SANTA CRUZ. TRAVESíA ENTRE EL CóNDOR Y LAGO SAN MARTíN
Una cabalgata de dos días por las estepas patagónicas sigue la huella del inglés Jimmy Radboone, el “bandido de la Patagonia”, cuya singular historia permite adentrarse en una región remota y legendaria, una tierra de pioneros y aventureros donde reinan el viento y la soledad.
› Por María Zacco
Los caballos esperan en el palenque. Los jinetes se alistan y cargan sus mochilas para la travesía que nos internará en la Patagonia más salvaje y auténtica que se abre hacia la cordillera: allí donde reinan los paisajes desolados barridos por el viento, plenos de aventuras protagonizadas por colonos, tehuelches, bandidos y policías.
El punto de partida es la estancia El Cóndor, a 285 kilómetros de El Calafate. Una cabalgata de dos días culminará en el majestuoso lago San Martín, siguiendo los pasos del inglés Jimmy Radboone, quien llegó a la zona en 1892 y pronto se ganó el mote de “el bandido de la Patagonia”. Cerca del que fue su rancho está el puesto La Nana, sitio estratégico para acceder a extensiones poco visitadas, recorrer la península Mackenna, acercarse a la frontera con Chile y conocer la historia no escrita de estas tierras australes.
DE CARAVANA Por la mañana partimos desde El Calafate en una camioneta 4x4 hacia la Estancia El Cóndor. La RP 11 lleva hacia Río Gallegos y tras 15 kilómetros ya estamos en la Ruta 40, en dirección norte. Los más de 200 kilómetros de recorrido hasta llegar a destino no se presentan como un sacrificio. Al contrario, permiten apreciar en detalle la gama sepia de la estepa, hacia la derecha del camino ondulada y hacia la izquierda más plana, en descenso hacia el lago Argentino. Los guanacos corren a la deriva sin que les importe el trazado de la ruta, por lo que se debe conducir con atención: se plantan como los dueños y señores de la zona y no hay bocina que los amedrente.
Tras recorrer 110 kilómetros hacemos posta en el parador La Leona para tomar algo caliente. Está sobre la Ruta 40, a orillas del río La Leona y a metros del lago Viedma. El sitio, declarado Patrimonio Histórico Cultural de la provincia, fue construido en 1894 por la familia Jensen, que había llegado de Dinamarca. En ese lugar, 17 años antes el explorador argentino Francisco P. Moreno –más conocido como el perito Moreno– había sido atacado por una hembra de puma (“leona” en la jerga local), episodio del que se repuso y dio origen al nombre del río. Pero ésta no es la única historia que hizo famoso al establecimiento.
Los raídos afiches con la leyenda “Wanted” (Buscado) que decoran sus paredes hablan de bandidos extranjeros que buscaron refugio en la Patagonia a inicios del siglo XX. Tres forasteros que habían pasado por allí en 1905 –algo habitual en esos tiempos de colonización– eran buscados días más tarde por la policía local. Se trataba de los estadounidenses Butch Cassidy, Sundance Kid y su esposa Ethel Place, famosos ladrones de bancos y trenes, quienes huían de la Justicia tras haber robado el Banco de Londres en Río Gallegos.
Otra vez en la ruta. Atrás quedaron los álamos centenarios que rodean a La Leona y todo es aridez. Transitamos un viaje fuera de tiempo, donde los paisajes asoman como rápidas postales entre las nubes y se pierden en el horizonte. Son imágenes de ensueño que parecen conducirnos hacia el Lejano Oeste: se nos antoja que, en cualquier momento, podemos toparnos con los cañones de Monument Valley, donde se rodaban los westerns de John Ford.
En Tres Lagos, doblamos efectivamente hacia el oeste y 120 kilómetros de ripio echan por tierra esa idea. Sin embargo, en esos espacios infinitos se percibe el espíritu de aquellas películas, que recreaban a través de distintas historias la incertidumbre de quienes decidieron lanzarse a la exploración de nuevos territorios en el siglo XIX.
El camino ya bordea la margen sur del lago San Martín y al pasar por la península Maipú la estepa se transforma de modo abrupto en cordillera. El cerro Astillado, con sus 2005 metros de altura, domina el paisaje poblado de cipreses, entre los que asoma el color turquesa del espejo de agua. Después de cruzar varias tranqueras, aparece el casco de la estancia El Cóndor, al pie de la cordillera de los Andes, amparada del viento por un cerco de álamos.
LEJANA PATAGONIA Hombres vestidos de gauchos –nuestros vaqueros– caminan entre las cinco construcciones que componen el área habitada de la estancia. Jaime Smart, el administrador, invita a recorrer el casco y sus alrededores antes del almuerzo.
La casa principal, de adobe, fue construida en 1909. Se conserva casi intacta, ya que, a pesar de haber sido restaurada, el trabajo se hizo respetando los materiales originales. Los ambientes están decorados con muebles y objetos típicos de gran parte de las estancias patagónicas establecidas en la zona desde inicios del siglo XX. En las chimeneas del living y el comedor siempre arde leña, lo que se agradece al atardecer, cuando la temperatura desciende y el viento frío recuerda que estamos en la Patagonia.
Otros huéspedes nos sugieren hacer distintos circuitos de caminatas. Todas son prometedoras: 40.000 hectáreas ofrecen recorridos con senderos señalizados que conducen a bosques cerrados, ríos, lagunas y playas. Empezamos bordeando el lago San Martín y el camino, repleto de curvas, sorprende con vistas contrastantes, algunas surrealistas, siempre enmarcadas por el espejo de agua.
A las 23.30 la luz se apaga y todo es oscuridad y silencio. El silbido del viento y el paso lento de los caballos en los corrales devienen un arrullo impensado para caer en un sueño profundo. Al día siguiente, muy temprano, habrá que partir en busca de los dominios del bandido Radboone.
La destreza de cada uno determina el caballo que le tocará montar. Roberto es manso y amigable, pero bastará empezar la marcha para que se desvíe de la senda y busque los caminos paralelos. Sin duda está probando al jinete, pero pronto vuelve a reunirse con el grupo, acompañado por Corbata, un border-collie que parece supervisarlo todo. Tras cruzar dos ríos se abre el lago San Martín manchado de islas. Más allá, los bosques de lengas y ñires hacia donde nos dirigimos. El viento se concentra a medida que el camino asciende, atraviesa las lengas que nos acarician con sus barbas verdes y lleva hasta una llanura, todavía con restos de nieve, desde donde se aprecia una vista panorámica de la laguna azul, resguardada por paredones coloridos.
Tras una pausa, el destino es el puesto La Nana, donde pasaremos la noche. El sol del atardecer intensifica los matices de las rocas y el azul de lago, que contrasta con las matas negras. Después de atravesar una tranquera se llega a una playa: al fondo se ve la arboleda que protege al rancho de Jimmy Radboone. La bandera argentina flamea enloquecida por el viento en el puesto, donde los anfitriones prenden la cocina de leña para preparar cena, que tendrá lugar a la luz de las velas, entre relatos extraordinarios.
El aroma a tostadas despierta al grupo. Durante el desayuno conocemos más detalles de la vida de Jimmy, que llegó a la Argentina en 1892, cuando tenía 19 años y trabajaba como domador de caballos en la Isla de los Estados. Su pasión por las apuestas le jugó una mala pasada: ganó una que le fue pagada con un cheque a cobrar en Punta Arenas. El documento era robado y terminó en la cárcel. Logró escaparse, recuperó sus caballos y se convirtió en prófugo de la ley, tanto argentina como chilena. Si bien era inglés, le bastó su acento “gringo” y un desafortunado episodio para convertirse para siempre en “el bandido de la Patagonia”.
En su huida halló refugio entre los habitantes originarios de la zona, los tehuelches, con quienes compartió su vida hasta que se enamoró de Juana, hija del cacique Mulato. Se la llevó y se instalaron, eludiendo a la Justicia, a orillas del lago San Martín, en la actual península Mackenna, donde se encuentra La Nana. Allí construyó su puesto con adobe colocado, mezclando barro con feca de caballo y coirón. Se dedicó a la cría de ovejas y a la esquila –era tan diestro con las tijeras que llegó a ostentar un record de 236 animales esquilados en el día–, lejos de las actividades delictivas. Con Juana tuvo nueve hijos y cuando cumplió 60 años consideró que era momento de dar a conocer su historia: contactó a varios periodistas que no salían de su asombro.
Así nació el libro Jimmy, el fugitivo de la Patagonia, de Hebert Childs, donde el destino del inglés se cruzó con el de los huelguistas rurales argentinos que en 1922 huían hacia Chile y con el del italiano Alberto María de Agostini, un sacerdote salesiano –además de geógrafo y fotógrafo– que pasó por allí en sus expediciones a los Andes australes.
Una caminata lleva hasta el rancho de Jimmy, en ruinas. Los contrastes de la península Mackenna, con sus extensiones, a veces áridas, otras verdes, y las aguas quietas del lago crean una imagen cinematográfica. A metros de la orilla, los cipreses rodean el antiguo casco. Una tropilla de caballos salvajes atraviesa la escena. Al verlos no es difícil pensar que la sensación de libertad habrá sido lo que atrajo a Radboone de este paisaje remoto, así como decidió a muchos otros a cambiar el Lejano Oeste por la lejana Patagonia.
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