RUSIA> CúPULAS MOSCOVITAS
Imponente, pero no fácil. Bellísima, pero intimidante. Romántica, pero también rígida. La capital rusa –la “madrecita Moscú”- invita a un paseo fascinante que permite, a pesar de las frecuentes trabas idiomáticas, asomarse a la esencia de historia y arte del gigante ruso.
› Por Dora Salas
Desmesura, arte y dureza son las tres palabras que asocio con Moscú, ciudad de numerosos atractivos pero no exenta de complicaciones para el turista. Como el idioma y, en algunos momentos, cierta rigidez en el trato y las reglas.
El azul intenso del cielo fue el primer impacto mientras el avión me llevaba de Milán hacia la capital rusa. Poquísimas nubes, esas que en la infancia llamamos “ovejitas”, daban un toque de ternura a la sensación –mezcla de ansiedad y alegría– de estar muy lejos de casa, en el otro extremo del mundo, en viaje hacia un destino con distintos niveles de significación.
“La noche posee muchas estrellas encantadoras y hay bellezas en Moscú: pero más bella que todos sus amigos celestes es la luna en el azul vaporoso”, dijo el poeta Aleksandr Pushkin (1799-1837), y ambas afirmaciones son ciertas en esta ciudad de marcados contrastes, difícil y seductora al mismo tiempo.
COSTUMBRES “Only Russian” fueron las cortantes palabras que escuché al salir del aeropuerto Sheremetyevo. Las pronunció un taxista moscovita con el cual trataba de establecer un diálogo mínimo en castellano, francés, italiano o inglés. Pero el hombre movía la cabeza mientras repetía “only Russian” con increíble obstinación. Así que le extendí un papelito con la dirección del hotel y abandoné mis intentos de comunicación, entre otros motivos porque el conductor parecía enojado, aunque en verdad no lo estaba, según comprendí a los pocos días a raíz de situaciones similares. En Rusia alzar la voz es habitual y no significa tratar mal, y lo mismo ocurre con la rigidez para alterar una norma, por más simple que sea, como el horario de ingreso a la habitación del hotel.
La segunda impresión fueron las dimensiones: todo es grande, desmesurado, templos y avenidas, edificios y galerías comerciales. Y con un “plus” histórico que se impone a medida que uno se aventura a andar sin guía.
La “madrecita Moscú”, como se la llamaba antes de la Revolución de 1917, fue fundada en 1147. Se encuentra en la llanura centroeuropea, a 156 metros sobre el nivel del mar, y en la línea de Copenhague, la capital danesa. Su larga existencia sufrió no pocos ataques, empezando por los mongoles que la saquearon en 1237. Siguieron los polacos en 1610; en 1812 Napoleón entró en la ciudad y durante la Segunda Guerra Mundial Hitler invadió la Unión Soviética.
Con 879 kilómetros cuadrados de superficie y un anillo de 109 kilómetros que la rodea, la ciudad tiene más de 100 museos, unos 30 teatros con compañías permanentes, bosques y playas, además de numerosos cafés, restaurantes y galerías comerciales, catedrales, monasterios y plazas. Y, por supuesto, su famoso metro.
LA PLAZA ROJA Imposible la objetividad frente a la Krasnaya Plóshchad, que en ruso significó inicialmente “hermosa” y fue declarada en 1990 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
En el barrio Kitay Gorod, la Plaza Roja tiene 330 metros de largo por 70 metros de ancho. Pero estos números dicen poco o nada frente a la magnitud del conjunto, en especial la Catedral de San Basilio, en el extremo sudeste, que atrae de inmediato la mirada con sus cúpulas de bulbos coloridos y su mezcla de estilos bizantino, indio y chino. La plaza fue mercado en la Edad Media y presenció ceremonias religiosas, decapitaciones en época de Pedro el Grande y desfiles militares soviéticos. Es centro y símbolo de Moscú.
En 1555, Iván el Terrible ordenó construir la Catedral de la Interseción de la Virgen, pero se la conoce como San Basilio en recuerdo de dicho santo. Una capilla central de 57 metros de altura y otras ocho a su alrededor integran el complejo, que hasta en siglo XVII era blanco y dorado en su exterior. Frente a la popular catedral se ubica la Torre del Salvador, construida por Iván el Terrible para ver las ejecuciones.
Pero la emoción más fuerte la provoca entrar en el Mausoleo de Lenin. De granito rojo y porfirio, fue diseñado por A. V. Schusev en 1930 y por un período también estuvo allí el cuerpo de Stalin, trasladado luego al conjunto de tumbas –entre ellas la de Yuri Gagarin– ubicadas junto al museo del Kremlin.
Ahora, después de una breve fila, se ingresa en una zona penumbrosa del mausoleo y bajo una fuerte luz, el visitante se enfrenta con Vladimir Ilich Ulianov (1890-1924) en su caja de cristal. El líder revolucionario aparece como un anciano de la familia que dormita, vestido, a la hora de la siesta. Pero la historia de buena parte del siglo XX yace con él. La impresión fue tan poderosa que no pude contener una exclamación y me detuve. Al instante un guardia me llamó a silencio con un gesto y me ordenó circular. Normas son normas y se deben acatar.
En el ángulo norte de la plaza se luce la catedral de Kazán, reconstruida sobre los planos originales de 1636, conservados en secreto, y consagrada nuevamente a fines de 1993: Stalin la había hecho destruir en la década del ’30 para poner allí unos lavabos públicos.
En el lateral opuesto al mausoleo se encuentra el GUM, una galería comercial diseñada por Pomerantsev a fines del siglo XIX e inaugurada en 1893. En estilo Art Nouveau y de inspiración parisina, con balcones y puentes internos, el techo es una enorme estructura en vidrio y metal. Durante el período soviético eran Grandes Almacenes Estatales, y ahora se han convertido en una galería lujosa en la cual reinan las marcas internacionales, además de productos locales. Ostentación y glamour la definen.
LAS CUPULAS DORADAS La Plaza Roja linda, por detrás del Mausoleo de Lenin, con el Kremlin, la “ciudad amurallada” del lugar de poder. El muro que lo rodea, con sus altas torres y puertas, hacia el sur mira al río Moscova, y por el oeste al Jardín de Alejandro. En el interior, palacios y catedrales. El Kremlin moscovita se remonta a 1156 y en su existencia se sucedieron zares, jerarcas soviéticos y ahora presidentes.
Las murallas, del siglo XV, alcanzan 19 metros de altura y cercan una superficie inmensa que exige al menos un día para apreciar cuanto alberga. Para empezar, la Plaza de las Catedrales: la del Arcángel Miguel (1508), donde reposan varios zares e Iván el Terrible; la de la Anunciación (1489), con sus nueve cúpulas recubiertas de oro y uno de los más hermosos iconostasios de Rusia; la de los Doce Apóstoles (1655) con una cúpula de plata; y la de la Dormición o Asunción (1479), que funde los estilos ruso e italiano.
El fantástico conjunto de cúpulas doradas que destellan bajo el sol y resaltan contra el cielo compite en belleza y valor histórico con el Campanario de Iván el Terrible (1600), de 81 metros de altura y que por un largo período fue el edificio más alto de la ciudad, con 21 campanas. La mayor de ellas, llamada Resurrección, tocaba tres veces cuando fallecía un zar.
La visita impacta a cada paso y en La Armería, entre otros objetos, deslumbra el trono de marfil de Iván el Terrible. En distintos sectores se custodian, además, joyas y piedras preciosas, cetros y coronas, trajes y carruajes, como asimismo los delicados huevos del orfebre Fabergé, con incustraciones de gemas. Un impresionante testimonio de poderío y riqueza.
Y como todo es colosal, en los jardines del Kremlin está la Campana Zarina (1735), “la más grande del mundo”, con sus 210 toneladas de peso, seis metros de alto y siete de diámetro, con una rotura triangular que, según versiones, se produjo al caer del campanario poco después de ser instalada. Junto a ella, el Cañón del Zar (1586, 40 toneladas de peso), que jamás se usó. Ninguno de estos objetos cumplió su función, pero su factura aún hoy impresiona.
Mi recorrido siguió por el Gran Palacio del Kremlin, pero nada superó la admiración que despierta la belleza de la Plaza de las Catedrales, indudable corazón de la fortaleza moscovita.
EL ARBAT, EL METRO Y EL MOSCOVA Una avenida peatonal, la úlitsa Arbat, es la columna vertebral de un barrio tradicional donde residieron comerciantes que trabajaban para la corte. Los nombres de las calles, “de los Pasteleros”y “de los Carpinteros”, entre otras, los recuerdan. En el siglo XVIII vivió en él la aristocracia y también ostenta elegantes edificios del siglo XIX. La casa de Pushkin es cita obligada en este barrrio que también eligieron Nicolai Gogol y Rachmaninov.
Y para sentir la pulsión urbana y la historia, hay que visitar el metro, cuyas lujosas estaciones unen mármoles, estuco y cristales. Planificado por Stalin, las estaciones más llamativas con Komsomolskaya y Mayakovskaya.
Otro paseo interesante el navegar el Moscova apreciando parques, jardines y edificios de sus márgenes. Pero cuando vaya a sacar su boleto lleve cambio, porque a veces los empleados se niegan a venderlos si no se le entrega el monto justo o hacen esperar hasta que juntan la cifra del vuelto.
Templos, conventos y museos hay muchos, pero según el tiempo a disposición, los imperdibles son el convento Novodevichi, la casas-museo de Chéjov y Gorki, los museos Tolstoi y Pushkin de las Artes, la plaza del Teatro Bolshoi y la galeria Tretiakov.
Y, claro, no deje de conocer los lugares de la época stalinista, de la que los guías de turismo no hablan, como si ese período no fuese parte de la historia local. Como broche de oro, no se pierda el viaje nocturno en tren de Moscú a San Petersburgo, despliegue todo su romanticismo e instálese en un pequeño camarote y goce del té preparado con agua del samovar que hay en cada vagón. Al día siguiente, al despertarse, estará llegando a una de las ciudades más hermosas de Rusia y del mundo, a orillas del Neva, con palacios y museos que custodian un impresionante bagaje artístico-cultural.
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