BUENOS AIRES. BAHíA BLANCA, ENTRE MAR Y SIERRAS
Si por aquí anduvo Gardel, algo –más de lo esperado– hay para conocer en Bahía Blanca a pesar de su escasa fama turística. Y lo que hay se descubre en el casco histórico y en la vecina Ingeniero White, donde dos museos evocan la historia del ferrocarril y del puerto.
› Por Emilia Erbetta
Huecuvú Mapu: tierra del demonio. Así llamaban los mapuches al lugar donde hoy está Bahía Blanca, una ciudad industrial atrapada entre el mar y las sierras, cuando no era más que un territorio hostil, blanco de sal, donde el viento soplaba porfiado tanto en verano como en invierno. Quizás ese nombre fue una maldición, porque la ciudad tiene mala fama: el escritor Martín Kohan, por ejemplo, tituló una novela con su nombre, y su protagonista asegura que nunca nadie dijo nada bueno de Bahía. Quizá la mala reputación viene de lo engañoso de su nombre (no hay playa, ni es una bahía, sino una ría); de su diario emblema, La Nueva Provincia; o de su clima, con un invierno casi patagónico y un verano seco y caliente. Entonces, ¿por qué escribir una nota sobre una ciudad que no es turística en un suplemento de turismo? Porque Bahía, puerta de la Patagonia, como les gusta decir a los bahienses, es algo más que una ciudad de paso y porque si hay que hacer noche ahí camino a o de vuelta del sur, vale la pena quedarse unas horas a recorrerla y sacar conclusiones propias.
ACA ESTUVO GARDEL En el bar Miravalles hay una mesa marcada. Está junto a la ventana, y desde ahí se puede ver cómo llega y se va el tren de la Estación Sud. Es la mesa del Zorzal, que en 1933 se tomó un café en uno de los boliches más antiguos y emblemáticos de la ciudad, a pasos de la estación donde para el tren que viene desde Constitución. Desde ahí no se está muy lejos del centro, alcanza con caminar unas 15 cuadras para llegar a la plaza Rivadavia, de diseño francés y epicentro del casco histórico de Bahía Blanca, formado en su mayoría por edificios construidos entre 1900 y 1930 que pasan inadvertidos para los bahienses, acostumbrados a su paisaje cotidiano, pero pueden hacer levantar la vista a cualquier visitante nuevo. Mención especial para el hermoso Teatro Municipal, que encabeza la avenida Alem (una de las principales de la ciudad) y que fue construido en 1913, cuando, en pleno modelo agroexportador, algunos llamaban a Bahía “la Liverpool de Sudamérica”. Todo el centro de Bahía recuerda esos aires de grandeza que alguna vez se respiraron en la ciudad que llegó a imaginarse capital de una nueva provincia.
EL PUERTO Y SUS MUSEOS A media hora del centro de la ciudad está Ingeniero White, el pueblo del puerto de Bahía Blanca, al que se puede llegar en colectivo de línea y donde durante el fin de semana largo de Semana Santa se celebra la Fiesta Nacional del Camarón y el Langostino, cuando las cantinas abren sus puertas y sus ollas para vender mariscos. A fines del siglo XIX y principios del XX, la Argentina era “granero del mundo” y White era la locomotora de Bahía Blanca: desde ahí salían los granos que producía la pampa criolla y el engranaje ferrocarril-puerto-inmigración europea le daba vida al pueblo y definía a la ciudad. Ahora, a medida que nos acercamos a White, empiezan los olores. Son perfumes extraños, químicos, que se meten por las ventanillas cerradas del auto. El olor más familiar es el que produce el proceso del aceite de girasol: podría ser el aroma de una sartén que en casa quedó demasiado tiempo sobre el fuego.
White podría, entonces, no tener ningún interés turístico. ¿Qué hay para ver en un pueblo industrial, rodeado de grandes plantas petroquímicas y sin playa? Sin embargo, hay.
Alcanza con poner un pie en Ferrowhite para darse cuenta de que ese museo no es como otros museos. Para empezar, nos recibe un gran espacio casi vacío y cuando miramos al piso vemos las cicatrices de un pasado de trabajo que se transformó dolorosamente. Son las marcas de las máquinas que funcionaron alguna vez ahí, antes del desguace que antecedió y siguió a la privatización del ferrocarril y del servicio eléctrico. “Ferrowhite es un museo que está abocado a la historia del trabajo en el ferrocarril y el puerto, que aborda esa historia en un sentido amplio, que se preocupa no sólo por lo que los trabajadores hacían y hacen hoy en sus espacios de trabajo sino también en su vida cotidiana”, explica su director, el documentalista Nicolás Testoni. Este museo funciona en lo que alguna vez fue el taller de la Usina General San Martín, que iluminaba a Bahía Blanca y hoy es monumento histórico nacional.
Lo más interesante de Ferrowhite es que su propuesta se contrapone a lo que habitualmente se espera de los museos tradicionales: acá no hay botines de la conquista, objetos caros, antiguos. Hay herramientas, restos de máquinas que duermen como animales prehistóricos, maquetas. Estos objetos aparentemente indignos están exhibidos porque no se trata de un museo del ferrocarril o del puerto en particular, sino del trabajo relacionado con esas instancias. “No se trata de un museo ferroviario en el que el tren está visto sólo como un transporte de pasajeros o que tiene que ver con la nostalgia de un pueblo. Acá el ferrocarril se construyó, y creció y tuvo su mayor auge como terminal de un puerto de exportación de cereales. Ese mundo ferroviario, con las privatizaciones, se transformó pero sigue funcionando. Este museo nace cuando todavía las consecuencias del proceso de privatización se sentían con muchísima fuerza y el planteo del espacio al principio a mucha gente lo dejaba perplejo, porque en la primera impresión daba la sensación de que estaba vacío. El museo nació con ese sentido, de pensar desde la experiencia física del espacio este hecho traumático: privatización y desguace de los espacios de trabajo, que también significó el desguace de la vida de mucha gente, un modo de socialización que se perdió”, explica la historiadora Ana Miravalles, que junto a Testoni trabaja en el museo desde su apertura, en 2004. De hecho, la muestra se conformó con una serie de objetos que un grupo de ferroviarios fue coleccionando en el momento más álgido del proceso de privatización, cuando ya veían que esas cosas se iban a perder. Con algunos de esos trabajadores –y sus historias– es posible cruzarse cualquier día en el museo-taller.
Cerca de Ferrowhite está el Museo del Puerto, una institución histórica de Ingeniero White, que funciona desde 1987 en una construcción de 1907 que perteneció a la empresa inglesa Ferrocarril Sud y tiene uno de los archivos orales más grandes del país, con más de mil grabaciones con entrevistas a cocineras, enfermeras, estibadores o empleados de la Junta Nacional de Granos. Es un museo comunitario, que recupera la perspectiva del vecino a la hora de pensar la historia. “Conceptualmente el objeto no tiene para nosotros valor patrimonial, sino que tiene valor en cuanto nos pueda contar algo de la historia”, explica Leandro Beier, su director. La “temporada alta” del museo se extiende entre marzo y octubre, y un domingo de invierno es un gran plan acercarse al museo para tomar un chocolate caliente acompañado de alguna de las dulzuras que preparan las “amigas del museo”. Los sábados a la tarde, además, hay recitales en el marco del ciclo “Del garaje a la cocina”. La muestra permanente está distribuida en diez salas que van contando, a través de grabaciones y objetos cotidianos, cómo era vivir y trabajar en White a medida que avanzaba el siglo XX. La sala del mar, la sala de pesca, la sala del ferrocarril, la peluquería, la cocina, la sala bodega, la sala del ’80, la sala del ’30, el bar y la escuela son los distintos espacios que el museo propone para reflexionar sobre las condiciones materiales de existencia de los hombres y mujeres que vivieron y viven en un White al que la historia económica y social argentina atravesó como un flechazo.
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