Sáb 11.10.2014
turismo

DIARIO DE VIAJE. UN PASEO POR LOS CANALES DE VENECIA

Laberinto de agua

El periodista y ensayista colombiano Germán Arciniegas, figura del movimiento americanista del siglo XX, dejó sus impresiones sobre la Italia de los años ’50 en un libro-guía “para vagabundos”. Su paso por Venecia lo dejó prendado de ese mundo donde todo comienza y todo termina en el laberinto de canales.

› Por Germán Arciniegas *

No hace muchos años, a Venecia sólo podía llegarse por agua. Hoy desconcierta entrar a la ciudad en automóvil. El puente que se ha tendido sobre el mar es tan poco puente, es tan carretera, que no se cae en la cuenta de que sea lo que es. Comienza en la tierra firme y termina en un garaje. Al salir de este edificio de muchos pisos y una azotea en donde se van archivando las máquinas, los porteros gentilmente le dicen a usted: “Entréguenos su equipaje, y vamos al agua”.

Se llega al hotel tomando el vaporetto, alquilando un motoscafo o en góndola. En una ciudad de agua, el vaporetto corresponde a lo que en una ciudad de tierra es el tranvía, el motoscafo sería el automóvil, y la góndola, echar a pie o en bicicleta. Es obvio que lo mejor es la góndola. En cuanto el portero pone las maletas en la barca, queda el visitante inscrito en la población flotante de la ciudad archipiélago en donde cada manzana es una isla.

En los primeros días el embrujo de las propias experiencias no permite darse cuenta de que no hay cosa en la vida veneciana que por agua no venga y por agua no se vaya. La novias vestidas con encaje de soles de Venecia salen de la iglesia a las góndolas de cojines blancos. Los muertos se llevan a la isla del cementerio en soberbias góndolas de paños negros y galones dorados, seguidas de las que van cargadas de flores. Se ven inmensas barcazas con montañas de garrafones vestidos de mimbre, que llevan el vino a las bodegas; otras con cargamentos de duraznos que llenan de perfume el gran canal, camino del mercado. Entra el agua por unas arcadas enormes que se abren en la planta baja de un palacio, y se ven al fondo unas naves esmaltadas de rojo con bocas doradas: son las máquinas del cuerpo de bomberos. Frente a la iglesia de Santa María del Orto están amarradas otras muy diferentes: son las de la agencia de pompas fúnebres. A la puerta del edificio en donde se edita el Gazzetino están las que distribuyen el periódico. Delante del hospital, los motoscafi de las ambulancias.

En la noche son las serenatas. La galaggiante es una barca grande que se ve mover lentamente empujada por los remeros, como una canasta iluminada con bombillas de colores. Ahí van los músicos y los cantores. A medida que avanza, reúne un cortejo de góndolas con farolitos venecianos, en donde van cuantos quieran seguir la serenata. Apenas se oyen los remos de los gondoleros. El gran canal se convierte en caja de música: como los organillos de los ciegos, repite siempre “O sole mio”, “Torna Sorrento”, “Santa Lucia”...

Y como la música que tocan los ciegos, tiene algo que llega, más que al oído, al alma. Al programa de música italiana se han incorporado el “Ayayay”, “Si a tu ventana llega una paloma” y algún tango argentino. El gondolero que nos lleva, nos dice: “Este que canta es un gran tenor de la Opera, pero como ahora la situación...”. Y debe ser cierto. A veces, hay cincuenta o más gondoleros que hacen coro a los cantores de la nave principal, y se desemboca en pleno teatro. Siluetas de gondoleros y proas de góndolas que parecen notas de escritura musical cobran a la luz de la luna la gracia que tuvieron para nosotros los álbumes de tarjetas postales que fueron nuestro libro de viajes en la infancia.

El domingo me despertó una banda de música militar. Abrí la ventana esperando ver a los hombres de colores que soplan cobres y revientan tambor, marchando por las calles con botas de charol. Nada de eso. Toda la banda iba metida entre la panza de un vaporetto, y lo llenaba hasta la proa. En vez de la marcha de ganso que resuena en las piedras, los músicos iban por una calle de agua, parados como en una pintura. La calle de agua los hacía desfilar, y otra vez el mundo se me volvió al revés.

PARA CADA COSA UNA ISLA No se trata de que Venecia se haya metido dentro del mar. Ocurrió lo contrario. El Adriático invadió la tierra firme, y formó una laguna que es un mar pequeño. Sólo quedó de la costa un cordón de tierra roto en tres partes, y dentro de la laguna, por donde hoy pasan los transatlánticos, muchas islas. Venecia es una de ellas, pero cortada por tantos pequeños canales que hacen de la ciudad otro archipiélago. De Venecia a las otras islas hay largas distancias, pero como la laguna está protegida por ese filo de costa que dejó el mar, las mareas apenas si se sienten y se navega como en un lago tranquilo.

Hay una isla para los muertos. Está cercada por una pared de ladrillos con un filo blanco. Sobresalen los cipreses. Las barcas de los funerales llegan al atrio de la iglesia. Al lado, el claustro del convento. Luego, el antejardín de magnolios y oleandros. En seguida, el camposanto. Todo limpio, con mármoles blanquísimos entre los árboles. Primero, el cementerio de los niños. Luego, el vasto cementerio de los mayores. En cada lápida, una historia. Las de los niños, diminutos poemas de candor.

Está la isla de vidrio. Esta es Murano. Generaciones de artesanos se han pasado la vida sacando de los hornos la melcocha al rojo blanco, meneándola por el aire con la punta de largas bodoqueras, soplándola con ese soplo de donde salen o la copa o el jarrón o la botella. Luego, arandelas, asas, vidrios de colores, hasta producir la espuma transparente de Murano, que en follajes y flores hace de las lámparas jardines de vidrio, y en las mesas espera al vino y al agua en las copas. La isla tiene rincones secretos, donde trabajan los artistas anónimos del cristal cortado, los que hacen las aplicaciones de oro.

Hay una isla de encajes, Burano. Las niñas de diez años, las viejas de ochenta, se pasan la vida con la aguja dándoles a los tambores, o con los bolillos trenzando hilos, para sacar en años un mantel donde no hay un centímetro de trapo. Una malla de flores, de fantasías, lleva a los más remotos países del mundo, a la mesa del emperador del Japón o del presidente de cualquier país de América, al velo de una novia o al hueco de una ventana un mensaje del hilo veneciano.

Hay la isla del convento. Para saberlo basta ver los árboles y la iglesia, para saber que es de franciscanos. Va la enorme barca en que llevan sus cargamentos los capuchinos. Los doce frailes remeros, de amplias faldas castañas y cordones blancos, se mueven para morder el agua al mismo tiempo.

Está la isla de la sabiduría, o de San Giorgio, donde se están convirtiendo claustros que pasaron de los frailes a los soldados, en aulas, bibliotecas, salas de debates, alojamiento para sabios. En un futuro no lejano se harán allí grandes asambleas universitarias. No muy lejos está otra isla que parece una colina flotante. En torno de la colina edificios como de convento. Arriba, un huerto con terrazas y árboles frondosos. Por las terrazas y bajo los árboles, gentes que no hacen nada, que miran al mar o al cielo, que cantan, que dicen disparates: es una isla de los locos.

Hay otra isla para nada. Es un pequeño hexágono, bien amurallado. Dentro, unos árboles. Y nada más que unos árboles. Está la isla que en otro tiempo fue reservada para los judíos, la Giudecca. Cortada por cinco grandes canales, es como siete islas en una. Está la isla de la Grazia. Está la isla de la peste, para los virulentos, los tifosos, los apestados.

Está la isla desierta de Torcello, la primera Venecia, con su catedral del siglo VII, del IX y del XI. Un enorme mosaico bizantino del XII es la versión primitiva del juicio final en trocitos de oro y de sencilla fe. Las islas de la laguna se poblaron cuando los bárbaros invadieron Italia. Esos caballeros de hierro no se aventuraban al mar, y huyeron a las islas las gentes de la costa, desde Ravena. Llegó el obispo con el tesoro de su iglesia, y con él campesinos, y bravos artesanos. Torcello fue la primera ciudad. Una isla espléndida y activa que cualquier día quedó sin un alma. La gente salió para Venecia. Hoy en torno de la catedral no hay sino un poco de silencio, y unas viejas que venden postales. El tesoro es de leyendas.

* Germán Arciniegas, Italia, guía para vagabundos. Buenos Aires, Sudamericana, 1957.

Un puente sobre los canales de Venecia, la ciudad flotante que fascina a los artistas.

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