Dom 13.09.2015
turismo

ITALIA. MAR Y TIERRA EN EL SALENTO

Puglia, alma marinera

El extremo sur de Italia es una tierra que vive por y para el mar. Entre el Jónico y el Adriático, el Salento –último extremo de la región de Puglia– se declina en las iglesias barrocas de Lecce, el dialecto griego de Calimera, el mar transparente de Gallipoli y las leyendas de Galatina.

› Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Un mar tan azul que encandila cuando brilla el sol ardiente del Mediterráneo. Una capital barroca que se conoce como la Florencia del sur. Una tierra legendaria de tarantate y de campos de olivo, que mira hacia Oriente y representa el punto último de la civilización romana en el sur de Italia. Pueblos donde aún se habla griego, y la tierra brota del Mediterráneo como un extremo confín de esa Italia que parte de las nieves alpinas para deslizarse por los Apeninos hasta fundirse con el mar Jónico y el Adriático. Todo eso es el Salento, el extremo último de Puglia, que es a su vez el extremo último de la Italia continental, el “taco de la bota”, una tierra de misterio, leyenda y, sobre todo, una belleza que deslumbra porque va unida a una cultura milenaria. No suele formar parte de los circuitos habituales que tocan Milán, Venecia, Florencia y Roma, con suerte extendiéndose hasta Capri y la Costa Amalfitana. A Puglia –y al Salento en particular, el sur del sur– hay que venir expresamente, y hay que venir con tiempo. Cada pueblo invita a detenerse en su laberinto de iglesias y centros históricos, que brillan con las luminarias de las fiestas patronales; cada mesa es una fiesta de los más genuinos productos de la tierra y el mar, herederos de una antigua cucina povera; cada playa es una celebración de aguas turquesas que le valen a Puglia el apodo de “las Maldivas italianas”. Inútil creer que se habrá visto algo del verdadero Salento si sólo se hace una pausa de unas horas en Brindisi a la hora de tomar un crucero: sólo caminando el centro histórico de Lecce y sus paredes de piedra blanca, probando los langostinos crudos en el puerto de Gallipoli, visitando el pozo de las tarantate en Galatina, sumergiéndose en la profundidad de un frantoio ipogeo o desayunando con friselle, tomate y aceite de oliva, se empezará a recorrer el camino que lleva al alma meridional. Y el kilómetro cero de ese camino está en Lecce, la Florencia del sur.

Lecce, el reino de la arquitectura barroca, que le vale el apodo de “Florencia del sur”.

LECCE, LA BARROCA Nunzio Pacella conoce Lecce como la palma de su mano. Y no sólo: periodista y guía de lujo por los secretos del Salento, será el Virgilio que nos lleve a desandar las calles de esta ciudad un domingo de cortili aperti, cuando los grandes palacios del centro histórico abren sus puertas para descubrir patios interiores que la primavera mediterránea llena de flores y perfumes. El Avio Bar es nuestro punto de partida, un barcito demodé y encantador por sus aires años 50, donde solían reunirse los aviadores para tomar el mítico café Quarta del no menos mítico Gaetano Quarta. No cualquier café: la especialidad local, calor obliga, es el caffé in ghiaccio, un café con leche de almendras y hielo (además de algún ingrediente secreto) que en una tarde de luz y calor es mejor que néctar y ambrosía. Estamos en el centro pero salimos más hacia el centro, rumbo a la Piazza Sant’Oronzo, el patrono local, donde antiguamente se reunían los comerciantes y productores de aceite de oliva. “En este lugar –explica Nunzio– fijaban el precio del ‘oro del Salento’. Porque aquí se producía el olio lampante que iluminó el mundo desde San Petersburgo hasta América antes de la electricidad, como combustible de las lámparas; después también el aceite que iba a Marsella para la elaboración del jabón”. Pero aunque fuera también una ciudad de comerciantes, Lecce se muestra sobre todo como ciudad de arte. Iglesias, catedrales, arcos, obeliscos, palacios, volutas y cornucopias –toda una exaltación del Barroco y el rococó peninsular– saltan a la vista calle tras calle, pasaje tras pasaje, fachada tras fachada. Las frutas son un tema típico del Barroco local, en particular el melograno (granada), fruto de la fertilidad y símbolo de que en estos palacios se encontraban la vida y el progreso.

El emblema de la ciudad antigua es una loba –del antiguo nombre latino de Lecce, Lupia– cuyo mosaico aún se ve en la Piazza Sant’Oronzo: eso sí, no hay que pisarla, porque trae mala suerte, sobre todo a los universitarios próximos a graduarse. A la vieja ciudad se entraba por cuatro puertas: Porta Napoli, Porta Rudiae, Porta San Biagio y Porta San Martino, hoy desaparecida. La Chiesa del Carmine, Piazza del Duomo, el Conservatorio di Sant’Anna, la Chiesa del Rosario, la Chiesa di Sant’Irene... la lista nunca podría ser exhaustiva, y parece que no alcanzaran los ojos para verlo todo. Lo mismo con los grandes palacios, en los que hay que prestar atención a un detalle en particular: las columnas angulares, señal de que el edificio pertenecía a una familia noble o a la Iglesia. Poder secular o poder divino, ambos importantes pero separados, como revelan las cadenas que dividen la plaza de la catedral, que sólo se abre para la procesión de Sant’Oronzo.

“Tres materiales distinguen la artesanía local: en primer lugar la piedra leccese, blanquecina y sensible, que se usaba según su tipo en las bases, las fachadas o, la más noble, en los ángeles. Y además la terracotta y la cartapesta”, dice Pacella. La cartapesta en particular es un arte presente en todas las figuras religiosas, realizado con asombrosa maestría: arte pobre, hecho con materiales de descarte, del papel a la cola de harina, imita a la perfección plata, mármol, porcelana y bronce. Es de cartapesta el pesebre del Duomo de Lecce, pero mirando con atención se lo descubrirá por todas partes, desde las iglesias hasta los talleres de los artistas locales. Además de iglesias y palacios, en Lecce están el Museo Faggiano, un antiguo convento que tiene 2.500 años de historia y leyendas de templarios; el Museo de la Cartapesta; un anfiteatro romano en pleno centro; claustros; monasterios y balcones. Y entre unos y otros, entre paseo y paseo siempre hay tiempo para hacer un alto en una pastelería y probar el pasticciotto, una especialidad local imperdible: es un pastelito de masa brisée relleno con pastelera, que parece contener en la suavidad de su textura y el aroma alimonado de la crema toda la dulzura de su tierra natal. No hay barcito que no lo tenga, y es el acompañamiento ideal de un buen café expreso a media mañana o media tarde.

Langostinos rojos, una especialidad salentina para probar en el puerto de Gallipoli.

LA GRECIA SALENTINA Cuando se hace de noche, salimos rumbo a Calimera, pueblito del interior pullés que contiene en su solo nombre la esencia de la historia de una región: Calimera es Kalimera, buen día en griego, o tal vez “bella comarca”, según otra etimología difundida. Lo que salta al oído es que en el nombre y en la tradición Calimera concentra aquello que fue la Grecìa Salentina, una suerte de “isla lingüística” del Salento que reúne nueve pueblitos de dialecto griego: el griko. Este dialecto fue el único conocido y hablado durante siglos, hasta el siglo XIX: sólo la apertura de las escuelas públicas, y más tarde la impresionante labor de la televisión pública RAI como unificadora lingüística, terminaron por imponer el italiano y relegar al griko al corazón de las familias. Con el tiempo, esta lengua dejó de transmitirse, pero las personas mayores del pueblo aún la usan entre ellos y poco a poco comienza un período de revalorización que incluye también a los grupos musicales con repertorio dialectal. Siempre con Nunzio, llegamos a Calimera cuando ya es de noche y la Festa della Granara está en su mejor momento: esta celebración popular, una de las muchas que jalonan el calendario veraniego de la región, recuerda que durante siglos el pueblo vivió de la fabricación de carbón vegetal, siguiendo una técnica hoy en desuso pero que se muestra tal como era durante la fiesta. “Esto se hacía en Calimera –nos cuentan– porque tenía bosques, no había otras posibilidades porque el terreno era poco fértil. El carbón era el combustible para todo: planchar, cocinar, calentar la casa, y se hacía construyendo una catasta (montón) de madera, en torno a un agujero que se rodeaba de leña. Una vez alcanzado el tamaño deseado se cubría de hojas de olivo. Para encenderlo había que prender una brasa afuera y tirarla adentro para que se formara llama; luego se cubría de hojas de olivo y tierra, con agujeros para entrara el aire y saliera el humo”. Así se deja unos días, y se sabe que el carbón está listo cuando la granara se baja y cambia el color del humo, volviéndose más claro y de tono celeste: mientras tanto, los hombres a cargo de la tarea dormían en un ambracchio, una cabaña precaria donde siempre uno del grupo montaba guardia para controlar el proceso y no correr el riesgo de perder el carbón. “Si se quemaba la granara, la familia perdía todo lo que tenía. Porque un porcentaje del carbón era para ellos, y para el patrón todo el resto. Si se quemaba, perdían su parte”, dice Salvatore Tommaso, que participa de la fiesta y contó en su novela Sarakostí la durísima vida de estos carbonai de Calimera. Sarakostí es, en griego, la cuaresma, en alusión a los períodos de cuarenta días en que los carboneros estaban lejos de su casa. “El objetivo de esta recreación es hacer descubrir a los jóvenes el oficio de sus padres. Este es el ‘oro negro’ de Calimera, lo que permitió que los hijos del pueblo pudieran estudiar”, dice Luigi Gemma. Luigi –como Salvatore Tommaso, como Todino Fassi y otros asistentes a la fiesta– habla griko. Y aunque el principio hay cierta resistencia –cuenta Luigi que su padre hablaba el idioma con sus hermanos y no con él, tal vez porque no era una lengua de prestigio, sino un dialecto carente de base escrita– finalmente se decide. Así, al calor de una cabaña y de la luz del fuego, junto al montículo de la granara, parece producirse un milagro y vuelve a sonar una lengua de vocabulario inconfundiblemente griego, aquí en el sur del Italia y en pleno siglo XXI. Mientras tanto, la fiesta sigue: hierven en grandes ollas los pittule –buñuelitos de harina y levadura, naturales o a la pizzaiola– y suena en pleno campo, a la luz de las estrellas, la música de I Scianari, un grupo de música popular salentina que revive con pasión la pizzica, ese baile de la familia de la tarantella que se baila en las fiestas, pero fue heredado de los ritos dedicados a exorcizar a las tarantate, las mujeres mordidas por la tarántula.

El puerto deportivo de Gallipoli, donde el “taco de la bota” italiana mira hacia el mar Jónico.

GALATINA Y LUEGO EL MAR Al día siguiente, cuando visitemos Galatina, podremos conocer más de cerca la asombrosa historia de las tarantate, las mujeres afectadas –real o imaginariamente– por la mordedura de la tarántula en los campos salentinos. Hay quienes remontan la existencia de las tarantate al mito de Aracne, en la mitología griega, vinculado con los cultos dionisíacos y las prácticas bacanales.

Galatina es una pequeña joya del Salento central, cuya Chiesa di San Paolo se conoce también como Cappella delle Tarantate, y está vinculada desde la Edad Media hasta mediados del siglo XX con el fenómeno del “tarantismo”. Era aquí donde, cada 29 de junio, se realizaba la procesión de las mujeres mordidas por la tarántula: vestidas de blanco, con un pañuelo rojo, pedían la protección del santo y bebían agua del pozo contiguo a la iglesia. Poco después la vomitaban, y así se liberaban –¿real, simbólicamente?– del veneno de la araña. Con este ritual y este exorcismo de contorsiones y revuelcos en tierra se relacionan la tarantella y la pizzica, una suerte de baile frenético que tiene también visos de exorcismo musical, aunque hoy sea sobre todo un baile familiar y alegre que, junto con la emigración italiana, se extendió a los más remotos lugares del mundo.

Pero aún falta un paso más para acercarse a la unión de tierra y mar que hace de Puglia una tierra extraordinaria, sumergida en el corazón de la civilización mediterránea, con una cara mirando hacia Oriente y otra hacia Occidente. Ese paso se puede dar en varias localidades costeras, pero Gallipoli –una vez más la influencia griega en un nombre que deriva de “kalí polis”, la ciudad bella– merece particularmente una visita. Empezando por el puerto, donde los pescadores reparan sus redes de arrastre y descargan el pescado que, fresquísimo, rápidamente irá a parar a las mesas de las casas y trattorie de la ciudad. Tonnetti, sgombri y sobre todo los increíbles gamberi (gambas) violetas, una delicia exclusiva de Gallipoli, que se pesca en la fosa de San Giorgio, pasando la isla de Sant’Andrea, a unos 900 metros de profundidad. El gambero rosso, en cambio, se pesca a entre 400 y 1000 metros, con una medida que varía entre 12 y 20 centímetros. Rojos o violetas, los gamberoni de entre 200 y 300 gramos son los famosos “carabineros”, porque su color evoca el de los pantalones de los carabineros de Maximiliano de Habsburgo. Los ojos atentos que los conocen bien los distinguen –sobre todo por el matiz intenso del color– de su competencia: los langostinos de la Argentina, que llegan también a las mesas italianas. Pero no hay que irse del puerto sin pasar por el mercado para probar los gamberi viola crudos, directamente del mostrador: allí se enseña a tomarlos por el cuerpo y, una vez consumida la parte más carnosa, chupar la cabeza... y después los dedos. La frescura y el sabor son increíbles; cada vez más se estila comerlos crudos con apenas una gota de aceite de oliva y limón, o bien con limonolio, el aceite que obtiene moliendo las aceitunas junto con limones enteros. Porque también esta es tierra de olivares, como se puede descubrir visitando un frantoio ipogeo, los molinos subterráneos tradicionales de la región. Pero sobre todo, es tierra de mar: frente a la Spiaggia della Purità, al pie de los viejos muros de Gallipoli, deslumbra la belleza de estas aguas cristalinas, rodeadas de piedra y de historia, que se extienden en medialuna junto a la ciudad antigua. Hay otras, cada una más hermosa que la anterior: pero esta es realmente la playa de la gente local, ideal para disfrutar en junio o en septiembre, cuando no hay afluencia turística y los atardeceres frente al mar hacen comprender por qué se llama a Gallipoli “la perla del Jónico”.

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