DUBAI. SAFARI Y CENA EN EL DESIERTO
Una tarde y una noche en el desierto de Dubai, frente a un horizonte de pura arena. Adrenalina en 4x4, paseos en camello y danzas del vientre, para iluminar la fascinante nocturnidad árabe y recordar cómo era la vida antes del boom económico del emirato.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
Las autopistas ultramodernas de Dubai, que atraviesan de punta a punta el pequeño pero poderoso emirato, son vecinas del desierto. Un auténtico desierto, digno de los relatos de Las mil y una noches y de las leyendas de espejismos, un mar arena pura que se extiende en ondulantes dunas hasta un horizonte que parece no tener fin. Al borde de las rutas, algunos árboles cuidadosamente regados, pero aún muy juveniles se esfuerzan por poner algo de verde en el paisaje, mientras a pocos metros gacelas y antílopes blancos recuerdan que este es su mundo, su reino dorado. Para explorarlo, la visita más popular durante una estadía en Dubai combina un paseo en vehículos 4x4 con una cena árabe al aire libre, para sentirse como Scherezade y el sultán a la luz de la luna y las estrellas, entre sensuales danzas y humeantes narguiles. De todos modos, nunca habrá riesgo de lluvia para alterar los planes bajo el cielo del Golfo.
EMOCIONES EN LA ARENA Rajiv es indio, y Hossain bengalí. Pero los dos, como otros miles de extranjeros que llegaron con el boom económico del emirato de la mano del petróleo, viven en Dubai y hoy son los encargados de manejar con una maestría que por momentos da miedo la camioneta 4x4 con que emprendemos un safari por el desierto. Son alrededor de las cuatro de la tarde, y acabamos de llegar desde nuestro hotel –dos torres impresionantes en el corazón de la ciudad– al campamento base de Arabian Nights, para iniciar una visita que durará hasta bien entrada la noche.
Este es un safari en el sentido más literal de la palabra original swahili, es decir un viaje, que será por las dunas y con un nivel de adrenalina que hace pensar en el París-Dakar. En los tiempos en que el París-Dakar se corría en las arenas africanas y no en el norte de la Argentina...
De todos modos, antes de lanzarse duna abajo sobre cuatro ruedas –que a veces parecen dos– nuestros choferes proponen bajar la pendiente en una tabla de sandboard. No es para todos: hay quienes no se animan y prefieren alinearse contra el sol del atardecer sobre la duna, para mirar cómo se lanzan los más arriesgados, mientras a lo lejos aguardan, más abajo, las Land Cruiser del safari motorizado. Como la arena es un colchón blando, las tablas están bien enceradas y la tentación de la aventura llama, lo intentamos y salimos airosos de la prueba. No del todo, claro: con poco más de tres cuartas partes de la duna recorrida, todo termina en un revolcón de arena y risas, como le ocurre a la mayor parte de los inexpertos sandboardistas de ocasión. Pero ¿quién les quita lo bailado?
En todo caso, ni Rajiv ni Hossain se lanzan al sandboard, sino que esperan en sus camionetas, dispuestos a demostrar que recibieron un entrenamiento a toda prueba en conducción deportiva. Previamente ajustaron la presión de las gomas, cuestión de darle al recorrido su dosis de emoción completa. Son hombres de pocas palabras, pero con una muñeca increíble suben y bajan las dunas a velocidad vertiginosa, entre pendientes que desafían la gravedad y levantando polvaredas de arena que tapan el horizonte. Agradeciendo la precaución de haber tomado algo contra los mareos, nos sujetamos y nos dejamos llevar por el desierto en esa hora mágica en que el horizonte se viste de dorado. Ya casi no hace calor –nos toca una estación benigna– y una brisa muy suave se escapa entre las dunas, a lo lejos.
Al final, como cediendo a los ruegos de algunos de los pasajeros del Land Cruiser que piden un alto en el camino, la camioneta hace un alto y bajamos: lo que se extiende entonces frente a nuestros ojos es un horizonte espectacular, donde el sol se pone entre líneas que hacen pensar en el desolado paisaje del Principito. Y cuando su luz abandona del todo el paisaje será la luna la que empiece a adueñarse dulcemente del cielo oscurecido. Antes, sin embargo, habrá tiempo para una exhibición de cetrería: un entrenador de halcones –un ave de especial significado en los Emiratos, porque solían ser utilizados por los beduinos para cazar y conseguir carne fresca en un ambiente hostil– muestra su capacidad para atraer al animal, posarlo con sus garras sobre sus muñecas bien protegidas, y hacerlo volar en círculos a sólo centímetros de los espectadores.
DE CAMPAMENTO A corta distancia, todo está listo para un paseo en camello y una cena bajo las titilantes luces nocturnas. Un grupo de beduinos estrictamente envueltos en telas blancas, con turbante y a veces con la típica kefiah a cuadros, son los encargados de organizar el vaivén de los animales, ayudando a subir a los viajeros sobre los sinuosos lomos de los camellos. Si bien no pasa de ser un paseo turístico, el entorno crea encanto y permite asomarse aunque sea brevemente a lo que fue hasta no hace mucho la verdadera vida de Dubai. La vida del desierto, de los beduinos, de los “cazadores de perlas” que habían convertido al emirato, a principios del siglo XX, en la “Venecia del Golfo”.
Cien años más tarde, el cambio es impresionante. Sobre la vieja Dubai nació la impactante ciudad donde se levanta el Burj Khalifa –el edificio más alto del mundo, de 828 metros de altura– y el famoso “hotel vela”, el Burj al Arab. Allí está también el deslumbrante Zoco del Oro, el complejo de La Palmera Jumeirah cuya forma se aprecia desde el aire, el shopping donde se puede esquiar bajo techo y las mezquitas que recuerdan que pese a sus cosmopolitismo Dubai es una nación sólidamente musulmana. Al mismo tiempo, abre sus puertas a decenas de miles de extranjeros, desde los trabajadores del sudeste asiático que están detrás del “milagro de la construcción” hasta numerosos europeos que prestan servicios en las áreas financieras del emiratos y en la industria turística.
Entre ellos está Salma, la bailarina del vientre que anima esta noche de safari: envuelta en sus velos, se sacude a un ritmo de reminiscencias sambísticas que revelan su origen brasileño. Pero Salma está totalmente mimetizada con su entorno árabe, acunada por la magia de un clima donde titilan las velas mientras los comensales se acomodan en el suelo para ver su show durante la cena. Por doquier, la tradicional hospitalidad árabe brilla desde la recepción con café y dátiles hasta los cuidadosos tatuajes con henna que dibujan arabescos en los brazos femeninos, mientras cada uno deambula por el campamento armando su propio menú en base a carnes asadas, ensaladas, hummus, taboulé y la exquisita pastelería de esta región del mundo, todo almíbar, nueces y dátiles. Para quien quiera, el café final se acompaña con el único chocolate del mundo elaborado con leche de camella. Y el broche ideal de la noche es la iniciación en la shisha o narguile, ese antiguo dispositivo que se utiliza para fumar tabaco o plantas sin nicotina en los países de Oriente. Cuando haya que despedirse, finalmente, la luna estará ya muy alta en el cielo. Y lejos de las danzas y de las músicas que iluminaron la noche, el desierto volverá definitivamente el dueño del silencioz
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