BRASIL. RECIFE, PORTO DE GALINHAS Y OLINDA
Kilómetros de arena blanca y puro mar para surfear, bucear o simplemente no hacer nada. Es la atrapante costa de Pernambuco, en el Nordeste brasileño, donde se destacan Recife Antiguo, Porto de Galinhas y Olinda, la “capital bohemia” de la región.
› Por Emilia Erbetta
Fotos de Martín Mangudo Y Embajada de Brasil
Son treinta y dos kilómetros de arena blanca: tiene que haber algo para cada gusto. Y hay: el municipio de Ipojuca, a menos de una hora de Recife, tiene el litoral más extenso de Pernambuco y un tipo de playa para cada visitante, con olas fuertes para surfear en Maracaipé o Cupé, piscinas naturales de aguas tibias en Muro Alto, y la postal de los cocos y el mar celeste intenso de Praia dos Carneiros.
El punto de referencia de la zona es Porto de Galinhas, una de las playas preferidas del Nordeste brasileño, que se puede disfrutar con distintos presupuestos, durmiendo en posadas austeras o en resorts de lujo y hoteles all inclusive. Todo lugar tiene su excursión obligada y acá estamos, camino a las piscinas naturales de Porto, en un bote de madera con vela que se llama jangada y, nos aseguran, es mucho más estable de lo que parece. El área está protegida por el municipio, y lo empleados de Medio Ambiente cuidan que nadie toque o pise donde no se debe.
Después de observar erizos y pececitos de colores en las piscinas que se forman cuando la marea está en el punto justo –ni altísima como para taparlas ni muy baja como para dejarlas secas– podemos zambullirnos donde nos indican y mergulhar (bucear) un rato con peces de nombres simpáticos como donzelinha o sargentinho.
Para conocer todas las playas (menos Carneiros, que está más alejada, a unos 50 kilómetros) una buena opción es contratar entre cuatro alguno de los buggies que hacen el paseo ponta-a-ponta, desde el Pontal de Maracaipé, donde el río del mismo nombre se encuentra con el mar, hasta Muro Alto y Cupé.
En el pontal, de nuevo hay que subirse a la jangada. En el bote vamos seis y cuando el río pierde profundidad, el jangadeiro pide que alguien se baje, para alivianar. La jangada avanza suave y se detiene frente a unas piedras. Ahí, parece, hay caballitos de mar. El jangadeiro se sumerge, trae un hipocampo en un frasco y, aunque los niños se entusiasman, los adultos estamos un poco desilusionados. Es que, supuestamente, este momento es el hit de esta excursión: y sin embargo, lo mejor del paseo no son los hipocampos sino el vaivén lento de la jangada entre los mangles, unos árboles de raíces aéreas que forman los manglares, los bosques pantanosos que dan cuerpo al típico paisaje del litoral nordestino.
CARNEIROS Arena fina y blanca, cocoteros y, a lo lejos, una pequeña iglesia, la San Benito, conocida como la “Igrejinha dos Carneiros”. Acá no hay all inclusive, los locales quieren que Carneiros siga siendo una playa tranquila y semiexclusiva, por eso sólo vemos algunas casas en alquiler y muy lindas posadas con vista al mar, que ofrecen paseos en catamarán hasta los manglares del río Formoso, y nos llevan hasta una playa donde nos embadurnamos con arcilla. De ahí, el viaje sigue hasta los bancos de arena que, cuando la marea no está muy alta, forman pequeñas islas. Si hay sol –aunque esté nublado, siempre hace calor– la postal es deslumbrante.
CIUDAD CON DIENTES Desde el avión, Recife parece una maqueta flotante: tres islas enganchadas por puentes y salpicadas de rascacielos. La capital de Pernambuco le cedió su cetro como ciudad balnearia a Porto de Galinhas y se convirtió en las últimas décadas en polo gastronómico y de servicios, con hoteles de lujo, sanatorios y el centro de convenciones más grande del Nordeste.
En toda la playa los carteles advierten contra los “ataques de tiburao” y en las ferias los puesteros ofrecen remeras y otras chucherías estampadas con tiburones sonrientes y dientudos. Aunque está prohibido bañarse del otro lado de los arrecifes (desde 1990 hubo más de 40 ataques a bañistas y surfistas), la playa de Boa Viagem –con sus siete kilómetros de extensión– recibe todos los días a turistas y locales que se amuchan debajo de las sombrillas mientras toman cerveza en lata desde temprano.
Son las ocho de la mañana y el sol ya está alto, el agua es tibia y transparente, linda para ir con chicos, porque se forman piscinas de muy poca profundidad. Cuando los hay, los tiburones nadan del otro lado de la barrera de arrecifes así que no hay que tener miedo. No es un lugar para relajarse, el run run de los vendedores ambulantes arranca temprano y no para hasta que anochece, alrededor de las cinco de la tarde: lo más tentador es el camarao con limón, el cangreixo o los pedazos de abacaxí (ananá) que venden por menos de cinco reales. En alguno de los muchos puestos que ofrecen cerveza, agua de coco y guaraná se pueden regatear dos cadeiras (reposeras) y un guardasol (sombrilla) por diez reales, el precio de dos botellitas de agua fresca que serán fundamentales, porque en Recife el calor se pega al cuerpo como un traje de neoprene.
Construida sobre tres islas –Boa Vista, San Antonio y Recife Antiguo– y cruzada por decenas de canales, la ciudad fue fundada por los portugueses en 1537, y la historia dice que, cuando invadieron la región, en 1630, los holandeses se fascinaron con lo que habría sido una versión tropical de Amsterdam y por eso la hicieron sede de su gobierno.
Llamarla la Amsterdam tropical o la Venecia de Brasil es negarle a la capital pernambucana su propio encanto. La ciudad no necesita pedir nada prestado: en la zona de Recife Antiguo, las marcas del pasado colonial se ven en el patrimonio arquitectónico de la ciudad, con construcciones típicas holandesas y portuguesas de fachadas pintadas en celeste, rosa y amarillo. Le sobran también las opciones para los turistas que quieren algo más que playa, con el proyecto de restauración de los antiguos depósitos del puerto que han sido transformados en un gran mercado de artesanías y en un museo, el Cais do Sertao, que desmenuza la vida de los sertanejos nordestinos con la voz de Louis Gonzaga, el rey del baiao, como banda sonora.
En Recife Antiguo, alrededor de la plaza del Marco Zero, donde a la tardecita se juntan grupos de amigos a andar en roller o skate, los domingos hay una feria artesanal y gastronómica para probar, por pocos reales, los típicos platos nordestinos y pernambucanos. A las seis de la tarde ya hace rato que anocheció y la zona es un hervidero de gente. En la esquina de la avenida Barbosa Lima y la Rua de Bom Jesus, la bahiana Lucrecia vende aracajé de camarón, una especie de buñuelo frito de masa de porotos. Por ahí mismo también se puede probar el bolo de rolo, el postre emblema de Pernambuco, un arrollado tradicionalmente relleno de dulce de guayaba, o las cocadas, esas delicias nordestinas hechas con coco y leche condensada.
TIERRA DE CARNAVAL A 10 kilómetros de Recife, directo por la avenida Agamenón Magallanes, está Olinda, una de las ciudades más antiguas de Brasil, fundada en 1535 y declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1990.
Los recifenses están orgullosos de la cantidad de actividades culturales que tiene la ciudad, pero admiten que Olinda es la verdadera capital bohemia del estado, porque ahí viven artistas y artesanos que concentran sus talleres en las laderas y callecitas de la Ciudad Alta, y venden sus obras en las galerías de arte y mercados de artesanías de la ciudad. Los carteles de “aluga-se” (se alquila) en muchas casas anticipan lo que va a pasar en febrero: Olinda tiene el tercer carnaval más importante de Brasil, después de Río de Janeiro y Salvador de Bahía. Juan Encinas, nuestro guía, insiste en que es el único carnaval “democrático”, que en este caso quiere decir gratis, en la calle y para todos. El carnaval olindense resulta de la mezcla entre indios, europeos y africanos y rebasa los límites que pone el almanaque, porque el pueblo se prepara varios meses antes para los desfiles de muñecos gigantes y de las orquestas de frevo –un ritmo pernambucano declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad– que bajan y suben por las laderas de Olinda.
La camioneta cincha para subir por una de las calles empinadas. Es mediodía y Olinda parece desierta en todos lados menos en las iglesias (la ciudad tiene 22), donde se mezclan vendedores de sándalo, agua y cerveza con grupos de turistas que se sacan selfies tratando de hacer entrar en cuadro sus caras y las fachadas coloniales. En la iglesia de San Salvador del Mundo, la primera que construyeron los portugueses en Pernambuco, el movimiento de gente es intenso y todos quieren la foto en ese lugar, porque la panorámica desde el alto es deslumbrante: desde ahí se ven las construcciones coloniales de la parte baja de la ciudad, más allá el mar celeste y liso y al fondo, Recife.
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