Dom 11.05.2014
turismo

COLOMBIA. ENTRE EL DORADO Y LA CATEDRAL DE SAL

Lo que brilla es sal

En las afueras de Bogotá se encuentran dos lugares naturales que se hicieron leyenda: la laguna donde perdura el espejismo de El Dorado, que cautivó a generaciones de conquistadores españoles, y una montaña de sal que alberga una catedral en su interior.

› Por Pierre Dumas

Salir de Bogotá no es cosa de unos minutos: para conocer estos dos lugares vinculados con el oro y la sal –que se encuentran entre los más visitados en las afueras de la capital colombiana– hay que dejar la ciudad con rumbo al norte por la gran avenida que la atraviesa y se transforma luego en autopista. Entre una sucesión de construcciones, Bogotá no deja lugar al verde antes de largos kilómetros. Pero finalmente, cuando los carteles indican Sesquilé, se sale por una ruta hacia las colinas que bordean el valle. Aunque no lo parezca, son bastante más que colinas: ya estamos a más de 2500 metros de altura, en ese Sesquilé que podría definirse como un pequeño pueblo de postal. Calles estrechas, llenas de gente y de vehículos, y una plaza pequeña que de un lado tiene la iglesia y del otro el centro cívico. En la parada, aprovechamos para comprar agua en alguno de los minimercados céntricos: luego el viaje sigue por angostas rutas de montaña, y no habrá más sitios donde parar hasta llegar a la laguna de Guatavita, el primer destino de este día de excursión fuera de Bogotá.

LA LAGUNA DEL ORO Viajamos por una ruta que pasa en medio de un paisaje muy verde. Aquí los trópicos se ven templados por la altura y la exuberancia de la vegetación por los cultivos. Siguiendo los carteles o el GPS se llega hasta el estacionamiento construido por la concesionaria del sitio, el punto de partida de la visita. No podemos sino preguntarnos si los conquistadores, que tanto buscaron esta laguna, podrían haberse imaginado que un día se visitaría como una atracción turística... Después del acceso a Guatavita, cuyo cuidado está a cargo de la corporación CAR, se toma un sendero que trepa por el monte y desemboca en los miradores con vista al paisaje. Poco antes, se pasa por la reconstrucción de una vivienda de madera y paja, tal como las realizaban los chibchas, y en camino se pueden conocer también algunos de los árboles nativos de la zona, identificados con un cartel.

Ya estamos cerca del lugar más buscado durante siglos por los conquistadores y los aventureros que surcaron el continente. Falta poco para llegar al sitio mismo que dio nacimiento a la leyenda del hombre dorado, el mítico El Dorado de los tiempos de la colonización. Mientras se trepa por lo que es el borde de un gran cono, en cuyo centro está el lago, se puede volver en el tiempo con la imaginación y remontarse hasta las épocas prehispánicas, cuando todo el valle de la actual Bogotá estaba habitado por los chibchas (o muiscas, según las fuentes).

Los pueblos originarios vivían en el gran valle que los colombianos llaman ahora la sabana de la agricultura. Eran agricultores y hábiles tejedores, pero se hicieron un lugar en la historia de la humanidad por su excelencia en el trabajo de piezas de oro. Conseguían la materia prima gracias al trueque por esmeraldas y sal, que encontraban en su valle, y lo usaban más que nada en las ceremonias rituales de entronización de los nuevos caciques que tanto marcarían las mentes y los febriles sueños conquistadores. Luego de años de preparación, el joven que había sido designado podía rendir tributo al dios solar navegando hasta el centro del lago, cubierto de polvo de oro. Se zambullía en las aguas y se tiraban también los objetos ofrecidos al dios Bochica y a la diosa Guatavita. Esta última parte de la historia fue la que se convirtió en leyenda y contagió la fiebre del oro a generaciones de aventureros y exploradores. A pesar de su afán, los conquistadores tardaron varios años en dar con la pequeña laguna, y hay que reconocer que, sin GPS ni carteles, también hoy día sería difícil encontrarla, de modo que hace casi cinco siglos la búsqueda era una aventura sin resultado garantizado.

Finalmente el privilegio de hallarla lo tuvo Giménez de Quesada, que la descubrió en 1537 y tuvo como primer objetivo vaciarla para recuperar el tesoro de El Dorado. La laguna tiene la particularidad de ocupar el centro de un cono: podría ser un cono volcánico, pero los guías explican que al parecer se trata en realidad del impacto de un meteorito. Cualquiera sea el origen, el agua llena esta especie de montaña vacía en su interior, en donde los conquistadores abrieron un tajo con la esperanza de hallar el oro oculto en sus entrañas. Ese tajo se ve todavía, mientras el camino que siguen las excursiones rodea todo un semicírculo sobre el borde superior del cráter. Así se puede ver, desde varios ángulos, la enorme brecha que permitió bajar considerablemente el nivel del lago. Los conquistadores se llevaron toneladas del tesoro, pero se dice que los barros del fondo del cráter todavía guardan parte del tributo al dios sol. En el Museo del Oro del Banco de Colombia se exhiben, asimismo, algunas piezas que vienen de la mítica laguna de Guatavita.

LA MONTAÑA DE SAL Desde arriba de este pequeño cráter se ve todo el valle vecino, con sus fincas perdidas en medio de campos dedicados sobre todo al cultivo de papas. Cualquiera sea la época del año, nunca hace mucho calor allí arriba: la laguna está a casi 3000 metros de altura y hace falta que el sol se muestre entre las nubes para contrarrestar el fresco del viento y de la altura.

Al regresar se puede volver por Sesquilé, tomando el mismo camino, o bien bordear la represa de Tominé y pasar por el pueblo nuevo de Guatavita. El pueblo original quedó sepultado bajo las aguas del lago y el nuevo fue construido en estilo andaluz, con paredes blancas y tejas rojas. Aquí es posible realizar un alto al mediodía –la visita a la laguna ocupa la mañana y la Catedral de Sal la tarde– para almorzar y recorrer el centro cívico y sus museos.

Hay que cruzar la autopista de la ida para llegar luego a Zipaquirá, también en el norte de Bogotá. La ruta está muy cargada y es muy angosta, de modo que no hay mucho margen para admirar el paisaje si se conduce, pero se llegan a ver en algún momento las faraónicas construcciones del parque de atracción Jaime Duque, en la localidad de Tocancipa. Se trata de predio de diversión más grande de Colombia, con una copia del Taj Mahal, un avión antiguo de Avianca, un galeón y juegos para toda la familia.

Por su parte, Zipaquirá es otra pequeña ciudad de calles angostas que vive más que nada de la explotación de la mina de sal, que ocupa todo el centro de una montaña. Todos los guías saben que la primera pregunta del recién llegado tiene un tinte de sorpresa y apunta a saber cómo es posible que la montaña se haya formado con sal. Técnicamente –llega la respuesta– se trata de depósitos de sal formados al retirarse el mar, hace millones de años. Durante el proceso de formación de los Andes estas gruesas capas se encontraron muy por encima y muy lejos del mar, y formaron relieves como esta elevación que sobresale por encima de la sabana. Los chibchas ya explotaban la sal –que conseguían desde la superficie– como moneda de intercambio para el oro de sus rituales. Fueron los españoles, más tarde, quienes empezaron a organizar la extracción por medio de galerías y túneles.

La mina está a más de 2600 metros de altura y Zipaquirá se encuentra 50 kilómetros al norte de Bogotá. Los fines de semana, un tren turístico llega hasta aquí llevando a turistas y peregrinos. Aunque la catedral que se visita es en realidad la segunda, porque hay dos en esta misma montaña: la primera fue cerrada al público, luego de peligros de derrumbe, y la actual fue inaugurada en 1995 usando parte de la red de túneles que ya no está en actividad. Porque, aunque no se lo pueda ver durante la visita, la mina sigue trabajando muchos metros por debajo de la catedral, en las entrañas de la montaña. El arquitecto bogotano Garavito Pearl creó toda una simbología basada en cruces talladas en bloques de sal que hacen cuerpo con la misma montaña. Todo está puesto en valor con luces de tonos azules, que permiten avanzar de estación en estación hasta llegar a la gran nave de la Catedral. Se la ve primero desde arriba, donde estaría el órgano en una iglesia convencional, para luego bajar por escaleras (de sal, por supuesto) y llegar delante del altar, detrás del cual se ha tallado una gigantesca cruz en la pared de sal, iluminada como si fuese en relieve. Al final del recorrido se pasa por una galería comercial subterránea, donde hay una representación del cacique de los chibchas sobre su balsa, El Dorado, y negocios donde se compran joyas con esmeraldas –con certificados de autenticidad– y artesanías hechas de sal.

La visita termina por donde empezó, por el mismo túnel de entrada cubierto por un techo de leds que hace desfilar las banderas de todo el mundo. Al final se puede conocer el Museo de la Sal, al que se entra por otra galería desde la misma explanada. Ese es el punto final de la visita al lugar que los colombianos eligieron, hace pocos años, como la principal maravilla de su país. Que no es poco decir en una tierra de selva, ríos, mares tropicales y fascinantes montañas de oro y sal.

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