URUGUAY > DE PUNTA DEL ESTE A PUNTA DEL DIABLO
Viaje a las costas uruguayas, empezando por el glamour citadino en las arenas de Punta del Este para terminar en las playas indómitas de Cabo Polonio y Punta del Diablo, en el departamento de Rocha: placer, lujo, aventuras agrestes y buena vida en las costas charrúas.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
Las playas uruguayas son como el punto justo entre el frío del mar y el viento de nuestra Costa Atlántica, y el trópico brasileño de aguas cálidas y calor sofocante. Ni tan lejos ni tan cerca. Médanos, playas concurridas y desiertas, lagunas, parques nacionales y reservas naturales. Días cálidos y noches frescas. Cielos que son pura estrella, y atardeceres para enmarcar.
Viaje desde la diversa glamorosa Punta del Este pasando por el indómito Cabo Polonio -un lugar mágico de los que ya no quedan- hasta el ascendente balneario de Punta del Diablo, que en los primeros días de enero se ve invadido por miles de jóvenes para luego recuperar, rápidamente, su alma de pueblo pesquero.
AL ESTE Y AL OESTE Si hay viento en La Brava, vamos para La Mansa. Si queremos buenas olas para surfear, a La Brava; si en cambio la idea es chapotear en aguas calmas, el destino será La Mansa. Si queremos ver el atardecer, Solanas es el punto; si queremos agite, chicas y chicos lindos, nos vamos a Bikini. Si buscamos noche, gastronomía de alto nivel, sobran las opciones. Y así podríamos seguir enumerando un buen rato para destacar las bondades del balneario mas cool, exclusivo y caro de Sudamérica.
Punta del Este tiene muchos edificios, quizá demasiados para un lugar privilegiado por naturaleza, pero no es una ciudad de grandes hoteles. A pesar de ser un destino de lujo, los cinco estrellas se cuentan con los dedos de una mano. En ese sentido, el año pasado se inauguró el Grand Hotel Punta del Este, ubicado en la parada 10 de la Brava, cerca del centro y del puerto, con vista al mar de La Brava. “Es el primer hotel ecofriendly”, destaca Adriana Ruiz, la gerente, mientras almorzamos en el bar del lobby. “Está equipado con iluminación led, entradas de luz natural y tecnología solar para calentar el agua; hay un programa de reciclaje de residuos y elevadores con sistema REGEN, que devuelven energía a la red”, detalla. La tranquilidad hace la diferencia, ya que no hay casino. Resulta entonces un sitio ideal para descansar, libre del bullicio que generan el juego y las fiestas que se organizan a su alrededor.
Luis es chofer y guía turístico a la vez. Busca a sus pasajeros puerta a puerta y los lleva a recorrer los principales puntos de atracción en un city tour diseñado para aquellos que no conocen la ciudad. Así transitamos por la calle principal, la avenida Gorlero, que en los últimos años perdió protagonismo con la construcción del shopping y el crecimiento de la Calle 20, paralela a esta. Seguimos por el puerto, ubicado justo en la punta, que al final del día se vuelve un gran lugar para ver la caída del sol. Alrededor hay muy buenos restaurantes donde se puede comer por 25 dólares por persona. Desde el puerto salen las embarcaciones a la Isla Gorriti, que es un lindo paseo de todo el día, con playas menos concurridas y sin paradores a la vista.
Muy cerca, en el barrio antiguo - el único lugar del centro donde no hay edificios– está el Faro de Punta del Este, erigido en 1858. Enfrente la Iglesia de la Candelaria, la primera de la ciudad. El paseo continúa por la Playa de los Ingleses, la Playa del Emir y la Playa de los Dedos, en la Parada 1 de la Brava. Acá está la famosa escultura de los dedos, donde los turistas se apiñan para la foto. “Significa la liberación a la humanidad -señala Luis-. Fue hecha para un concurso latinoamericano de escultores y la ganó el chileno Mario Irarrázabal. Acá está la mano derecha y en Antofagasta, Chile, la izquierda”, aclara el guía antes de volver al volante y enfilar para el lado de La Brava. Mientras tanto, va señalando algunas de las casas y mansiones de empresarios poderosos, reconocidas personalidades del jet-set, la política y futbolistas en el barrio de San Rafael, “Fue el barrio más caro en una época, pero hoy es el tercero, detrás de Beverly Hills y Punta Ballena”, precisa Luis. Enseguida, pasamos por un castillo donde funcionaba el Hotel San Rafael, una de las construcciones más antiguas y tradicionales, que desde hace dos años permanece cerrado y semiabandonado. La vuelta sigue por la Barra y el famoso puente ondulado, que provoca un cosquilleo en el estómago al pasar. “Vamos a entrar en la zona mas popular del verano, hay mas de diez boliches bailables, a la noche los autos van a paso de hombre”, comenta Luis.
El paseo concluye al atardecer en Casapueblo, la obra maestra Carlos Paez Vilaró, el gran artista uruguayo que murió dos veranos atrás. Paez Vilaró construyó esta casa con sus propias manos. “Les pidió permiso, irónicamente, a los arquitectos”, comenta Luis. Casapueblo fue su hogar, pero al mismo tiempo atelier y museo. Y desde siempre un ícono de Punta del Este, un lugar donde Paez hospedó a muchos amigos, algunos enormes artistas como el inolvidable Vinicius de Moraes.
Llegar al atardecer es la mejor opción para visitarlo. El hombre supo elegir dónde construir su lugar en el mundo, en este sitio privilegiado de Punta Ballena, sobre los acantilados, con una vista imponente hacia el Atlántico donde el sol se pone día tras día. En el bar de la terraza, los visitantes esperan el momento cumbre, cuando el astro rey va zambullirse de lleno en el mar. Y es ahí que se escucha la voz inmortal de Paez Vilaró, clara, nítida y pausada, que suena través de los altoparlantes del bar y reverbera en el horizonte. La ceremonia del sol comienza, y las estrofas de Páez Vilaró se van a extinguir junto con el ocaso.
DESIERTO Y MAR Llegar a Cabo Polonio es una aventura en si misma. Desde Punta del Este atravesamos el nuevo puente sobre la laguna Garzón, recientemente inaugurado, y pasamos por el balneario La Paloma, el más popular de la zona. Para entrar al cabo hay que aventurarse en un camión todo terreno, desde la Puerta del Polonio, la terminal ubicada a unos cinco kilómetros de Barra de Valizas.
La travesía es entretenida y agitada. Se atraviesan un bosque y las dunas hasta entrar en la playa para hacer el último tramo por la arena, frente al mar, con el faro del cabo y la silueta de la playa sur del Polonio de frente.
En cabo Polonio habita una colonias de lobos marinos muy numerosa, que hoy en día retozan apaciblemente en las piedras bajo el faro, pero que durante mucho tiempo fueron base de la economía del lugar. Hasta comienzos de la década del 90 hubo zafra de lobos, que eran cazados para comercializar su piel y aceite. De hecho, el faro funcionó mucho tiempo a base de aceite de lobo. Así se fue poblando, con trabajadores que llegaban para la zafra y fueron construyendo los primeros típicos ranchos de madera.
El Polonio se siente como una isla. Rodeado hacia un lado y el otro por el mar, tiene dos playas: la Norte o Calavera, donde están las construcciones más añejas, y la Sur, escenario de atardeceres memorables, donde se asentaron los nuevos ranchos, que ya no son de madera y de rancho tienen poco y nada. De todas maneras, son casas que conservan la mística austera del lugar. Y en el medio y más allá, las dunas, que se extienden sin final a la vista.
Cabo Polonio comenzó a poblarse hace mas de 130 años, con la llegada del primer farero. El mar es feroz, traicionero, y los vientos son bravos en estas latitudes donde las brújulas de los marinos enloquecían y los barcos naufragaban constantemente, hasta que instalaron la luz. Por algo a la playa Norte la apodaron Calavera. Cuentan por acá que la marea trajo hasta aquí a unos 200 cuerpos, víctimas de uno de los tantos naufragios registrados en el estado de Rocha. Naufragios como el de la fragata portuguesa Leopoldina Rosa, que en 1842 se hundió en las costas de Valizas, dejando 200 muertos y unos 100 sobrevivientes, muchos vascos: entre ellos los familiares de don Pancho Lujambio, dueño del almacén El Templao. “Siempre estuvimos trabajando en la zona”, asegura el hombre detrás del mostrador. El almacén es como un museo del Polonio, lleno de objetos que don Lujambio fue recolectando. Herramientas de los antiguos pobladores indígenas: piedras, boleadoras y morteros; radios y balanzas de distintas épocas; lámparas alimentadas por combustibles diversos; restos fósiles. “Mirá esos candiles, eran a aceite de lobo, tengo la historia de la luz”, dice don Lujambio, orgulloso. “Estas son garras de la megafauna, gliptodontes, osos perezosos gigantes, bichos que ya no existen. Está la historia de los últimos 200 años de la humanidad, de mi vida reciente”, asevera el hombre, mientas por la puerta se cuela el resplandor del ocaso y los ranchos, pintados de mil colores, se van tiñendo de ocre. “El atardecer esta buenazo”, dice Lujambio y se despide.
Los alojamientos en Cabo Polonio son modestos en general, a tono con el lugar, que no tiene luz eléctrica ni agua corriente. La energía viene de generadores que se encienden unas horas al día, paneles solares y unos pocos molinos eólicos. El agua es de pozo, o en el peor de los casos, se compra. La mejor posada es La Perla del Cabo, atendida por sus dueños, la familia Calimaris, pioneros del cabo. Rosario es hija del Machaco Calimaris, uno de los primeros pobladores, y sobrina de Oscar, legendario pescador. Gustavo Huertas es el marido de Rosario, y juntos llevan adelante este coqueto alojamiento de habitaciones con vista al mar y ubicación de privilegio en la punta de la playa Norte, a la vuelta del faro.
A Rosario y Gustavo les gusta hacer amigos, que ellos nombran como “embajadores”, visitantes con buena onda que divulgarán el lugar y traerán otros amigos por el antiguo e infalible método del boca a boca. Gustavo es el alma mater del bar, la mejor barra del Polonio, donde por las noches se mezclan locales y visitantes a compartir historias. Rosario parece estar en todos los detalles de este lugar que es parte de su historia y la de su familia, un sitio que comenzó con un rancho de paja construido por su abuelo en el año ‘59. Luego, su madre Gladys y el Machaco se encargarían del restaurante y la hostería, que el hombre levantó con sus propias manos y terminó en 1982, justo cuando nació Rosario.
Las noches del Polonio merecen un capítulo aparte. Para los que quieren agite, sobre todo en temporada, hay unos pocos bares cuya banda de sonido va de Manu Chao a Onda Vaga, melodías que apenas distraen de los sonidos del silencio, de las olas y el viento. Y son muy, pero muy estrelladas. Basta mirar unos instantes al cielo para descubrir una y mil constelaciones, para contemplar la lluvia de estrellas y que el tiempo se detenga, sin querer salir de acá nunca jamás.
EL DIABLO Y LA SANTA No hay duda de que los uruguayos, además de grandes conversadores, son excelentes anfitriones. Fabio Gazzola es uno de ellos. Este hombre, surfista de toda la vida, cambió su agitada vida empresarial por un pasar más tranquilo en Punta del Diablo, cuando esta playa aún no era el boom en el que se convirtió en los últimos tiempos. Unos veinte años atrás, Fabio inauguró, sin querer queriendo, el hostel La Casa de las Boyas, un alojamiento con 130 camas y departamentos privados equipados. Un hostel con muchos espacios comunes, una pileta y un restaurante que está entre los mejores de esta playa. Mientras cenamos, Fabio cuenta su historia, un relato que es, al mismo tiempo, un retazo importante del lugar. “Siempre me gustó la naturaleza, desde chico, el campo, la playa. Surfeo desde los trece años. Cuando empecé a recorrer la costa, pasaba por Punta del Diablo camino al Chuy, y paraba en un restaurante en la punta, que ahora está abandonado. Era un pueblito de pescadores pequeños, sin turismo, y eso era lo que más me gustaba. Pero decían que no había olas, y mientras comía vi que en Rivero, la playa siguiente, sí había “. Fabio recuerda entonces que salió corriendo hacia allá, se quedó surfeando todo el día, y alquiló una de las pocas casas que había. “Termine comprando la duna donde me había parado a ver las olas, que es donde está el hostel ahora. Después compré los otros cuatro terrenos, pero nunca con un fin comercial, sino pensando en que si algún día esto crecía, no iba a tener vecinos pegados. Quería poder mirar lejos, tener el mar enfrente”. Corría el año 1990 y ni por asomo alguien imaginaba que Punta del Diablo se convertiría en el balneario agitado que es hoy en plena temporada.
Al lado de Punta del Diablo está el Parque Nacional Santa Teresa, custodiado por militares que manejan el camping y cuidan del zoológico, el vivero y las demás instalaciones. Si el viajero no acampa acá, puede recorrerlo en una cabalgata o acercarse a disfrutar de sus playa semidesiertas. Partiendo desde Punta del Diablo, son diez minutos hasta la entrada del parque por las dunas. La vuelta se puede hacer por la playa, cabalgando a toda velocidad.
El parque también se puede recorrer de la mano de Mariana Rovira, que al volante de su querida camioneta Mahindra 4x4 organiza paseos personalizados por la costa de Rocha. Mariana propone una vuelta por el parque con parada para almorzar una tremenda paella en el restorán La Moza y seguir un poco más allá, hacia la estación biológica Potrerillo de Santa Teresa, un lugar poco explorado, ubicado en el margen noreste de la laguna Negra, una ojo de agua enorme, precioso.
Potrerillos es una reserva de 715 hectáreas de praderas, bañados, monte y costa de laguna. Declarado sitio Ramsar (convenio cuyo objetivo es la conservación de los humedales), este vergel es un lugar de paso de aves migratorias. “Esto es virgen -comenta Mariana-. Me encantaría que cuando muera, siga así”. Para entrar a la reserva, hay que hacerlo con el guardaparques, que nos espera a la entrada. “¿Qué queres bichar, así organizamos la vuelta?”, pregunta el guardaparque, Francisco Lavecchia, antes de emprender la vuelta por este paisaje insospechado, habitado por ñandúes y carpinchos, martinetas y chingolos, garzas y tordos. Pasamos por el centro de interpretación, donde Lavecchia cuenta acerca del cerrito de indios, un tipo de sitio arqueológico que aún despierta diferentes interpretaciones por los arqueólogos de todo el mundo. Luego, andamos por un sendero hasta la costa de la laguna, para finalizar el recorrido contemplando los diversos tonos de verde y ecosistemas desde un mirador.
A un lado los bañados, al otro la pradera, custodiada por la palmera Butiá, guardiana del territorio de Rocha, uno de los secretos mejor guardados de la costa charrúa.
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