Dom 31.08.2014
turismo

TIERRA DEL FUEGO USHUAIA POR TIERRA, AIRE Y AGUA

La isla del fuego blanco

Crónica de una travesía fueguina por tierra, mar y aire a vuelo de helicóptero y parapente, navegando por el canal de Beagle, en trineo tirado por perros siberianos y en esquí de fondo por el valle de Tierra Mayor. Experiencias accesibles para una tierra extrema.

› Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

El vuelo hacia Tierra de Fuego está sorprendentemente calmo, bajo un cielo diáfano, sin una sola nube. Nuestro avión parece suspendido sobre la planicie continental patagónica como un globo aerostático anclado en tierra. Y en la lejanía vemos la suave curvatura de la tierra trazada en el mar. Al sobrepasar el continente distinguimos a la perfección tras la ventanilla el estrecho de Magallanes, descubierto en 1520 por el gran navegante portugués. Hasta el siglo XVIII, la cartografía mostraba que del otro lado de ese estrecho se extendía la Terra Incognita Australis, aquel continente imaginario prefigurado por Aristóteles que era la antípoda del Polo Norte. Pero aquel continente inexplorado no era más que una isla en la “esquina del mundo”, previa al cabo de Hornos, donde se produjeron 800 naufragios. Esa “nada” patagónica llena de historias rodeadas del aura mítica del finis terrae es la que sobrevolamos ahora en una privilegiada cabina presurizada.

HUMO SOBRE EL AGUA Aterrizamos en Ushuaia y una hora después ya estamos en la piscina del hotel, en lo alto de una montaña, sumergidos en las aguas cálidas bajo una nevada. La piscina cubierta tiene una especie de túnel a través del que se emerge al aire libre, justo al borde de la ladera nevada. Al cruzar al otro lado ingresamos en una extraña dimensión, calurosa y fría a la vez. Mientras los suaves copos nos aterrizan en cámara lenta sobre el rostro, acodados en el borde de la piscina vemos Ushuaia completa al pie de las montañas blancas.

Un baño en aguas calientes bajo una nevada suave, en pleno invierno fueguino.

Al día siguiente abordamos el paisaje de la manera poética en que lo hacían los personajes de Jack London: sobre trineos tirados por perros siberianos en una planicie blanca. Un vehículo nos lleva por la RN 3 hasta el centro invernal Las Cotorras. Allí nos recibe Hugo Flores, un musher o criador de 132 perros siberianos y alaskanos huskies, que son mucho más que simples mascotas acompañando su vida: hombre y perros viven uno para el otro en una relación simbiótica.

Según nuestro musher, los criadores que abrazaron esta profesión en la Patagonia “somos el último eslabón de los hombres que convivían con los perros primitivos en un pasado milenario”. Por eso no se trata de un simple hobby, sino de una cultura que alcanzó su apogeo varios milenios antes de Cristo en el norte siberiano, cuando los nativos chukchies usaban a los perros para sus migraciones y acarreaban en los trineos el resultado de la caza. Es decir, la vida de aquellos hombres dependía directamente de la relación con el perro, que era el eje de su cultura. “Hoy nosotros también dependemos de los perros, claro que de otra manera: los usamos de manera deportiva y al mismo tiempo son nuestro sustento. Antes de comenzar este paseo, me interesa que conozcan la trascendencia de lo que van a hacer”, dice Hugo poniéndose serio.

En sus casetas los perros de ojos azules están tranquilos y se paran en dos patas cuando uno se acerca. “Ellos buscan todo el tiempo que les dé un abrazo; yo me acerco y automáticamente se paran para eso”, cuenta Hugo y lo muestra. Pero cuando los atan al tiro del trineo se vuelven salvajes, les brota ese instinto que todavía tienen de sus antepasados los lobos. Los perros ladran, aúllan, tironean y saltan, mirando todo el tiempo hacia atrás y buscando los ojos del musher para que les dé el silbido de largada.

“A ellos les encanta salir al bosque helado en jauría, se desesperan por andar en trineo y el esfuerzo es más bien intentar frenarlos antes que para hacerlos andar”, explica Hugo y da el ansiado silbido. Nuestro trineo arranca a toda velocidad deslizándose con suavidad para ingresar en un bosque nevado, que parece una postal antigua en blanco y negro.

La conducción de los perros es con los silbidos, sin riendas ni látigos. Los encargados de mantener el ritmo y tirar van en el medio, mientras los perros más torpes y robustos quedan en la última línea, donde su única función es tirar fuerte hacia adelante. El conductor va parado atrás del trineo dando las órdenes y los viajeros vamos sentados, mientras la nieve que levanta la jauría con las patas va cayéndonos en la cara metro a metro.

EN HELICOPTERO Explorado ya el paisaje fueguino por tierra, es momento de volar. Y lo haremos en un Robinson 44, un helicóptero que parece una cápsula vidriada con casi 360 grados de vista panorámica. Nos colocamos los auriculares para atenuar el ruido y el piloto Roberto Valdez activa los comandos para remontar vuelo en línea recta hacia arriba, pero sin avanzar. Luego giramos 180 grados sobre nuestro eje para arrancar hacia el vecino puerto de Ushuaia. Sobrevolamos el antiguo presidio y nos dirigimos al cerro Le Cloche, a 1110 metros de altura. El helicóptero se posa en la cima del cerro, una planicie cubierta de nieve donde bajamos a caminar sobre la cordillera.

El helicóptero es una de las mejores formas de salir a explorar el paisaje fueguino.

Desde la gran terraza natural del cerro vemos la bahía de Ushuaia a orillas del canal de Beagle. Pero lo más curioso es que debajo de no-sotros hay un colchón de nubes que parece un cielo debajo de otro cielo, formando una continuidad visual con el manto de nieve que cubre las montañas.

El vuelo bordea la cima del monte Olivia con sus 1400 metros y sobrevuela el glaciar de altura Ojo del Albino, antes de internarse en el valle de Tierra Mayor hasta el centro invernal Cerro Castor.

A diferencia de esa caja metálica y aislante que es el avión, el helicóptero mantiene una relación a escala humana con el contexto. Su versatilidad permite volar entre los valles por debajo de la altura máxima de los cerros, a 20 metros de las laderas. El paisaje parece al alcance de la mano y el piloto tiene una independencia de movimientos asombrosa para meterse y descender casi donde se le antoje, incluyendo el borde de ese colchón de nubes que nos sumerge en un sueño blanco, donde la mirada cenital le otorga un aura surrealista al paisaje de la terra australis.

ABISMOS BLANCOS Este año la gran novedad aérea en Tierra del Fuego son los vuelos en parapente biplaza desde el centro de esquí Cerro Castor. El protagonista de esta aventura es Silvio Ojeda, quien nos espera en lo alto del cerro, adonde llegamos con un medio de elevación de los esquiadores.

El lugar de lanzamiento está un poco más alto, así que seguimos caminando mientras nos enterramos en la nieve hasta las rodillas, junto con los snowboarders que hacen fuera de pista. Los preparativos requieren concentración. Una vez colocados los arneses, Silvio me une al suyo con mosquetones y estamos listos para despegar. Yo debo correr fuerte cuesta abajo remolcando al conductor, que tiene puestos unos esquíes de fondo.

A la cuenta de tres arranco a correr y nos vamos por la pendiente a todo o nada. Pero en segundos la vela se abre y con una suavidad asombrosa quedamos como colgando del cielo, en medio de un gran anfiteatro blanco de montañas.

Abajo los esquiadores rayan las laderas y nosotros observamos el abismo con sumo relax, como sentados en las hamacas celestiales de un parque flotante, conversando como si nada, colgados de hilos sobre un precipicio de 800 metros. Un cóndor pasa en busca de carroña a pocos metros, observándonos con curiosidad.

Silvio hace girar nuestro vehículo explorando los vericuetos invisibles del aire, en busca de térmicas y dinámicas que nos elevan por sobre los mil metros. Vamos a 25 kilómetros por hora disfrutando de un silencio perfecto bajo un cielo azul sin viento, casi un milagro para el carácter cambiante de la climatología de Tierra del Fuego.

En el aire Silvio me cuenta que hace 11 años que aprendió a volar aquí –en plena cordillera de los Andes– pero lo ha hecho también en algunas mecas mundiales como Iquique y Turquía. A los lejos vemos los valles de Tierra Mayor y Carbajal, abiertos por la fuerza descomunal del paso de un glaciar.

El vuelo es tan suave, sutil y natural que, mientras no se mire fijo hacia abajo, no se siente vértigo. Y al momento de descender todo sucede de la misma manera: “caemos” del cielo con la suavidad de una pluma, parados y sin el menor tropiezo, sumidos en un profundo estado de gracia.

POR AGUA Un pequeño yate para 25 personas nos lleva a navegar por el canal de Beagle, deslizándose por las aguas calmas con la suavidad de un cisne. Atravesamos un archipiélago rocoso frente a la Isla de los Pájaros, llena de cormoranes reales, un ave que se sumerge 30 metros en el canal persiguiendo cardúmenes de sardinas.

A la izquierda aparece otra pequeña isla con una superpoblada colonia de petreles y skúas, y varios centenares de pequeños “cráteres” que son nidos construidos por esas aves que llegan a vuelo rasante para aterrizar justo en su pequeño círculo.

En la Isla de los Lobos –unas rocas desnudas que sobresalen en el canal– reposa al sol medio centenar de ruidosos lobos marinos. Sobre estas rocas viven todo el año las hembras y las crías, mientras los machos llegan para aparearse formando un harén. Cumplida su función, regresan al mar y navegan hasta las costas de Brasil a pasar el invierno con otras hembras.

Luego bordeamos el faro Les Eclaireurs, levantado en 1919. De regreso desembarcamos en la Isla Bridges para recorrer un sendero de interpretación de flora y avifauna, y un conchero donde los aborígenes yámanas dejaban los restos de su alimentación.

Bajo un rojo atardecer regresamos al puerto de Ushuaia, que es como el arquetipo de los puertos del mundo: el último puerto antes del “fin”, donde conviven lujosos cruceros con fantasmales buques oxidados y barquitos pesqueros que, al lado de un trasatlántico, parecen cascarones de nuez. El lugar concentra el aura melancólica propia de Tierra del Fuego y sugiere que hemos llegado al límite real del nuestro mundo, al punto más remoto después del cual ya no queda nada, salvo el viento, el frío y la soledad oceánica.

Surcamos el lugar geográfico inspirador de la vieja idea de un finis terrae habitado por sirenas, monstruosas aves y calamares gigantes que hundían a los buques en los contrafrentes del planeta plano. Hemos llegado al centro del mito del fin del mundo, el mismo confín que hace cinco siglos era el terror de los navegantes, temerosos de caerse en los abismos del universoz

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