CANADÁ. VISITA AL PUEBLO HURóN
A menos de media hora del centro de Quebec, en la zona francófona de Canadá, una comunidad hurón –el pueblo originario del lugar– construyó un complejo turístico que recuerda sus raíces y prepara su futuro, a modo de modelo para muchas otras comunidades aborígenes de Norteamérica.
› Por Graciela Cutuli
¿Cómo visitar la ciudad de Quebec, en la provincia canadiense de habla francesa, sin tratar de acercarse a la cultura o las comunidades de los primeros habitantes de América del Norte? En francés se los designa genéricamente como “amérindiens”, amerindios, aunque en el francés de Quebec se usa más comúnmente el término “autochtones”, los autóctonos.
Oficialmente se catalogaron 11 naciones y 55 comunidades en toda la provincia: se trata de una de las mayores densidades de Norteamérica. Muchas están en el sudoeste, cerca de los grandes centros urbanos: sin embargo, para algunos visitantes este encuentro se limita a los negocios de souvenirs del Viejo Quebec, la parte histórica de la ciudad. Su encuentro con los hurones, crís, micmacs, montañeses o algonquines no va más allá de las tiendas de piel de castor o de alce, de los mocasines, las raquetas para nieve, las artesanías o de ropa con flecos y perlas. Y sin embargo, hay mucho más.
HURONES DE AYER Y HOY Los más curiosos tienen muchas opciones a disposición. Pero ninguna como la de Wendake, un pueblo hurón a media hora del Castillo Frontenac, el edificio más emblemático del casco histórico. Allí reside la única comunidad wendat (el nombre que los hurones se dan a sí mismos) que sobrevivió en Canadá. Cuando los franceses llegaron a América del Norte, formaban una de las naciones más importantes del este del país y su territorio se extendía al norte de los Grandes Lagos. La guerra entre los wendat y los iroqueses siguió con la llegada europea y cada etnia tomó partido por una nación del Viejo Continente: los iroqueses con los ingleses, y los hurones con los franceses (quienes los llamaron así porque sus peinados los hacían pensar en la “hure”, el pelaje de la cabeza de los jabalíes). Luego de su derrota final en 1649, los sobrevivientes se protegieron al pie de las murallas de la ciudad de Quebec y otros emigraron hacia el oeste (a los actuales estados de Michigan, Kansas y Oklahoma, un exilio que James Fenimore Cooper contó en su novela Wyandotte).
Wendake es la comunidad de los descendientes de aquel puñado de sobrevivientes, que hoy cuenta con 3000 personas, de las cuales dos tercios residen en el pueblo. Muchos en Quebec conocen todavía el lugar por sus antiguos nombres de “Loretteville” o “Pueblo de los Hurones”. Una curiosidad: como cualquier pueblo de la campiña francesa, o cualquier pueblo de la Côte de Beaupré –en el norte de Quebec– está construido en torno de una iglesia. En este caso, Nôtre-Dame-de-Lorette, un monumento histórico dedicado a la Virgen de Loreto reconstruido idéntico sobre la capilla original de 1730. Wendake no es un pueblo de tipis o de casas de corteza de árbol: es una prolija aldea de casas y edificios administrativos, tan cuidados como todos en Quebec y Nueva Inglaterra, y denota cierto nivel de opulencia.
Al ingresar en Wendake hay que dejar de lado lo que se haya visto en otras comunidades originarias de las Américas. Aquí los pobladores son dueños de empresas de servicios y de negocios, o trabajan en un gran proyecto propio que es a la vez su vidriera y su principal fuente de ingresos: el Museo y Hotel Primeras Naciones. Los wendat siempre se destacaron como hábiles comerciantes y emprendedores ya en los tiempos coloniales. En Wendake se convirtieron en un ejemplo para todas las comunidades autóctonas de la región, más allá de las fronteras del Quebec. Jason Picard-Binet es el responsable del desarrollo turístico y marketing y cuenta que con frecuencia recorre el continente, de norte a sur, para contar la experiencia de Wendake y su éxito económico. La vidriera de la comunidad es el complejo turístico, que se autofinancia y genera ingresos para otros proyectos, como la formación de los jóvenes o el resurgimiento del idioma, que vuelve a ser enseñado y utilizado.
¡KWÉ! Jason lleva uno de los patrónimos más frecuentes de Wendake, donde buena parte de los miembros de la comunidad se llaman Picard o Gros-Louis, nombres franceses que denotan la cercana relación que tuvieron con sus antiguos aliados. “Hace un tiempo –explica– ganamos un pleito con la provincia y recibimos dinero. La comunidad decidió invertirlo en un hotel de lujo, al cual se agregaron el museo y muchos otros proyectos. Hoy no sólo podemos rescatar la historia y la memoria de nuestro pueblo con un museo muy completo y la réplica de una casa tradicional, sino que generamos fondos y ayudamos a otras comunidades que no tienen tanta fuerza económica, aunque algunas sean mucho más numerosas que nosotros.”
El hotel es precioso y merece en todo momento sus cuatro estrellas, pero el verdadero orgullo de la comunidad son el Museo y la Casa Larga, que abrieron sus puertas en 2008. En poco tiempo su restaurante, La Traite (La Trata, alusión al comercio de pieles entre indios y europeos), supo ganarse fama entre las mejores mesas de Quebec. El chef es Martin Gagné, de sangre algonquina, una de las primeras naciones más populosas de Quebec. En su carta: carne de bisonte y de alce, crema de zapallo, pan de maíz y especias de los bosques boreales.
Jason Picard-Binet presenta más particularmente dos productos: la cerveza Kwé y el sagamité. “La cerveza está hecha a base de maíz y de malta, y su nombre quiere decir ‘buenos días’ en nuestro idioma. El sagamité es uno de los platos más tradicionales de la cocina wendat, una pasta de maíz con carne estofada.”
Esperando la visita a la Casa Larga wendat, mientras la cantante y contadora Yolande Okia-Picard se prepara, se puede recorrer el centro del pueblo. En la capilla, por ejemplo, se ve una imagen de Kateri Tekakwitha, la primera santa india, y varios elementos de la cultura wendat como colectores de sueños. A decenas de metros están la cascada del río Kabir Kouba, cuyo nombre significa “río de las mil vueltas”, y la casa Tsawenhohi, que perteneció a un gran jefe de la comunidad, Nicolas Vincent, y fue transformada en museo sobre la vida en el siglo XIX. También está Onhoüa Chetek8e (no es un error tipográfico, sino que 8 representa al sonido “u” en el idioma wendat), un parque que recrea un mundo indio de película: actores con mocasines y vestimenta de cuero, tótems y tipis, fogones y danzas.
Más austero, pero mucho más auténtico es la Casa Larga Ekionkieshta’, sobre el modo de vida tradicional de los hurones: un gran edificio de madera cubierto de corteza de árbol, dentro del cual convivían varias familias y donde los fogones eran considerados el espíritu del hogar. Yolande se sienta con un tamborín en las piernas y entona algunos cantos hipnóticos, que hablan del eterno tema del bien y del mal, del sacrificio y de la creación del mundo.
Mientras la tarde avanza lentamente y el sol se esconde detrás de los grandes wattas (arces), sus cantos lacerantes parecen elevarse en volutas, como el humo del fogón. Son como una cortina que deja entrever apenas el pasado de este pueblo que casi desapareció pero logró sobrevivir, para convertirse hoy en un modelo de éxito social y económico, afianzado en el futuro y sin haber rechazado sus tradiciones.
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