RUSIA. LA PLAZA ROJA DE MOSCú
Una visita a la plaza moscovita para entrar al mausoleo de Lenin embalsamado, observar en la noche la Catedral de San Basilio frente al Kremlin y pisar los adoquines sobre los que desfilaban las tropas del Ejército Rojo antes de ir a luchar contra los nazis.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Llego a la Plaza Roja –más pequeña de lo que parece en fotos– y el influjo de la pirámide escalonada de granito rojo con la tumba de Lenin se vuelve irresistible. Desde la otra punta casi de la plaza, la extravagante Catedral de San Basilio “tira de la cuerda”. Pero la morbosa urgencia de ir a pararse frente a Lenin, frente a lo que se supone que es “la historia”, es mucho más fuerte.
Debo dejar absolutamente todo en un locker y hacer cola para bajar los peldaños de este mausoleo con algo de zigurat mesopotámico, hasta llegar a la penumbrosa cámara de mármol donde aquello que fue Lenin –algo así como un revolucionario santificado por Stalin– parece dormir la siesta, trajeado, con la cabeza sobre una almohada y las manos a la vista, una abierta, la otra entrecerrada.
La veneración de los rusos por el creador de la Unión Soviética parece aún muy sentida: se los ve más serios y ásperos que nunca. Y todo es marcial en este submundo cúbico con guardias pétreos como embalsamados también, controlando la circulación para que no nos detengamos ni un instante frente a Vladimir Uliánov y no metamos las manos en nuestros bolsillos, por respeto, tal como indican las reglas.
Son escasos segundos los que uno está frente a Lenin. Se ingresa por la derecha para pasar junto a sus pies, cubierto por una manta hasta la cintura, y salir por la izquierda formando una “u” a su alrededor. En la desesperación por captar todo uno termina no registrando los detalles de la decoración. El ambiente fantasmal junto al sarcófago no es de oscuridad total: pero es imposible quitar los ojos del semblante exangüe de Lenin.
Es tal la impresión inicial, que en la mente sólo queda grabada la primera imagen de su pálido rostro visto desde el lado derecho, que mantiene aún parte del magnetismo que dicen haber sentido aquellos que lo conocieron en vida. Allí están intactos sus rasgos eurasiáticos de ojos pequeños y filosos con “patas de gallo”, su maciza nariz, los arcos superciliares bien marcados subrayando cejas muy sinuosas, el fino bigote con chivita y la cabeza casi esférica cuya media calva no transmite vejez sino seguridad.
El desusado espectáculo –en el fondo fue pensado como tal, con sentido propagandístico– es de una solemnidad y efectividad perfectas, una escenografía genial creada por el arquitecto Aleksey Shchusev en 1929: la imagen perdura por siempre en los millones que la han visto.
Stalin también fue embalsamado y se lo instaló junto a Lenin en 1953 (en una crónica famosa, García Márquez se asombraba del contraste de las finas manos de mujer del líder georgiano). Pero Khruschev hizo sacar del mausoleo al asesino de Trotsky luego de denunciar sus masacres en 1961. Hace unos años, Boris Yeltsin y la cúpula de la Iglesia Ortodoxa pretendieron enterrar a Lenin en San Petersburgo junto a su madre, pero la idea no tuvo consenso popular. Más tarde Vladimir Putin comparó este mausoleo con las reliquias de santos que se exhiben en los templos ortodoxos, y zanjó la controversia a su manera: “Los comunistas continuaron aquella costumbre y lo hicieron competentemente, de acuerdo con las demandas de su tiempo... nosotros debemos volver a nuestras raíces históricas y mantener los valores tradicionales”.
A LA PLAZA Emerjo de la cámara mortuoria para caminar sobre los adoquines por donde desfilaron los soldados del Ejército Rojo antes de partir hacia el frente de batalla contra los nazis, que estaban ya a las puertas de Moscú. Por aquel tiempo, el cuerpo de Lenin fue resguardado en Siberia.
Aquí mismo ocurrió el Desfile de la Victoria en 1945, con los soldados soviéticos arrojando las banderas de los vencidos nazis a los pies del mausoleo de Lenin a modo de ofrenda. A lo largo del lado occidental de la plaza se levantan los muros rojos del Kremlin, el centro del poder ruso desde el siglo XIV.
El peso histórico de la plaza se percibe como una sensación física casi palpable sobre la espalda. El futuro mismo del mundo se puso en juego alrededor de este espacio físico más de una vez, como ocurrió en 1962 con la crisis de los misiles. Incluso si ese hombre de rasgos caucásicos que parece dormir en una caja de cristal no hubiera tenido la astucia de tomar el poder a través de un rápido golpe político casi sin muertos, seguramente no habría habido Revolución Rusa y el final de la Segunda Guerra Mundial podría haber sido otro.
Pero la densidad histórica de esta plaza comienza a acumularse, por lo menos, desde 1434, cuando se llamaba Torg Veliky (Mercado Grande). Originalmente era un barrio pobre de casas de madera habitadas por comerciantes y marginales, que se incendiaba a menudo. Era el lado de afuera de las murallas de la ciudad medieval. A consecuencia de esos incendios, el zar Iván III arrasó esas construcciones limpiando la plaza en 1680.
Recién en 1661 comenzó a ser nombrada Krásnaya Plóshchad o Plaza Roja. Pero en ruso antiguo aquel adjetivo significaba “bonita”, que era como se conocía a la Catedral de San Basilio. Después, la idea de “iglesia bonita” se trasladó a la plaza misma, que con la evolución del lenguaje pasó a ser la Plaza Roja. Es decir que el nombre no tiene nada que ver con el comunismo ni con los ladrillos rojos del Kremlin o del suntuoso edificio del Museo Estatal de Historia que se levanta desde 1881 en el límite norte de la plaza, donde se exhiben trajes de Iván El Terrible, manuscritos del siglo VI y un sable de Napoleón.
El ICONO DE MOSCU La construcción más impactante de la Plaza Roja no es el mausoleo comunista ni el Kremlin sino la Catedral de San Basilio, con su inexplicable diseño para la época, terminada en 1561 por orden de Iván El Terrible. Según el estudioso de la arquitectura rusa Dimitri Shvidkovsky, no existe un solo diseño similar a esta catedral en un milenio completo de construcciones bizantinas: “Su extrañeza asombra por su inesperada complejidad.... es el clímax de la arquitectura nacional rusa”.
Regreso a la Plaza Roja en la noche para ver la Catedral de San Basilio recortada en la oscuridad, un contraste con aires de fantasía disneylandiana que perfila sus cúpulas acebolladas cual una llamarada multicolor ardiendo al final del adoquinado. Rodeo completa su planta circular para observar las asimetrías de esta superposición de diez iglesias encastradas como un todo. La osadía de sus detalles y combinaciones cromáticas remitirían al mundo onírico de Gaudí, salvando tiempos y distancias.
Iván El Terrible supo elegir bien a sus arquitectos porque logró plasmar en la forma física su idea de Moscú –el centro del imperio– como una “Tercera Roma” después de la italiana y de Constantinopla, o una especie de nueva Jerusalén equivalente al Reino de Dios en la Tierra. La catedral no era sólo un lugar de culto sino también un símbolo del poder imperial.
En los tiempos en que se estaba edificando el conjunto religioso vivía en la obra el profeta Vasili, un blazhenny o bienaventurado que parecía tener el don de la clarividencia, se negaba a dormir bajo techo y solía andar desnudo y descalzo portando unas cadenas de penitente que hoy adornan su sepulcro en el lugar. Era un santo milagroso, venerado tanto por el pueblo como por el impiadoso Iván El Terrible, quien en verdad le temía.
Cuando Vasili murió, en 1557, el zar y sus boyardos portaron personalmente el ataúd en la ceremonia oficiada por el patriarca de Moscú. Los milagros continuaron junto a su tumba y la original Catedral de la Trinidad pasó a llamarse de San Basilio en homenaje al santo loco, el único que se atrevía a contradecir al zar.
No existe construcción humana más perdurable que las plazas. La que acaso sea la más antigua de la historia aún existe: el ágora de Atenas, donde se sentaba Platón a filosofar. A lo largo de los milenios los ejércitos conquistadores les han pasado por encima y acaso hayan derrumbado sus monumentos. Pero es muy difícil destruirlas en tanto espacio abierto más o menos vacío. La plaza Huacaypata –centro del imperio inca en Cusco– pasó a ser la Plaza de Armas de los españoles y existe como tal hasta hoy. Napoleón se quiso llevar a París la Catedral de San Basilio en 1812, durante su fugaz conquista de Moscú, pero no encontró la forma.
Las plazas son prácticamente eternas, depositarias de una densidad intangible nada fácil de borrar desde que Herodoto definió la tarea del historiador: “Impedir que el tiempo borre la memoria de la historia de la humanidad”. De las miles que ha construido el hombre, la Roja de Moscú porta una de las cargas más intensas y pesadas del devenir humano.
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