PANAMá VISITA A LAS COMUNIDADES INDíGENAS
Ngöbes, kunas y emberás son tres de las comunidades indígenas de Panamá, que conservan sus tradiciones a pesar del avance de la tecnología y el turismo, con el que aprendieron a vivir y convivir de manera sustentable.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
El país más angosto de América puede ser también el país más diverso. Con más de tres millones de habitantes, la población de Panamá está compuesta mayoritariamente por mestizos y mulatos, mientras los pueblos originarios representan un seis por ciento de la población. Existen siete etnias diferentes: ngöbe, buglé, guna, emberá, wounaan, bribri y naso, que se dividen en cuatro grupos principales: los indios gunas o kunas, los emberá/wounaan, los ngöbe y buglé, los naso teribe/bribri. Muchos de ellos habitan en alguna de las cinco comunidades autónomas que hay a lo largo del territorio panameño.
Como una nueva forma de subsistencia, abren las puertas de sus hogares al turismo, enseñando y preservando su cultura al mismo tiempo. Así, comparten con el visitante sus creencias y tradiciones, su música y sus danzas. Cuentan de sus luchas y su organización política y social.
Algunas comunidades tienen contactos con agencias de turismo que organizan excursiones, y en algunos de los poblados es posible alojarse. Sin embargo, para llegar a otros sitios, hay que arreglarse por cuenta propia.
EMBERA QUERA El grupo de los emberá es autóctono de la región del Darién, en la selva y frontera con Colombia, donde se estima viven 25.000 habitantes. Esta es una zona en conflicto permanente, cuyos habitantes viven amedrentados por el narcotráfico que opera en esta frontera caliente. Es por eso que muchos emberá eligen, y hasta se ven obligados, a desplazarse. “Nos hemos mudado de Darién por diferentes razones. Buscando seguridad y acceso a un centro educativo y hospitales. Acá estamos cómodos, tranquilos. Y a diferencia del Darién, donde no hay escuela, acá tenemos una escuela multigrado”, explica Joviran, quien con sólo 29 años es el jefe de su comunidad, la aldea Emberá Querá, fundada en enero de 2007 a orillas del Lago Gatún, vecina a Quebrada Jobo y cercana a la ciudad de Colón. Joviran dice que no pueden trabajar en la agricultura porque no tienen suficiente tierra, y entonces encontraron en el turismo la oportunidad no sólo de subsistir, sino también de mantener sus raíces. “Conservamos el bosque y tratamos de rescatar la cultura, que se ve amenazada por la modernización. Muchos emberá se van a la ciudad y ya no quieren vestirse tradicionalmente. El objetivo es poder rescatar la vestimenta, el dialecto, la cocina, la forma de construcción de la casa, nuestro modo de vida”, explica el joven líder en el Tambo o Casa Comunal.
Es muy simple llegar hasta aquí: basta con contratar una excursión desde Ciudad de Panamá, y en unas dos horas el visitante estará en esta pequeña aldea construida en medio de la jungla, como en el Darién, pero cerca de Colón.
La última parte del trayecto se recorre por el río en una piragua comandada por alguno de los jóvenes. Al llegar, un grupo de mujeres y hombres vestidos a la usanza tradicional –ellas con faldas de colores, collares de monedas y flores en la cabeza; ellos con taparrabos– reciben al visitante con música y danzas de su pueblo. A la hora del almuerzo sirven un pescado llamado tilapia, envuelto en hojas de plátano, y algunos niños aprovechan para hacer tatuajes de jagua, una tintura natural. Como los que llevan los adultos, estos tatuajes son meramente decorativos.
Aquí viven unas 45 personas, doce familias. Las visitas no se restringen a un paseo diario, sino que se puede pernoctar. Hay una casa donde pueden hospedarse 20 personas durmiendo en hamacas o colchones, y otras dos casas privadas, con cuartos amoblados. “Lo hemos llamado Hotel Emberá porque el que viene va a tener la experiencia de vivir como nosotros, sin aire acondicionado y sin televisión”, señala Joviran.
La mayoría de los emberá son cristianos evangélicos y se perdió la práctica chamánica. Pero aquí hay dos “botánicos” que son los encargados de curar con plantas medicinales. La comunidad tiene dos jefes y hasta un “presidente de turismo”, que es el encargado de hacer los contactos con las agencias. El jefe es elegido democráticamente y sin rodeos. Durante la votación, cada uno se pone detrás de su preferido, y al finalizar el que tiene más gente en su fila gana. Para ser tenido en cuenta, el candidato tiene que tener conocimientos básicos de la ley interna de la comunidad. Saber construir casas, hacer botes, ser muy hábil y disciplinado. “No queremos un jefe gritón –agrega Jovirán–. Tiene que saber de todo un poco, no es el que se sienta en la casa y está mandando. El jefe es activo, y trabaja voluntariosamente.”
LA COMUNIDAD DE KIAD La etnia mayoritaria en Panamá es la ngöbebuglé, con unos 190.000 miembros, que habitan mayoritariamente en las provincias de Veraguas, Bocas del Toro y Chiriquí. La comunidad cultural de Kiad, ubicada en las inmediaciones de la población de Tolé, en el norte de Panamá, queda alejada de los caminos principales y no es de fácil acceso. Para llegar hay que atravesar el río Tabasará con el agua hasta la cintura. Esta comunidad, si bien recibe algunos pocos visitantes cada tanto, no está organizada con fines turísticos: aquí lo que importa ahora es la lucha para que no se instale una represa hidroeléctrica que los desplazaría de su territorio ancestral. Otro preocupación, y ocupación primordial, es la educación de sus niños en el sistema propio de lectoescritura. “El que quiere conocer, que venga rápido, porque están a punto de destruirla”, advierte Ricardo Miranda, coordinador del movimiento 10 de Abril, que agrupa a los miembros de varias comunidades.
La aldea es simple y humilde, no hay luz eléctrica, y las casas son de madera y techo de paja. Se cocina con leña, y se lava la ropa y se bañan en el río, donde también pescan. El Tabasará es su fuente de vida, y debe su nombre al cacique Tabasará, “uno de los guerreros más fervientes durante la colonización”, según Miranda. “Aquí hay petroglifos, y un río saludable, no contaminado, hasta que venga el proyecto, que va impactar en nuestras vidas, en la flora y la fauna”, asegura el líder.
Guedia es maestra en lectoescritura ngöbe. Al igual que todas las mujeres aquí, viste la clásica “nagua”, vestido largo y colorido que ellas mismas confeccionan. Charlamos mientras prepara unas torta fritas para el desayuno. “Trabajo con los niños enseñándoles a escribir y leer. Enseñamos los valores que nosotros como pueblo ngöbe tenemos. Porque en la escuela de afuera no los enseñan, y entonces se adaptan totalmente a la enseñanza de otra cultura y pierden su propia cultura, su propio idioma. Y no entienden que a largo plazo nuestro idioma y cultura van a desaparecer.”
Los ngöbe de esta comunidad son seguidores de la iglesia Mama Tata, instituida por la “profeta” nativa Adelia Atencio, hace unos cincuenta años. En Kiad hay una iglesia, y el sacerdote es el abuelo de Ricardo, que también es maestro y sale a predicar y enseñar por los pueblos. “Antes, el pueblo ngöbe no tenía iglesia, no sabia si tenía que creer en Dios. Antes se creía en varios dioses, y no en el Dios verdadero. Por eso el Dios verdadero, el padre de todo vino a llamarnos y es ahí donde nace la lectoescritura. El dijo: ‘Si ustedes me obedecen, los ayudaré a entender, para que tengan su propia educación’”, relata Guedia.
“Antes de la colonización ya estábamos aquí –dice Gueni, la tía de Miranda, también maestra de lectoescritura–. No enseñamos sólo a leer y escribir. Hay planes para jóvenes ngöbes que vienen de la ciudad, y entienden pero no hablan ngöbe, y quieren volver a aprender. Nos dedicamos a enseñarles los valores culturales, religiosos, históricos. Nuestras artesanías, nuestros derechos territoriales, nuestros valores étnicos como cultura. Perder esto aquí es como que nos maten, como pasó en la colonización.”
KUNA YALA El archipiélago de San Blas es un mar verde esmeralda con cientos de pequeñas islas que brotan como hongos del mar Caribe. Dada su fama de paraíso terrenal, es uno de los sitios más visitados de Panamá. Para llegar hasta acá hay que contratar los servicios de las camionetas 4X4 de los nativos kunas, quienes hicieron del turismo su medio de vida, o alquilar un auto, ya que no hay ómnibus de línea. También hay vuelos de Air Panamá.
Gilberto Alemancia nació en Carti Sugdup, que quiere decir Isla Cangrejo, una de las más grandes y pobladas de la Comarca Kuna Yala, creada en 1938 y autónoma desde 1953, cuando se estableció el Congreso General Kuna, la autoridad política y administrativa. En este islote al que se da la vuelta en diez minutos y viven 900 personas hay hospital, escuela primaria y secundaria, energía eléctrica con generador propio y paneles solares. También televisión satelital, señal para celulares e Internet en la escuela. Gilberto vive en la ciudad de Panamá, y cada tanto viene a descansar al hogar de Cristina, su madre, que ahora prepara el tulemasi, un plato tradicional que lleva pescado con zapallo, banana y yuca. Ella es la única mujer kuna a quien no le molesta que la fotografíen. O tal vez sí le molestaba, pero Gilberto la convenció.
Durante la cena, Gilberto me habla de su pueblo, de “la revolución” y sus costumbres. “Los kunas son de tierra firme, pero alrededor del 1800 comenzaron a llegar a las islas. ‘Kuna’ significa persona y ‘yala’ montaña o territorio”, dice este hombre moreno, bajito, fornido y de ojos rasgados. “En 1920 el presidente Belisario Porrás trató de imponer la religión católica, que las mujeres se vistieran occidentalmente, que dejáramos nuestras ceremonias tradicionales, que los pescadores pagaran impuestos. Hasta que en 1925 los líderes se cansaron y el 25 de febrero se alzó la revolución.”
Las mujeres kuna, sobre todo las ancianas, visten sus molas, el atuendo tradicional: faldas de colores fuertes con diseños geométricos, un pañuelo rojo en la cabeza, brazaletes o wini que les cubren brazos y piernas, un aro de oro en la nariz y pendientes en las orejas. Hablan poco y nada el español.
La mola, explica Gilberto, se utiliza por primera vez luego del ritual más importante: la ceremonia de la pubertad. Todas pasan por este rito, aunque luego cada vez menos vayan a vestir a la usanza de sus antepasados. “La muchacha se va a quedar el tiempo que le dure el período al cuidado de una anciana en una casa de palma construida por un grupo de hombres, mientras su madre y otras mujeres la visitan y la bañan alternadamente con agua salada y agua dulce –explica Gilberto–. Finalmente, otras dos mujeres la pintan de negro de la cabeza a los pies, con el pigmento del fruto de la jagua, y así queda por una semana. Es muy sagrado y lo hacen para ocultarla de malos espíritus.”
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