BUENOS AIRES REMO, ABEJAS Y RESERVAS EN EL TIGRE
El Delta se vive en el agua y en la tierra, una unión que se respira en las reservas que buscan proteger el particular ecosistema local. Y después de aprender a remar por los arroyitos, hay emociones fuertes pero dulces para iniciarse en la apicultura rodeados de miles de zumbantes abejas.
› Por Graciela Cutuli
Si uno cree que para vivir emociones –de las más fuertes a las más bucólicas– hay que viajar lejos, Tigre lo desmiente enseguida. No hace falta, como se podría pensar, lanzarse a las acrobacias acuáticas ni al vértigo del jet-ski; tampoco subir a una montaña rusa con vista al río (suponiendo que uno abra los ojos en las alturas) en el Parque de la Costa; ni andar trepando sobre las plataformas aéreas de Euca y sus juegos de equilibrio. La primera emoción fuerte tiene sabor dulce, se descubre sobre el arroyo Santa Rosa y permite ingresar en el bullicioso mundo de las abejas. La segunda emoción baja las revoluciones y resulta refrescante en los ardientes días de diciembre: es una clase de remo, de la mano de expertos, para descubrir cómo dominar un kayak en los arroyitos del Delta. Y la tercera apaga los motores para disfrutar, sencillamente, el “descanso del turista” en un complejo sumergido en la naturaleza y al borde mismo de una reserva natural.
DULZURA TIGRENSE Familiares, inevitables, golosas: Antonio Machado hablaba de las moscas, pero los calificativos podrían aplicarse a las abejas. Que en el Delta parecen haber encontrado un hogar productivo en la casa de Marta Mattone, tigrense de vieja data –se mudó aquí hace décadas– y apicultora experimentada, que abre las puertas de su casa y sus colmenas para vivir una experiencia diferente. “En el ‘80 –rememora– no tenía vecinos inmediatos y el televisor era a batería.” Los tiempos cambiaron: hoy recibe a los huéspedes en el complejo Mi Casa en el Tigre, que ofrece cuatro viviendas en alquiler, todas equipadas y con un detalle particular en sus despensas: yerba, azúcar, café, té... y miel.
Pero incluso sin alojarse, la visita a los colmenares que organiza Marta es imperdible. Después de recorrer unos metros hacia el lugar donde están los cajones –repartidos en cámara de cría y cámaras melarias– se pueden ver las máquinas desoperculadoras: es decir, las que calientan y cortan la cera del opérculo, la “tapita” que protege a la miel de la humedad dentro del panal: “La miel es hidroscópica, absorbe la humedad del ambiente, y por eso la abeja la cubre”, explica Marta, atareada entre sus herramientas, que incluyen un extractor radial de 24 marcos para captar la miel, acopiarla y pasarla por un cedazo, y un calentador especial –”eso que parece un pisapapas gigante”– porque la miel cristaliza con el frío y se licua con el calor. “Aquí se cosechan cuatro colores de miel, en cuatro épocas diferentes del año. Se destacan la miel de ligustrina y zarzamora, que es lo que crece masivamente en la isla”, precisa la apicultora.
Hasta ahí, cualquiera puede llegar: pero el momento clave es cuando hay que calzarse el traje de apicultor y, cubierto de pies a cabeza, poner rumbo a los cajones donde zumban millares de abejas. Marta distrae el momento explicando la conducta de las abejas, el modo en que conviene comportarse, la importancia de evitar gestos bruscos y los secretos de la vida en las colmenas, con un aplomo que invita a la confianza. “No tienen por qué agredir, la persona no es de su interés. Venir aquí es la verdadera manera de recorrer el camino de la miel, de conocer el mundo de la abeja. Yo uso la miel para educar, ése es el objetivo de las visitas guiadas a las colmenas”, subraya, impertérrita, aunque la envuelve una nube de abejas tan insistentes como las de Machado.
Después de explicar en detalle el proceso, se regresa por el mismo camino isleño –ya sin traje porque las colmenas quedan atrás–, pero enriquecidos por la experiencia de inmersión en la industria ecológica de la miel. Y para bajar la tensión que aún zumba en los oídos, Marta invita con nueces tostadas y, por supuesto, una infusión endulzada con miel que va directo “de la abeja a la mesa”.
REMO A REMO “Yo me enamoré de las islas. Estar en el río, en el agua, me quedó para siempre. Me formé en el Club San Fernando, en la época en que los clubes no tenían instructor”, recuerda Inés Rey, alma máter de Remo en Delta, donde enseña a los principiantes los secretos de manejar una canoa o un kayak, o guía a los más experimentados en sus incursiones por los arroyos. Todo tiene su técnica y para todo hay un momento: “El remo –subraya– permite disfrutar plenamente del movimiento armónico y coordinado del cuerpo, y también de esa sensación de libertad que da el moverse en una embarcación por el agua”. El día de nuestra clase, uno irá al timón y el otro a los remos, cada uno con la postura correcta de brazos y piernas, para dominar el movimiento de las palas y el “punto muerto”, con los remos paralelos al agua. Se aprenden además las partes del remo y la forma de moverlos para que la embarcación avance con equilibrio en la dirección deseada.
Al principio parece inmanejable: pero, por suerte, el kayak parece resistir no sólo el paso de otras embarcaciones y la estrechez del canal, sino sobre todo la inestabilidad de los remadores inexpertos.
Hasta que, pala va, pala viene, con ayuda de Inés de pronto todo parece fluir sobre las aguas y casi sin darse cuenta avanzamos cómodamente y dejamos de pensar en el esfuerzo o en equilibrio para disfrutar, sencillamente, de la cercanía con el agua y esa naturaleza que se toca con las manos.
Nuestra instructora tiene experiencia en enseñar y se nota en las clases, que son personalizadas, en botes par y doble par de paseo con timonel. Hay quienes las prefiere individuales, y quien, compartidas: en todo caso, no hay forma de negarse a la experiencia, ya que no es preciso sumarse a un curso fijo sino que se pueden tomar clases por única vez, en forma aislada o continua, según los tiempos y los objetivos de cada uno. “Combinado con la natación –asegura Inés–, el remo es el mejor ejercicio. Este tipo de remo en bote trabaja las piernas, los brazos, todos los músculos pectorales. Pero sobre todo trabaja la cabeza, porque te conectás con lo mejor que nos rodea.” ¿Y cuándo se puede decir que uno aprendió? “Cuando pueden venir y alquilar botes en forma independiente”, responde nuestra instructora, que además invita a vivir una experiencia única ideal para el verano: las remadas nocturnas en las noches de luna llena, que se organizan en grupo y terminan con cena y fogón. El calendario, por supuesto, lo pone la naturaleza.
JUGAR Y EXPLORAR En este contexto que reúne por un lado la naturaleza exuberante del Delta, y por otro, la cercanía con la ciudad y la consecuente afluencia turística, es todo un desafío crear servicios para los visitantes que tengan una “pata” de servicios y otra ecológica. Sin embargo, Amarran Sancho lo logró con creces. “Lo que gusta del lugar –explica Gustavo Scheidegger, creador de este complejo que reúne alojamiento y reserva natural– es el equilibrio entre lo agreste y lo funcional. Hay que cambiar la idea de que lo agreste es berreta.” Su experiencia empresarial se nota a primera vista: “Lo que creo nos convierte en sustentables es que hemos construido en palafito, no rellenamos ni cambiamos el curso de nada. Y tenemos una planta de ósmosis inversa, que genera agua potable de excelente calidad. Es agua de pozo a 80 metros: el Tigre fue un mar, entonces a esa profundidad hay agua de excelente calidad, pero con sales. La ósmosis inversa es un proceso de filtrado que deja el agua impecable”. Amarran Sancho tiene también un sistema de tratamiento de residuos, compost y huertas: pero sobre todo tiene una reserva en cuyo corazón se levantan las cabañas. Todo tiene una razón de ser: “Poner todas las cabañas sobre la costa ahoga –dice Scheidegger–, por eso aquí las pusimos en el bosque. Antiguamente, esto fue una quinta de forestación y frutales. Es el motivo de que nuestro terreno esté lleno de zanjas, cruzadas por hasta 80 puentes. Lo que estamos haciendo no es recuperar el humedal, sino recrearlo, porque tenemos un dique –el albardón– hecho por el ser humano”. Con ese objetivo, se están plantando especies autóctonas: la idea también “es traer fauna, pero primero hay que protegerla de perros y cazadores furtivos”. El asesoramiento corre por cuenta de dos biólogas, Cecilia Diminich y Sofía Torti, que ayudan al relevamiento de especies y tienen a cargo el vivero, ya que “aquí hay una comunidad de gente que busca la planta nativa y se intercambia plantines”.
En pleno ambiente natural, es posible alojarse en ocho bungalows y ocho habitaciones, de 30 y 22 metros cuadrados, respectivamente, y participar grupalmente –aquí se hacen muchas actividades para empresas– en un circuito outdoor que incluye tirolesa, balancines, plataformas y un gran espacio de fogón. A futuro, habrá una entrada que inicie la reserva, bien delimitada, para que la gente “cobre más conciencia. Hoy el sendero no tiene circuitos, pero sí puentes numerados que permiten orientarse y hacer el recorrido a pie rodeados de agua y verde”. Una apuesta imbatible para el verano en el Tigrez
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