LA PAMPA > LA COLONIA NUEVA ESPERANZA
Una aldea menonita cuyos 1300 habitantes no tienen luz eléctrica, teléfono, televisor ni radio y hablan alemán medieval. En la escuela sólo estudian la Biblia, la mayoría no conoce a Messi y se vive en una utopía religiosa sin límites para la producción –trabajan de sol a sol–, pero bajo la prohibición de todo tipo de consumo placentero.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Partimos en nuestro auto desde Guatraché con la suerte de que dos hermanas menonitas amigas de nuestro guía están buscando quien las lleve a su aldea, luego de visitar al médico: ni lo dudamos.
Gertrudis, de 21 años, y su hermana mayor se instalan, pudorosas, en el asiento trasero. Por lo general se trasladan en taxi cuando salen de su submundo neomedieval, donde está prohibido poseer auto y cualquier tecnología que sirva “para el placer”, según la interpretación bíblica del obispo menonita local. Lo curioso es que no esté prohibido su uso mientras sea de otro y se lo utilice por una necesidad importante. Los menonitas de Estados Unidos se permiten tener autos.
Antes de emprender viaje Gertrudis le pide prestado el teléfono celular a nuestro guía, se aparta unos metros y hace un llamado. Sin embargo esta muchacha de piel transparente, rubia de ojos verdes y dos trenzas a los costados, no está en falta. Más tarde conoceríamos en Nueva Esperanza a Cornelio –padre de cinco hijos y una hijita– a quien los menonitas le dicen “Musiquita”, porque de joven se compraba walkmans para escuchar rancheras mexicanas (muchos emigraron desde México), hasta que lo descubría el obispo y se los rompía a martillazos. Apenas podía, Cornelio iba al pueblo y se compraba otro. Hoy, dueño de tres carpinterías, podría adquirir toda clase de electrodomésticos. Pero están prohibidos: no existen en Nueva Esperanza límites para el trabajo pero sí al consumo; de hecho no se puede tener más que lo necesario para subsistir. Lo curioso es que de todas formas el nivel de productividad es altísimo, con la familia entera trabajando de lunes a sábado de sol a sol.
POR LA PAMPA Emprendemos el viaje de 40 kilómetros hacia la aldea e intento un dialogo con las hermanas. Pero no me va muy bien. Las mujeres menonitas casi no hablan con desconocidos y para colmo la hermana de Gertrudis no entiende español: “¿Tu familia de qué trabaja?”. “En la casa”. “¿Naciste en México?”. “No”. “¿Y tus padres?”. “No”. “¿Por qué no usan tecnologías modernas?”. “No estamos acostumbrados”. “¿Te gusta cómo juega Messi?”. “No sé”. “¿Sabés quién es?”. “No”. “¿Y Maradona?”. “No”. “¿Te gustan los nachos?”. “Sí”.
No insisto: la chica no quiere hablar; ni siquiera me mira. En cambio con el guía ríe a carcajadas, hace chistes con acento extranjero y hasta dice malas palabras en alemán medieval. La hermana mira por la ventanilla abstraída de todo.
Llegamos a Nueva Esperanza a través de su ancha calle troncal de tierra, a cuyos costados están las granjas de las 100 familias menonitas quen compraron en 1985 un total de 10.000 hectáreas de una estancia y emigraron desde una colonia en Chihuahua (México) y otra en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Entre todos formaron una Asociación Civil pero la propiedad no es comunitaria: hay quien tiene 10 hectáreas y otros 300.
Llevamos a las dos hermanas a su casa donde tienen una fábrica artesanal de zapatos que conduce Juan, el cuñado de Gertrudis: ella también ejerce ese oficio inusual para una mujer en esta conservadora aldea, donde casi todas se dedican a lavar, planchar, confeccionar ropa y trabajar la huerta de cada casa: el autoabastecimiento es total en alimentos.
Los varones comienzan a trabajar a los 12 años, al terminar el colegio, por ejemplo en una de las 50 metalúrgicas del pueblo, en alguna de la veintena de carpinterías, en una quesería o en una fábrica de silos. Allí les pagan un sueldo que va a parar al padre. Entre los 18 y 21 años el trabajador recibe parte de su sueldo, y a partir de los 21 lo cobra completo.
En cambio las mujeres –salvo algunas que son ayudantes de taller- no cobran. Lo extraño es que en los talleres sí usan electricidad por generador, tienen las soldadoras más modernas, las mejores máquinas cepilladoras para muebles y grandes refrigeradores. El problema no es la tecnología en sí sino su uso: no deben servir para hacer la vida más placentera en una sociedad que hace un culto al sacrificio.
La comunicación de la aldea con el mundo exterior se da, en parte, a través de los turistas, a quienes comenzaron a aceptar luego de una gran sequía en 2001: la mala situación económica les hizo ver que los viajeros eran una fuente de ingresos porque compran chacinados, artesanías y muebles. En la casa de Gertrudis podemos comprar zapatos y sandalias que sirven para la manutención de sus trece hermanos: los hijos son “una bendición de Dios” aquí y su llegada no se evita.
La otra fuente de contacto externo es el comercio. Los “silos menonitas” son famosos por su calidad y bajo precio. En la casa de Gertrudis hojeo el medio de conexión menonita con el mundo globalizado: el Menonit Post. Este quincenario se escribe en Canadá y se imprime en Bolivia: me pregunto si de Canadá a Bolivia enviaran el diseño por e-mail. No entiendo nada de lo que leo pero alcanzo a darme cuenta de que todas las noticias están referidas al universo menonita, salvo un pequeño comentario sobre la desaparición del avión de Malaysia Airlines.
Converso un rato con Juan, quien me muestra los zapatos que hace y cuenta que él y sus padres nacieron en México, su abuelo en Canadá y su bisabuela en Rusia, un peregrinaje que se repite en la mayoría de los antepasados de la aldea.
LOS CASAMIENTOS Vamos a almorzar a la casa de una familia menonita liderada por Don Jacobo. Las mujeres –que no hablan– nos sirven variks, una especie de raviol grande como una empanada relleno con ricota y acompañado con estofado, cebolla frita y –para quien desee experimentar– dulce de frutilla.
Mientras comemos el guía nos explica cómo son los singulares casamientos menonitas. Al menos en esto hay libertad absoluta: cada quien se casa con el que se le antoje. Pero hay que elegir bien porque no existe el divorcio. Los domingos se organizan reuniones sociales de jóvenes que serían algo así como fiestas sin música: se sientan a conversar y surgen los noviazgos. En la planicie pampeana, con las casas muy espaciadas entre sí, un encuentro secreto sería casi imposible: todos saben y ven todo del otro.
Hace unos años el obispo eliminó estos encuentros dominicales posteriores a la misa. Y los jóvenes se rebelaron: con pañuelos en la cara para no ser reconocidos, cortaron la ruta. En teoría no hay cámaras fotográficas en la comunidad pero las fotos del episodio existen: quienes han entrado en confianza con algunos menonitas las han visto.
Si el noviazgo prospera el novio le pide la mano de la hija al padre, quien establece un régimen de visita hogareña miércoles y domingos. Hasta que un sábado el obispo los casa, vestidos de negro, y se hace un almuerzo para cien personas.
Lo singular es que desde ese día y hasta el sábado siguiente, la pareja duerme en distintas casas de familiares a las que van como de visita, siempre en cuartos separados: se supone que ambos son vírgenes hasta una semana después de casarse. Y el sábado siguiente –luego de la semana de prueba- cualquiera de los dos tiene derecho a decir “no me caso”. Si prospera el amor, los padres les regalan tierras y animales. Los recién casados viven en la casa de alguno de los progenitores hasta que puedan construirse una propia.
La contracara es que el nivel de consanguinidad en la aldea es alto, y por eso nacen bastantes niños con deformaciones, como manos de seis dedos o bracitos cortos.
EL SISTEMA POLíTICO El modo de vida de los menonitas surgió cuando Menno Simons –nacido en 1492 en Holanda- rompió con la iglesia de Roma uniéndose a los anabaptistas. Como no reconocen patria ni autoridad alguna fuera de ellos mismos, a lo largo de la historia han sufrido persecuciones que los llevaron a una emigración constante, primero por el continente europeo y luego por el americano. Su sangre casi no se ha mezclado y sus costumbres cambian muy lentamente.
La escuela es en el idioma propio y sólo estudian el Antiguo y el Nuevo Testamento, más las operaciones aritméticas básicas. Los menonitas hablan neerlandés del siglo XVI y cantan en el dialecto alemán plautdietsch los 730 salmos de su libro de himnos. Hace unos años el gobierno provincial intentó crearles una escuela, que fue rechazada. Luego de largas negociaciones, se firmó un convenio donde los menonitas se comprometen a que los niños aprendan castellano enseñados por sus padres y no en la escuela. La barrera del idioma es la mejor garantía de mantener cerrada a una sociedad: sólo los hombres suelen hablar castellano porque lo necesitan para negociar.
El sistema de gobierno se compone por un Consejo liderado por el obispo, luego seis ministros y nueve jefes de campo, uno por cada una de las nueve parcelas en que se divide la aldea. Todos se eligen por voto masculino cada dos años, salvo el obispo cuyo cargo es vitalicio.
Antes de partir visitamos el almacén de ramos generales de Don Jacobo, quien atiende vistiendo su mameluco de rigor y al caer el sol alumbra su negocio con un ingenioso tendido de caños de gas con lámparas de camping. En los estantes hay paquetes de nachos, salsa de chile jalapeño y rústicas planchas de acero como las de antes, que se calientan a carbón. Así es la vida en esta utopía místico-medieval, donde no se cree en el progreso como un fin en sí mismo: antes de aceptar o rechazar un avance, lo evalúan según su sistema de valores y creencias.
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