SANTIAGO DEL ESTERO. FIESTA FOLKLóRICA POPULAR
El cumpleaños de María Luisa, abuela de la dinastía folklórica de Los Carabajal, es una de las grandes fiestas populares del norte argentino. Crónica de un fin de semana en La Banda, entre música y tortilla caliente, chacareras y leyendas.
› Por Juan Manuel Mannarino
Peteco Carabajal escapa de sus fans a los saltos, como un rock star. Le cercan el paso con cámaras de fotos, lo abrazan. Las mujeres se sacan selfies, los hombres le golpean el pecho, otros gritan que cante “Las manos de mi madre” o “Perfume de carnaval”. El compositor sonríe, le gusta que lo mimen: se siente profeta en su tierra. De fondo, suena el repiqueteo de los bombos.
¡Que viva la abuela! dice un joven con acento santiagueño, morocho, los ojos inyectados en sangre, mientras se tambalea al pisar una botella de vidrio. Es la tardecita del domingo 16 agosto y en Santiago del Estero sucede lo inesperado: llovizna y hace frío.
Ahora son las nubes de polvo, bajo el cielo plomizo, las que no dejan respirar el escaso aire que se filtra entre los cuerpos que bailan chacareras, escondidos, gatos y zambas. Peteco, si no fuera quien es, sería una huella anónima de las miles que pisan la tierra en un hechizo colectivo. Podría ser un patio cualquiera, de esos grandes con mistoles, algarrobos y lapachos que existen en La Banda, una ciudad de 100 mil habitantes y a ocho kilómetros de la capital de Santiago del Estero. Pero no. Es el de Chufo, el epicentro de una de las fiestas populares del norte argentino: el cumpleaños de María Luisa, abuela de Los Carabajal, la dinastía más famosa del folklore argentino.
Las generaciones se mezclan: a la tarde, predomina la franja entre 30 y 50 años, pero los jóvenes reinan en la noche. En cuatro cuadras del barrio Los Lagos, entre lo de Chufo y la casa donde Doña María Luisa crió a sus doce hijos junto a Don Francisco, se huele a tortilla caliente, a empanadas fritas, tamales, cabrito asado, pollo y lechón; no hay quien no esté con un vaso gigante “bomba”, le llaman de fernet, vino o cerveza. Y sólo para almas curiosas está la vedette: la “sangría de sapo”, una bebida que pocos se atreven a probar.
“Entre a mi pago sin golpear”, reza el himno del ya fallecido Carlos Carabajal, padre de la chacarera por derecho de familia. Y eso es lo que pasa: circula gente por las casas bajas de La Banda. Sin invitaciones previas, ni rechazos ni prejuicios. Como si buscaran compartir algo que, en sus lugares de origen, no se les permite.
TIERRA DE LEYENDAS Cuenta la leyenda que todo sucedió espontáneamente. Y las leyendas, en Santiago del Estero, son religión: la Telesita, el Alma Mula, la Salamanca. Que los Carabajal, una familia numerosa y mística como los Buendía de Cien años de soledad, festejaban en mesas largas el cumpleaños de María Luisa una deidad que se exalta como una Madre esforzada, tierna y bondadosa hasta que empezó a caer gente, como si un rumor hubiera circulado de boca en boca, de pueblo en ciudad, de provincia en provincia. Que antes que falleciera la abuela, en 1993, sólo había dos puestos en la calle ahora hay cientos y siquiera el patio de Chufo estaba preparado ni para el baile ni para el acampe ahora hay policías y seguridad privada que custodian las entradas y salidas.
Era mediados de los ’90, una época donde los Carabajal repartían gratis bandejas de locro y empanadas. Veinticinco años después los puestos de comidas, de bebidas, de ponchos y bombos se multiplican en una especie de feria ambulante. “El cumple de la abuela pasó del patio a la calle y vienen más de cinco mil personas por año”, dice Cuti Carabajal, y Roberto, compañero del dúo, duplica la apuesta: “Después de los Carnavales brasileños, está la fiesta de la abuela. Ya no nos pertenece. Es del pueblo”.
La primera vez que llegamos cortamos zapallos y cebollas para el locro en lo de María Luisa. Después se convirtió en un festejo de todos y de nadie dice Carmen, una señora que viaja todos los años con “El Taller de Marta”, un grupo fiel de dos micros que arriba desde La Plata.
A diferencia de otros festivales como Cosquín o la fiesta de la Vendimia, a los santiagueños les gusta pensar que el cumpleaños de la abuela es único, genuinamente popular: que nadie recibe a los visitantes con tanto amor como los bandeños. La calidez se percibe en los gestos amables, en la fluidez de lo que se comparte, en la reciprocidad desinteresada. Es cierto, también, que la llegada de miles de personas preferentemente de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe significa un ingreso rápido y seguro en la venta de comidas, bebidas, objetos y en el alquiler de carpas y baños. Pero no toda la ciudad de La Banda se paraliza por la fiesta. A cinco cuadras del festejo, se escucha reggaetón y los vecinos viven ajenos al bullicio, entre casas bajas, la rutina monótona de pueblo chico que sobrevive de trabajos temporarios y una pobreza que aparece crudamente en los nenes descalzos que piden monedas a los visitantes. En las esquinas hay policías con itakas y escudos, pero a la madrugada emprenden la retirada. Se alerta sobre latrocinios: en la dispersión alcohólica, varios se distraen. Cae la noche, la cumbia reemplaza el folklore y la calle se convierte en un boliche apenas iluminado. Algunos prefieren irse de los patios principales y salir a las peñas de alrededor. Otros dicen que nunca pasó nada, que a lo sumo algún codazo o una mirada hostil, aunque nada del otro mundo.
En los montes, cerca del pueblo, la presencia del diablo es signo de respeto, temor y adoración. Uno de los vecinos del Chufo señala el escenario donde suben ignotos cantantes. Los guitarreros y compositores con dispar calidad parecen brotar como flores silvestres de la aridez del suelo. “¿Escuchás cómo canta? Es cerrado, viene del monte, ¿viste que no se entiende mucho? Cuando cierra los ojos es porque ve a Supay”, dice. En quechua, Supay es el diablo.
TRES DIAS DE VERTIGO Son tres días de viernes a domingo que se sienten en una vorágine a la intemperie, cuya única condición no sólo es el encanto de la danza y el canto folklórico sino, esencialmente, vivir en un estado de cierto vértigo; de entrar y salir de los puestos, los patios y las peñas; de encontrarse y perderse con conocidos y desconocidos. En ese cruce, intempestivo y febril, radica la celebración pagana que lejos de concentrarse en el patio de Los Carabajal no está organizada ni controlada por nadie. Se expande de un patio a una peña; de una sobremesa con asado y truco a un improvisado taller de baile, como el que dio el magistral Juan Saavedra; de un mate en rondas a una excursión cercana, como la visita al patio del Indio Froilán González, en Santiago del Estero. La mayoría va a la fiesta para disfrutar del anonimato: bailar, beber, comer y, por qué no, seducir en el arte de lo fugaz y lo azaroso.
Acá me llaman la Roberta Galana confiesa Rosa, otra de las anfitrionas exclusivas: su patio, más íntimo, se llena de carpas. Esta vez, ejemplifica, volvió una pareja que se conoció el año pasado.
Están los que vienen hace veinte, quince o diez años, los que vienen por primera vez, los que vienen en grupo, en pareja y, los menos, solos o solas. Otros viajan para reencontrarse con amigos a los que ven no más de dos veces al año. Cacho, de La Rioja, cocina un par de cabritos a la parrilla. Se volvió a ver con Pablo, Aco y Sebastián, de La Plata. No es la única vez que se encontrarán en el año. En febrero, se reunirán en Chilecito para la celebración de La Chaya. La fiesta es el motor de vivencias a escala humana, que se replican en otros territorios.
Hay roles que, sin embargo, son clave. Así como Marta, que hace 25 años organiza el viaje a Santiago del Estero desde La Plata, el intercambio no podría ser posible si no existirían los Chufo, las Rosas y los numerosos patios. “Nadie se explica por qué venimos en dos micros llenos todos los años. Se siente o no se siente”, dice Marta, con la tierra en su pollera larga y los ojos penetrados por el sol, que apenas sale pone colorada la piel.
PATIO Y CHACARERA Es un año singular: cayó helada, hubo dos muertos por infartos, y los Carabajal dieron un recital dentro del quincho de la abuela. Cuti y Roberto cantaron bajo los flashes de gauchos con tablets. A los que se apiñaron para escuchar ciertas letras como “se aprende con poquito a ser feliz”, les llegó la crónica de migración, nostalgia y vida austera que puebla el cancionero santiagueño. Afuera, entre perros que correteaban, un trío menos conocido, “Tucuypa”, brillaba con un pobrísimo sonido dentro de un puesto precario de comidas. La imagen era digna de una película de Fellini: un guitarrista descomunal, mujeres haciendo el repulgue, hombres cayéndose al suelo, una beba tomando de la teta. Todo concentrado en un toldo con nailon y mimbre quebradizo.
En lo de Chufo, los nietos bailaban chacareras en el centro de una ronda y los del taller de Marta acompañaban con palmas y filmaban videos para reproducir en el desvelado retorno. Rosa despedía a los suyos con lágrimas en los ojos, prometiendo seguir en contacto por celular. Confesó haberse tomado licencia de su empleo en una fábrica de pastas. “Son mis hijos adoptivos por tres días. Viajan tantos kilómetros que cómo no los voy a recibir con los brazos abiertos”, decía. El eco de un bombo lejano acariciaba lentamente un lunes tan feriado como vacío de resaca, y el placard de Rosa, refugio de pasajeros insomnes y despistados, lucía repleto de medias, gorras, toallas y zapatillas.
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