BRASIL. PLAYAS CON CALOR LITERARIO
Un viaje por la capital afro de América latina, entre frases y libros de Jorge Amado. De Salvador a Ilheus, pasando por playas de ensueño. Crónica de un periplo a través de la tierra que el escritor bahiano por excelencia pintó como ningún otro.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Hay que decirlo: los bahianos son charlatanes. Pero siempre caen simpáticos. Sea por su cadencia o por sus caderas, todo sienta bien aquí. La capital afro de América latina es una ciudad amigable y vibrante. El repiquetear de los tambores se transforma en una constante que estremece desde el Pelourinho, el pintoresco casco histórico, hasta las playas de la Barra, Ondina e Itapuá, famosa desde que Vincius de Moraes le dedicara una de sus más bellas canciones, “Tarde em Itapuá”.
El Pelourinho, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1985, es como una ciudad aparte, un polo cultural donde habitan artistas de toda clase. En medio del revitalizado centro histórico se encuentra la Fundación Jorge Amado, un museo que funciona en la casona que alguna vez fuera hogar del escritor. Desde el segundo piso, entre recuerdos del hombre que describió como nadie el cotidiano bahiano, se obtiene una de las mejores vistas de este barrio en el que solían azotar a los esclavos en la picota, y que hoy es paso obligado para quien visita la capital bahiana.
En el Peló, como lo llaman cariñosamente sus moradores, se encuentran varias de las iglesias de la ciudad que, dicen, tiene tantos santuarios como días del año. Los portugueses dejaron su marca indeleble, pero los afrodescendientes son quienes marcan el pulso a fuerza de ritos y costumbres, como la capoeira, antigua lucha que los esclavos supieron transformar en danza para desorientar a los sanguinarios conquistadores. En la transitada Praça da Sé los capoeiristas dejan boquiabiertos a los viajeros a fuerza de piruetas imposibles. A metros de allí se puede tomar el elevador Lacerda, un curioso ascensor público con vista a la Bahía de Todos los Santos que conecta la Ciudad Alta con la Ciudad Baja.
IMAGENES PAGANAS Es cierto que Salvador vive de fiesta, pero el hito fiestero de esta ciudad es su frenético carnaval. Se trata de la fiesta callejera más grande del mundo, según se jactan por aquí. Y no están errados, si hasta el Guinness vino a certificar el record. Y como todo lo que acontece por aquí, también está presente en la vasta obra de Amado: El país del carnaval fue su primer libro, escrito a los 18 años.
Si se le pregunta al soteropolitano –nativo de Salvador– por el significado del Carnaval, inmediatamente responderá: “Alegría”. Luego, cada quien profundizará. “Es sinónimo de cantar, disfrazarse, y besarse”, opina Jackson, percusionista del grupo Olodum, referente de la música bahiana. Y La Nega Jo, dueña del local de trenzas más famoso de la ciudad, agrega: “Es como un escenario donde exponemos nuestra belleza y nuestra cultura, y hasta una oportunidad en la que esperamos poder cambiar nuestra situación financiera”. “Es el poder del pueblo, una forma de desahogo. Uno puede hacer lo que quiere; si querés criticar, criticás, si querés vestirte de mujer, te vestís de mujer –afirma Reginaldo, director del ya desaparecido bloco carnavalesco Secos y Molhados–. El Carnaval tiene el mismo gusto maravilloso de ganarle a Argentina. Es un quilombo saludable.”
Los tríos eléctricos arrastran multitudes por las calles y el pueblo se estremece al ritmo del axé, el pagode, y el sonido ensordecedor de estos gigantescos camiones con las bandas y cantantes más populares de la música local: Carlinhos Brown, Daniela Mercury, Timbalada, Ivete Sangalo u Olodum hacen su show para delirio de las multitudes. También desfilan las agrupaciones afro, como los pintorescos Filhos de Gandhy, o la tradicional Ilé Ayé, que arrastra cientos de miles por las calles del Barrio Liberdade, un bastión de la población afrodescendiente.
En Salvador, también, abundan los rituales. Y uno de los más sorprendentes es la Fiesta de Iemanjá, dedicada a una de las orixás (dioses) más populares del panteón yoruba. Amado le rindió homenaje en Mar Muerto, uno de sus primeros libros: “... la madre del agua es rubia y tiene cabellos largos y anda desnuda bajo las ondas, cubiertas apenas con la cabellera que se vislumbra cuando la luna pasa sobre el mar...”.
El candomblé es una de las vertientes de las religiones afrobrasileñas y en estos lares hay más de 2000 “terreiros” donde se realizan las ceremonias. Pero cada 2 de febrero el pueblo entero se concentra en la playa de Rio Vermelho para rendirle homenaje a la Reina del Mar. Los rituales comienzan al amanecer: se encienden velas y se canta en lengua yoruba. Los fieles bailan, gritan, ríen y lloran, algunos hasta el desmayo. Un devoto de camisa floreada introduce una botella de cerveza llena en su oreja. A los gritos, dice ser “Filho de Oxum” (diosa de la fertilidad), mientras el contenido espumante de la botella se vacía en su oído. El hombre se estremece. “Le entró el santo”, comenta un espectador privilegiado. Mientras tanto, en la Casa de Iemanjá, cientos de personas hacen fila bajo el sol abrasador para dejarle ofrendas: perfumes, jabones, flores, caramelos o bombones. Iemanjá es coqueta.
Y al atardecer, las embarcaciones zarpan repletas de cestos de flores para obsequiar a la reina.
LA SENDA DE ITACARE Los surfers y su obsesión por la ola perfecta. Los viejos peregrinos de las olas llegaron hace unos quince años a la playa de Tiririca y cambiaron el destino de esta villa de pescadores y campesinos para siempre. Así es la Itacaré que hoy conocemos: chicos con tabla en mano, crepúsculos y lunas que se reflejan en el mar, noches de barcitos y levantes tropicales.
“Cuando me quedo en casa me desespero, no sé qué hacer. Prendo la tele, pongo música, pero no hay nada como estar en medio del mato. La naturaleza es todo en mi vida”, dice José Antonio, o Zé a secas, con su lenta cadencia bahiana. El pibe, que acaba de treparse a un cocotero de más de ocho metros para bajar unos cocos deliciosos, es quien guía la caminata de la “trilha das quatro prais”, un sendero en medio de la selva que conecta las más bellas playas del lugar. El trekking lleva unas tres horas hasta la playa de Itacarezi-nho, destino final. Eso si uno va apurado, pero en Bahía el apuro hay que dejarlo de lado si uno quiere estar en sintonía con el lugar. O como bien dice Zé: “En Bahía no tenemos prisa, la prisa es enemiga de la perfección”.
Por la noche, luego de un intenso día de playa, Itacaré explota. La rua Pituba es el point donde se agrupan todos los bares. Entre caipirinhas, caipiroskas y caipifrutas, bandas en vivo, reggae, y forró –el ritmo nordestino por excelencia–, las veladas se extienden hasta altas horas de la madrugada.
LA PLAYA PERFECTA Si hay un paraíso en la tierra, debe ser aquí, en la fantástica península de Maraú. Esta recóndita playa es el resumen perfecto de un edén terrenal. Acceder al paraíso, en este caso, es muy simple. Basta con una hora de navegación desde Camamu –unos 50 kilómetros al norte de Itacaré– entre manglares e islas donde viven los pescadores que aún practican el viejo oficio de manera artesanal. Navegan en rústicas embarcaciones de madera y utilizan enormes redes para atrapar alguna de las tres especies de cangrejos que se esconden en el manglar.
El barco pasa por la Ilha Grande –con 18 mil habitantes y ningún comercio, todas las provisiones llegan desde el continente–, y la mínima Ilha da Pedra Furada (Isla de piedra agujereada), cuyo dueño cobra un par de reales a aquellos que quieran poner un pie en su pedazo de paraíso privado, que tiene como atractivo principal una gran piedra con un enorme agujero en el centro.
También aquí se puede disfrutar de una de las “tres mejores playas del planeta”... Se llama Taipus de Fora, y su mayor atractivo son las piscinas naturales. También ostenta manglares, cocotales, lagunas de agua dulce y arrecifes de coral. Es casi una obligación llevar el snorkel y sumergirse en sus aguas cristalinas, perfectas para bucear en busca del tesoro perdido del paraíso.
CON SABOR A CACAO Amado creció aquí e inmortalizó la ciudad en su novela Gabriela, clavo y canela. Ilheus, a 450 kilómetros al sur de Salvador, tiene unos 250 mil habitantes que alguna vez supieron disfrutar de las mieles del cacao, una industria pujante que se hundió en la década del ochenta, luego de la repentina aparición de una plaga devastadora conocida como la “vassoura da bruxa” (escoba de la bruja), que hasta el día de hoy obsesiona a los moradores. Pero mientras duró, el fruto dio sus frutos. Y vaya si los dio.
Un breve paseo por el Centro Histórico sirve para comprender la bonanza que este cultivo trajo aquí. Las construcciones más importantes, como el Teatro de Ilheus o el Palacio de la Prefectura, y los caserones de los hacendados –que en estos lares y por una buena cantidad de reales ostentan el título de coroneles– se han levantado gracias al bendito cacao, traído desde Pará, en Amazonas, a mediados del siglo XVIII. Hacia 1920, Ilheus era una ciudad pequeña, pero rica y ostentosa, que tuvo que construir un puerto especialmente para exportar el fruto de la riqueza.
La Catedral de São Sebastião, erigida en 1967, es considerada una de las más bonitas de toda Bahía. Ubicada en el casco histórico, está de espaldas al mar y de cara al bar Vesubio, que se volvió famoso mundialmente gracias a la pluma de Amado, inmortalizándolo en la novela que relata las andanzas de Gabriela, cocinera del local cuyo dueño era Nasib, con quien la protagonista tuvo un romance furtivo. En el Vesubio –siempre según la novela– se reunían los coroneles del cacao a beber y “trocar ideas” (conversar) mientras mandaban a sus mujeres a misas eternas en complicidad con el cura, para internarse en un túnel secreto que desembocaba en el burdel donde los esperaban las meretrices.
Las historias de Amado no cayeron nada bien en la sociedad ilheense de aquella época, y en consecuencia el escritor tuvo que irse, pero hoy su nombre aquí es ilustre. La calle peatonal lo recuerda y la casa donde creció es un museo que atesora sus objetos más preciados, entre ellos la vieja Olivetti donde pintó este lugar como ningún otro. Y en una mesa del Vesubio se puede dialogar con él, aunque más no sea con su estatua, firme allí como en los viejos tiempos.
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