DIARIO DE VIAJE UN RESTAURANTE A OSCURAS EN ZURICH
› Por Carolina Reymúndez *
Blindekuh queda en Mühlebachstrasse 148, en el interior de una antigua iglesia luterana de Seefeld. En la entrada hay un cartel negro impreso con letras blancas: Sólo con el corazón se puede ver bien.
Cruzo el portal de madera y se acerca a mí un perro labrador. Me rodea y husmea antes de que un hombre robusto que está detrás del mostrador lo llame: el labrador responde al nombre de Panko. Más tarde sabré que Urban Hartmann, ese hombretón con barba y cabello largo y blanco, era camionero cuando perdió la vista en un accidente de carretera. Hoy es parte del equipo de veinte empleados no videntes y diez que sí pueden ver en el Blindekuh. Tienen distintas capacidades y cobran lo mismo, pero aquí los discapacitados son los videntes.
Ahora espero unos minutos en el hall despojado y silencioso, donde el mundo de la luz todavía anda encendido. De una pared cuelgan tres pizarrones negros con los platos del día escritos en tiza. Ahí uno los ve y piensa qué quiere comer. Adentro la camarera te los repite, pero ya no los ves. Sopa al curry, ciervo con repollitos de Bruselas, penne rigate a la scarparo. De postre, torta de chocolate, pie de manzana o frutas. Se acerca una chica rubia, alta, suiza. Lleva el cabello atado, un delantal azul y los ojos sin pupilas, blancos.
–Soy Anneliese, su camarera. Vamos a pasar al restaurante.
Pide lo que siempre pide: apagar teléfonos celulares, quitarse relojes si tienen luz, deshacerse de encendedores. Prohibido fumar en Blindekuh.
–Apoyen sus manos en mis hombros y déjense llevar. Si durante la comida me quieren pedir algo, sólo griten mi nombre.
La camarera sin pupilas está parada en el codo de penumbra que precede al salón comedor. Me acompaña Adrian Schaffner, el manager de Blindekuh. Regla número uno: la confianza ciega es la base para pasarla bien.
Anneliese Müller tiene veintitrés años y, además de trabajar en el restaurante, estudia lenguas: alemán, inglés y francés. Me apoyo en sus hombros más blancos que azúcar impalpable y desaparecemos en la oscuridad. Desde este instante no volveré a ver por unas horas. Anneliese Müller zigzaguea y un río de voces se agiganta en el espacio insondable. Camino a tientas con pasos de plomo.
–La vista les da el balance para moverse. Ahora ya no la tienen, así que atención a los sonidos –dice ella, y me aferro a su voz como un ciego a su bastón.
Mientras mastico este espacio negro entre mi ceguera y la mesa adonde me lleva la camarera sin pupilas, recuerdo a Olga, una compañera de la universidad y su bastón de metal. Varias veces la ayudé a subir la escalera tomándola del brazo. Ella me explicó que prefería sujetarme, porque de lo contrario se iba a sentir insegura. Me contó que el punto de referencia para un ciego es la pared, que el bastón se usa con la mano derecha, que no se debe levantar más de diez centímetros, que se pierde la noción de las irregularidades del terreno al paso, que es posible golpear a alguien. Mi amiga de la universidad no era muy alta. Tenía los pómulos salientes, los ojos muy hundidos. En las clases tomaba apuntes en Braille, un formato de escritura en relieve basado en la combinación de seis puntos distribuidos en dos columnas de tres. Desde que V. Hauy y L. Braille descubrieron los alfabetos que ahora llevan sus nombres, se multiplicaron los progresos técnicos en favor de los ciegos. Mi amiga no vidente se graduó sin problemas. Nunca más la vi.
Ahora recuerdo que cada vez que nos despedíamos después de una clase no podía evitar decirle: “¡Nos vemos!”. De inmediato advertía mi propia falta de tacto y me maldecía en silencio. Hasta que un día me dijo: “No te preocupes. Yo también digo nos vemos”. Ahora mismo, no sé por qué ella, Anneliese Müller, la camarera de Blindekuh, me hizo acordar a mi ex compañera de la universidad. Tal vez porque ambas son ciegas y uno no conoce a demasiados ciegos en la vida.
En Blindekuh se invierten los roles y todos somos ciegos al menos por horas. Necesitamos de ellos para desplazarnos, para no tropezarnos y estropearlo todo. Hay en el mundo unos doscientos millones de ciegos y disminuidos visuales que recorren a tientas su universo visual. Como pueden, como los dejamos. Quizá les damos el brazo para cruzar la calle. Quizá miramos para otro lado. El disparador de este exitoso restaurante fue una exhibición que se hizo en Zurich. Se llamó Diálogo en la oscuridad y recreaba situaciones en las que personas ciegas guiaban a otras que podían ver. La muestra tuvo tanto éxito que Jorge Spielmann, un pastor ciego que atendió un bar oscuro en aquella exposición, se inspiró y abrió Blindekuh junto a tres amigos ciegos.
–Además de darles trabajo, esta experiencia permite que los que ven aprecien la habilidad que significa moverse en la oscuridad –me dice Schaffner, el manager, el único que no es ciego–.
Para él fue un desafío mudarse del glamour de un restaurante cinco estrellas a uno en el que no se ve absolutamente nada. Schaffner tiene cerca de cincuenta años y es un gourmet flaco. Se define como un hombre muy visual, detallista y sus inquietos ojos azules que saltan atentos de un lado otro lo confirman. Lo conocí por e-mail, cuando yo andaba en Buenos Aires y supe que iría a Suiza por trabajo. Me había enterado de Blindekuh por una amiga argentina que se casó con un suizo y vive en Zurich. Busqué la página en Internet y mandé un mail a quien correspondiera diciendo que quería conocer el lugar. Schaffner respondió que estaría encantado de recibirme. Durante la cena a oscuras me contó que son tantos los periodistas que llegan a Blindekuh que él nunca come con ellos. Pero le pareció “exótico” que viniera desde Argentina y decidió acompañarme.
–Todos los artículos que salieron de Blindekuh suman más de un millón de dólares en publicidad que, como ves, no fue necesaria –me dice Schaffner. Trabajó años en el restaurante de su padre y luego en otros de gran categoría pero nunca a oscuras. Siempre le gustó que las mesas estuvieran perfectas, ni una sola arruga en el mantel, todo en su lugar. Parte del trabajo de Schaffner era corregir a los camareros. Siempre estaba atento a cada movimiento.
–Acá no puedo. Tuve que olvidarme del control tal como lo conocía. Aprendí a confiar en ellos, a entender que son sus propios jefes –me dice con su voz grave, en la noche de Blindekuh.
La oscuridad es húmeda y da frío. Anneliese Müller me deposita en una silla. Lo mismo hace con Schaffner. No veo nada. Ni mis manos, ni las dimensiones de este lugar. Ni al hombre que tengo enfrente. Estoy tiesa frente a una mesa. Esto da un poco de miedo. De ser cierto lo que dicen, que el ochenta por ciento de los estímulos normales son visuales, en este preciso instante percibo el mundo con lo que me queda. Me siento incómoda, encerrada, hasta que mis manos dan el primer paso y deciden ver adónde estamos. Mantel de algodón, cubiertos fríos, servilletas grandes, dos copas y una mesa larga, de madera. Ahora salen mis oídos: se oyen voces muy cerca. Son dos parejas que hablan en francés. Estiro el brazo lentamente, tímida, y compruebo que la mesa continúa aquí y, apenas unos centímetros más allá, hay una camisa, un reloj, pelos, ah, un brazo. Disculpe, señor.
Las mesas son alargadas para que los camareros se muevan más cómodos. En cada una se sientan entre seis y ocho personas, me explica el encargado. Blindekuh se inauguró a fines de 1999 y tuvo repercusión no sólo en Suiza sino en el resto del mundo. Schaffner me dice que le llegan reservas de todas partes y que no siempre las pueden admitir porque no dan abasto. Si hoy pidieran una mesa dos personas para cenar, la fecha más cercana que le da la computadora es dentro de casi un año. El restaurante abre al mediodía y por la noche, y en cada turno se sirven setenta cubiertos. El último mes dos mil quinientas personas vivieron la experiencia de comer a oscuras.
Regla número dos: cruzar la barrera del miedo, relajarse. Pido vino, un tinto español de La Rioja. En cuentagotas, como si estuviera haciendo la digestión, el cuerpo absorbe la oscuridad y la vista se acostumbra al negro. Ahora veo la vida en negro, acaso más que un ciego. No traer a Borges a un relato sobre los ciegos sería políticamente incorrecto. En una conferencia, el escritor disertó sobre su “modesta ceguera personal”, una ceguera total de un ojo y parcial del otro. Dijo que la gente se imaginaba a un ciego encerrado en un mundo negro, pero que no era así: “No es la noche que la gente se imagina”. La ceguera, según Borges, es un mundo oscuro, con rojos, neblinas verdosas y vagamente azuladas. Eso veía él. Pero yo, desde mi silla de madera y en este episodio de ciega, apenas distingo un negro profundo, sin interrupciones. En Blindekuh, sin duda, Borges vería más, pero no sé si lo disfrutaría tanto. Los que lo conocieron dicen que era un tipo aburrido para comer, que no salía de la sopa de arroz, del bife con ensalada y de su arroz con lechez
* El mejor trabajo del mundo, Buenos Aires, Südpol, 2013.
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