Dom 13.09.2015
turismo

LA RIOJA. PUEBLOS DE LA COSTA

Sierras en el tiempo

Un rosario de pueblos, al pie de la sierra de Velasco, conforma una costa sin mar pero rica en frutos de la tierra. Ciudades perdidas, dinosaurios, olivares y nogales jalonan este paisaje riojano árido por momentos y verde por otros, de sabores tentadores y bellas artesanías.

› Por María Zacco

La región que atraviesa la sierra de Velasco, en el este de la provincia de La Rioja, está cubierta por llanuras de jarillas y cardones. Y especialmente signada por la aridez. El recorrido, en apariencia despojado de todo rastro vital, discurre aferrado a una promesa: “la Costa”. Sin embargo, el mar nunca aparece. Porque la Costa no es otra cosa que un puñado de poblados que se extienden al pie de la sierra, a lo largo de un camino que devela en cada etapa lo que atesora entre los faldeos del cordón montañoso, donde afloran inconcebibles extensiones fértiles repletas de viñedos, nogales, árboles frutales y olivares. Senderos ondulantes separan distintos pueblos donde existen rastros de dinosaurios y ciudades perdidas, persisten la belleza de lo artesanal y la fe se manifiesta en procesiones pero también en la construcción de un curioso castillo.

Las ruinas del Pucará de Hualco, una extensa ciudad perdida de un milenio de antigüedad.

BUSCANDO LA COSTA Los cardones son la única evidencia de vida en el llamado camino de La Quebrada –en realidad la RN 75– que desde la capital riojana aborda el recorrido de la Costa, unos 75 kilómetros en los que es recomendable hacer varios altos para ir descubriendo de a poco los secretos de este particular itinerario. En una de las curvas de esta ruta se abre el dique Los Sauces, espacio para la aventura –aun en pleno invierno– que convoca a valientes aficionados del rappel. Más adelante, el curso del río Huaco indica el ingreso al departamento de Sanagasta, donde visitaremos el Valle Rojo, que alberga el Parque de Dinosaurios. Que vamos por buen camino lo indica la curiosa “virgen india” que se encuentra a la vera de la ruta, unos ocho kilómetros antes de llegar a Sanagasta. La imagen, que aparentemente llegó a la zona en el siglo XVII desde Perú a través de los incas que transitaban el Qhapac Ñan (Camino del Inca, que desde Cusco llegaba a la provincia de Tucumán), convoca una procesión anual a pesar de no haber sido reconocida por la Iglesia Católica. Los descendientes de la familia Flores se encargan de cuidar la venerada pieza, que en ocasiones es trasladada hasta la Capilla de la Virgen de la Medalla Milagrosa, en la cercana villa El Secadal.

El color rojizo del paisaje indica que arribamos al Valle Rojo, cuyas formaciones rocosas –originadas en el Cretácico– forman parte de una reserva geológica provincial de 850 hectáreas donde se hallaron sedimentos de unos 80 nidos y huevos de dinosaurios. En un recorrido de dos kilómetros con desniveles y escaleras (unas dos horas de caminata) están diseminadas las réplicas de diez especies de dinosaurios que eligieron este sito para nidificar cuando, hace más de 100 millones de años, existían allí grandes pantanos de agua caliente.

A cinco kilómetros está el poblado de Sanagasta, emplazado en el corazón del valle de la sierra de Velasco y portal de ingreso al corredor de la Costa. A poco de transitar la “orilla” de las serranías, el paisaje ahora dominado por nogales, álamos y pinos hace pensar que tal vez no sea vana la promesa del mar.

Sentada frente a su telar, Doña Frescura repite los antiguos gestos del tejido artesanal.

MANOS ARTESANAS Los métodos de producción a la vieja usanza predominan en las fincas familiares que dan a luz vinos exquisitos, aceite de oliva, nueces y frutas. Existe un férreo empeño en dedicarle tiempo y atención a cada proceso de elaboración de los productos. Se percibe en Agua Blanca en el recorrido a la bodega de vinos caseros Casa India, donde se producen las variedades Cabernet Sauvignos y Malbec, además del Torrontés riojano que se disputa el podio con el salteño. En el pueblo también ganaron notoriedad entre los turistas los deliciosos vinos pateros y dulces preparados en las casas de familia. La elaboración artesanal prima también en la Finca El Huayco, único tambo caprino de la provincia, que desde hace varios años maneja Michel Belin, quien dejó su Francia natal para instalarse en La Rioja. Los quesos son su especialidad pero no hay que perderse perlitas como el licor de leche de cabra, el dulce de leche y el vino tinto con nuez verde.

Un bosque de nogales conduce al próximo pueblo de esta ruta, Pinchas, desbordante de vides, hortalizas y árboles frutales. Los lugareños viven de sus propios cultivos y preparan miel, mermeladas caseras y nueces confitadas, típico souvenir riojano. Esta villa es acaso más conocida por los tejidos de Ramona Frescura, quien crea tapices con motivos de arte rupestre, paisajes coloridos y momentos históricos que reinterpreta con su impronta. “Nací tejiendo” suele repetir a quien la visite Doña Frescura, que prepara sus bastidores desde muy temprano cada mañana, hila las lanas de llama y vicuña, las tiñe con plantas tintóreas y crea piezas únicas en su telar.

Tras hacer noche en Anillaco, el camino sigue hacia el norte. Un desvío por la RP9 lleva hasta El Señor de la Peña, una gran roca rojiza desprendida de los cerros ubicada al este de la sierra de Velasco, donde los peregrinos católicos encuentran el perfil de Cristo y los pueblos originarios reconocen al dios Llastay, protector de los animales. La aventura espera en el Barreal de Arauco, una gran superficie plana de arcilla reseca que gracias a los vientos constantes devino en pista de carrovelismo y kitebuggy.

Por fin llegamos a Aimogasta, principal centro de cultivo de la aceituna Arauco, reconocible por su gran tamaño y sabor. Entre las distintas productoras, Hilal Hermanos se destaca por utilizar un método de extracción y elaboración artesanal: todavía usan un molino de piedra y decantación natural para producir aceite de oliva. Además, siempre se muelen aceitunas frescas: van directamente desde el árbol al molino. Y el envasado también se realiza a mano.

Michel Belin en su finca, donde produce quesos de cabra y otras delicias artesanales.

LA CELEBRACIóN Vista en perspectiva, la Costa de la sierra de Velasco es un sendero que se abre en un desértico promontorio ocre. Por eso, si los turistas se sorprenden con los nogales y viñedos no hay palabras para definir la sensación al llegar al departamento de San Blas de los Sauces, más conocido como el “Valle Vicioso”, mote que le quedó desde la época de la colonia, cuando el sitio tenía no sólo cultivos abundantes sino que las tierras, regadas por el río Los Sauces, al parecer brindaban ejemplares de maíz gigantes. Todavía hoy esa tierra es muy generosa en los pueblitos de Alpasinche, Salicas, Schaqui y Andolucas, que se destacan por los cultivos de olivos y árboles frutales.

Unos pocos kilómetros por la RN 40 llevan, por un tramo tapizado de hortalizas y durazneros, hasta el Pucará de Hualco, las ruinas de una ciudad que nació alrededor del año 1000 d.C. El recorrido a pie parte desde una vertiente natural y el camino ascendente deja ver retazos de piedra entre altísimos cardones. Se dice que estos restos de construcciones cuadradas y redondas, y lo que parece haber sido un centro ceremonial, fueron parte de uno de los núcleos administrativos del Camino del Inca, habitado por la cultura Aguada, que vivió entre los años 700 y 1000 d.C. Aunque distintos elementos permiten a los especialistas inferir que se trataba de otra cultura, propia del lugar. Una de las posibles pistas se obtiene de pinturas rupestres de la cultura Aguada –que pueden observarse en otros sitios de la provincia– en las que se aprecia la importancia otorgada los centros ceremoniales, donde probablemente practicaban sacrificios humanos e incorporaban a la ceremonia el uso de alucinógenos, obtenidos de los frutos del chañar. La extensión de esta “ciudad perdida” es realmente enorme y no basta un día para recorrerla: las antiguas pircas se suceden a lo largo de kilómetros. El sendero en ascenso permite tener una vista panorámica del sitio, además del imponente Nevado de Famatina para coronar la visita. Antes de partir conviene recorrer el Centro de Interpretación, donde también se exhiben urnas funerarias, vasijas y otros elementos hallados en los alrededores que permiten hacerse una idea de cómo era la vida cotidiana de aquella cultura.

Este parecía ser el fin del viaje. Pero de regreso a la capital riojana, por la RN75, un desvío desde el pueblo de San Pedro lleva hacia Santa Vera Cruz, un remanso de álamos surcado por pequeños arroyos que alberga un castillo surrealista. Es un verdadero monumento al exceso: de formas, colores e influencias. Fue construido por Dionisio Aizcorbe, un escultor santafesino bastante excéntrico que hace varias décadas llegó a estas sierras y les dio forma, con sus propias manos, a sus pensamientos y creencias. El artista, ya fallecido, era admirador de Vincent Van Gogh, a quien dedicó el portal de entrada que parece emular un extraño violoncello coronado por un gran aspa de molino de viento. Al ingresar al Castillo de Dionisio, como se lo conoce en la zona, se ingresa a un mundo de creencias cósmicas, mandalas orientales y concepciones filosóficas. Las siluetas exóticas, las curvas y la variedad de colores estridentes parecen guiar en un recorrido por los pensamientos de aquel aventurero. Al observar el jardín voluptuoso, adornado de flores y aves de metal y cemento es inevitable pensar que Dionisio debe haber transitado estas tierras atado a la promesa del mar. Para él, no hallarlo parece no haber sido una decepción: encontró en el paisaje la inspiración para crear su propio vergel, con flores que jamás se marchitarán y pájaros que volarán para siempre.

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