. Luego de un desayuno
tropical con frutas y pan casero recién horneado, comienzan los paseos
por alguno de los 8 senderos de la reserva. Además se realiza una flotada
en gomón por un arroyo que desemboca en el río Iguazú.
Un guardaparques provincial contratado por Yacutinga oficia de guía bilingüe,
ya que muchos de los huéspedes son extranjeros. Y el hecho de disponer
de un guardaparques con estudios ambientales resulta fundamental a la hora de
observar la selva, ese caos vegetal sin orden alguno aparente donde en verdad
todo tiene una escrupulosa razón de ser.
En el sendero Chico Méndez, el guardaparques señala la corteza
de un árbol ambaí, lisa y sin ramas salvo en su extremo más
alto. Extrañamente, este árbol es el único que no está
entrelazado con los demás mediante lianas y enredaderas que lo parasiten,
ya que en su interior habita la hormiga azteca –atraída por un
néctar especial– que devora a toda clase de intrusos en su morada.
Por su parte, el árbol (de nombre grapia) tiene su propia estrategia
para librarse de las parásitas: simplemente se desprende de su propia
corteza cada determinado tiempo, y todas terminan en el suelo.
En este sendero hay gran cantidad de ejemplares de la palmera que alberga en
su tallo a los sabrosos palmitos, que al ser cosechados ocasionan la muerte
del árbol. Como consecuencia de la tala –que está prohibida–,
la especie se encuentra en serio riesgo de extinción. En Yacutinga está
a buen resguardo, salvo en los tiempos de sequía cuando los simpáticos
monitos caí –que pasan de rama en rama con su cría a cuestas
sobre la espalda– tienen problemas para conseguir su alimento habitual
y tumban las palmeras menores a dos metros de altura para comerse los palmitos.
Durante los paseos pueden verse árboles secos muertos de pie y otros
caídos pudriéndose de a poco pero dando albergue al mismo tiempo
a larvas de insectos que son el alimento de los coatíes y los pájaros
carpinteros. También hay profusión de cañas de bambú
tacuarembó, que colonizan sectores completos de la selva en muy poco
tiempo. Cuando, por ejemplo, se cae un timbó de 30 metros dejando una
gran abertura en la selva por donde entra un exceso de sol, las cañas
crecen rápidamente para evitar la sequedad y cicatrizar esa “herida”
en la selva, restituyéndole su humedad natural.
Poco a poco, el guarparques va develando el riguroso orden circular que reina
en la selva; un orden que –por otra parte– sería imposible
de abarcar.
Por la noche Cuando el sol se oculta, despierta la selva. La fauna que casi no se ve de día sale con la oscuridad para alimentarse, a salvo de los peligros diurnos. Aquellos que tengan mucha suerte podrán divisar a conejito tapití –de color gris con manchas claras– o al aguará popé u osito lavador, que se trepa a los árboles de papaya para alimentarse. Pero lo normal es no ver la fauna mayor sino la microfauna: orugas, hormigas, cigarras y muchas otras especies. El guardaparques organiza día por medio una salida nocturna durante la cual se apagan las linternas y hay que aguzar el oído. Los sonidos de la selva se potencian de repente: el croar de las ranas, el chistido de una lechuza, el trinar de las aves nocturnas, el canto de los grillos y una indefinible serie de vibratos superpuestos que conforman la respiración de la jungla. Es posible intuir los millares de ojos que detrás de la muralla verde y debajo de las aguas vigilan curiosos el paso de los intrusos. La sonoridad constante de esa fauna furtiva inunda la noche, mientras un aliento a hongos, a lirios salvajes y a tierra mojada envuelve a los caminantes que se internan en las profundidades de la selva misionera.
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