Dom 14.12.2014
turismo

ARGENTINA VISITA A FAROS CON HISTORIA

Guardianes de la costa

Las señales luminosas que pueblan los 4000 kilómetros del litoral costero argentino ofrecen un sinfín de historias y atractivos. De Buenos Aires a Tierra del Fuego, un puñado de faros irradia un aura legendaria particular, que los convierte en objetos de culto para los viajeros románticos enamorados de la soledad.

› Por Sonia Renison

La simpleza de sus formas y la vitalidad que proyectan, luminosa, se imponen en el horizonte. Y es en la combinación de mística y romanticismo que sugieren los faros donde se reconocen los amantes de las travesías. Por agua o por tierra, llegar a estas torres lumínicas de más de un siglo de antigüedad –a veces siguiendo una huella apenas marcada en el campo– es parte del atractivo que desde tiempo inmemorial puebla los libros de aventuras. Aventuras que en el imaginario común tienen su anclaje en las narraciones literarias, desde Julio Verne hasta Jorge Luis Borges. Pero, se sabe, hay tantas historias como faros en el mundo.

Altos, bajos, cilíndricos o hasta cuadrados, los hay de diferentes formas y variados materiales, construidos de metal e incluso de adobe. Su servicio de vigía fue la salvación para los navegantes que debían alejarse de las costas cuando casi ni cartas náuticas como las actuales había, y los marineros se veían obligados a guiarse por accidentes costeros que muchas veces eran los mismos que les provocaban los naufragios.

DORMIR EN UN FARO Entre los 64 faros que pueblan el litoral costero argentino hay uno solo que ofrece alojamiento. Y se llega a través de la Península Valdés, en Chubut, cuando se recorre el ripio de las rutas internas que conducen hacia Punta Delgada. Un cartel enorme y altísimo anuncia su acceso pero sin verlo: la llegada se produce de a poco, cuando la distancia se acorta y se termina el mapa. Sencillo, pintado de color ladrillo, aparece entre los arbustos que matizan la aridez de la estepa con sus construcciones originales: la estafeta postal, la pista de la aeropostal, la casa del farero y las dependencias de quienes habitaban allí antaño, cuando el turismo era una quimera. Todo está casi, casi como era entones. Los acantilados que lo rodean dejan, sin embargo, algunos senderos para recorrer las inmediaciones, para conocer una colonia de elefantes marinos, para disfrutar de unas cabalgatas o travesías 4x4.

El interior del faro de Punta Delgada, una escalera caracol hacia el horizonte.

Pero lo que atrapa –la auténtica magia del faro– ocurre a partir del anochecer, cuando se enciende el haz de luz que recorre el mar, proyectando un punto de luz sobre la oscuridad costera. Mientras tanto, el resto de las horas del día, unos bancos de madera ubicados en forma estratégica de frente a la nada –o al todo– son ideales para imaginar el mundo detrás del horizonte que une el cielo con el mar.

A FRANJAS Su silueta colorida sobre el cielo gris fueguino ilumina el paisaje con sus notas blancas y rojas incluso durante el día. Muchos lo conocen en las travesías náuticas por el canal de Beagle, cuando las embarcaciones se aproximan al faro Les Eclaireurs, popularmente bautizado como “el del fin del mundo”. Frente a Ushuaia, sus once metros pintados a franjas hoy ofrecen luz a través de paneles solares. La soledad extrema refuerza esa idea del “fin del mundo” cuando uno se aproxima embarcado, resistiendo el movimiento del oleaje, y el viento y el frío que raspan el rostro. Pero los expertos apuntan que el verdadero faro del Fin del Mundo –que hizo famoso Julio Verne en una de sus novelas de aventuras por tierras exóticas– está más lejos, en la Isla de los Estados, y se llama San Juan del Salvamento.

Por mar siempre la travesía genera adrenalina. Y una alternativa de aventura es la que promete Camarones, en las costas chubutenses, donde con viento y marea a favor se puede acceder al faro de isla Leones. Puede sorprender una tormenta, eso sí, y entonces los navegantes deberán permanecer en el islote hasta que amaine. Pero le suma aventura.

La hora mágica en El Pedral, en Punta Ninfas, donde se realizan avistajes de avifauna.

De la misma forma se llega al ahora famoso faro de isla Pingüino, donde faro y casa de farero son ruinas pobladas por una colonia de pingüinos de Magallanes, mientras detrás –en un cañadón de rocas rojizas– anida la colonia de pingüinos de Penacho Amarillo, que llegan cada primavera y permanecen todo el verano.

Los viajeros terrestres deberán saber también que, entre los faros, hay algunos que obligan a atravesar tranqueras para acceder. Así ocurre con el de Punta Quiroga, nuevamente en Península Valdés, donde son nada menos que catorce las que se abren y cierran sucesivamente. Un vaivén que hace sonreír a los lugareños, cuando algún citadino lo hace con gusto por la novedad que significa.

Pero si hay un record de tranqueras, lo tiene el faro de Mayor Buratovich, en territorio bonaerense, a unos 60 kilómetros de Punta Alta: esta vez suman 23 en el camino de acceso. En esta región se encuentra también el faro Recalada, el más alto de Sudamérica gracias a sus 74 metros y que “se mueve”, según dicen quienes han trepado su interior hasta la óptica, la maquinaria de donde se emiten los rayos de luz, pues oscila debido a su altura.

Buenos Aires concentra unos diez faros desde San Clemente hasta Rincón y muchos veraneantes visitan el de Punta Médanos, a 15 kilómetros de Pinamar, con sus 298 escalones y casi 60 metros de altura. Lejos de sus medidas, es la historia de su construcción el relato que atrapa. El faro es de metal, y lo hizo la misma firma que construyó la Torre Eiffel, símbolo de París por excelencia. Fue la Barbier, Bénard & Turenne, especializada en la construcción de faros, la compañía que envió las piezas de metal en cajas: y como si fuera un mecano, se armó aquí en coincidencia con la Exposición Universal de 1900. Si de historias y leyendas se trata hay una que cuentan en torno de esta construcción, nacida a partir de un vidrio tallado donde dice: “Sofía Palmerini. 1902”. Es la imaginación la que traslada a ese instante. La niña, la joven, ajena a convertirse en la primera autora de un graffiti en la zona, talló su nombre en ese vidrio. Habrá sorteado vientos, lluvias o tan sólo presa de la curiosidad llegó hasta allí. Y hoy la pieza puede verse, junto con documentos y fotos, en la sede porteña del área de balizamiento de donde dependen las señales lumínicas de toda la costa, en el Servicio de Hidrografía Naval, el más antiguo de la repartición. Lo cierto es que estos campos que rodean el faro de Punta Médanos pertenecieron a Rafael Cobo y la porción donde se emplaza la torre le fue expropiada justamente para construir la torre hacia 1893.

Nada menos que catorce tranqueras hay que atravesar para llegar hasta el faro de Punta Quiroga.

Pero de los detalles que distinguen a unos y a otros es el más antiguo –hoy Monumento Histórico Nacional– y construido de adobe el que tiene más fácil acceso. Está en el balneario El Cóndor de Viedma, Río Negro, y tiene torrero (es decir, farero). Funciona desde 1887. A sus pies, el acantilado que se precipita contra la playa tiene aspecto de queso gruyère gigante, y es el sitio donde anida la mayor colonia de loros barranqueros del mundo. El biólogo Mauricio Failla desarrolló un proyecto sustentable al que sucumben naturalistas de todo el mundo para observar estas aves.

CON OTRAS FORMAS Siguiendo la línea de la costa, en esto de ser únicos hay un faro cuadrado; es el faro San Jorge, en las afueras de Comodoro Rivadavia, Chubut, al que por su forma se compara con la “lanterna di Genova”, de base cuadrada y diferente de los clásicos cilindros que se acostumbra ver. El primero en tomar esta forma dicen que está en Pillar Rock, la costa de Holy Island en Escocia. Data de 1905, izado sobre un peñón que atrajo a una comunidad budista sobre la bahía de Lamlash, que eligen para hacer retiros espirituales.

Una imagen similar, sobre un peñasco y con puertas ventanas que balconean en forma directa al mar, es la que ofrece en Santa Cruz el faro de Cabo Blanco, llamado así porque hay un peñasco sobre el mar teñido de blanco por el efecto del guano que durante cientos de años generó la colonia de cormoranes de este lugar desolado. Era la referencia para tantos marinos que surcaron estas aguas, y hoy está habitado por el personal del SHN. En el pasillo que comunica con las habitaciones hay una puerta de vidrios chiquitos que se abre al balcón y da directamente al océano, que golpea con fuerza contra las rocas.

Para los que hagan esta ruta con pasión, en el extremo más austral del continente –donde inicia su recorrido la Ruta Nacional 40 en su Kilómetro Cero, en Santa Cruz– está el faro de Cabo Vírgenes. La casona centenaria del farero, con piso de pinotea, alberga un museo donde se relata la vida de los primeros pobladores y hasta hay restos arqueológicos de un trabajo que realizaron investigadores universitarios para conocer la historia de aquel primer grupo humano que quedó varado allí, luego de un naufragio. Tiempos duros, que le dieron el mote de Puerto Hambre.

Los especialistas dicen que la gente rumbea para ver los faros desde las rutas, caminos y playas. Se asoman. La curiosidad los atrapa y los anima para aproximarse y verlos de cerca. Al final, todos quieren entrar, subir y llegar hasta la luz. Desde Recalada hasta el Faro Esperanza y el 1º de Mayo en la Antártida, los faros son vigías y pasión. Un recorrido de cultoz

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