NEUQUEN > VILLAS Y LAGOS CORDILLERANOS
En verano, más que nunca, La Angostura y sus alrededores muestran su esplendor paisajístico y la calma tan ansiada. Paseos a pie por el pueblo, llegada en bicicleta al bosque de arrayanes y una escapada a la vecina Dina Huapi, en una localidad cuya historia revela la capacidad de un pueblo para sobrevivir a una crisis.
› Por Pablo Donadio
Fotos de María Clara Martínez
Hay hechos que marcan un antes y un después en algunos lugares y, consecuentemente, en las personas que los habitan. De eso nos habla Ariel Domínguez en Villa La Angostura, cuando el sol veraniego pega con fuerza en San Patricio y Brava, las bahías hermanas que lucen más lindas que nunca. Cuesta creer que este escenario de belleza natural única, a las puertas del Parque Nacional Los Arrayanes, se haya transformado de la noche a la mañana en un páramo de polvo que nubló un pueblo entero durante largos meses. “La fragilidad y la fortaleza de la vida, sus dos caras se hicieron presentes en este mismo suelo de manera tan rápida como brutal”, reflexiona el autor de 4 de junio. La gran erupción, mientras termina de armarnos las bicicletas con que iremos a recorrer ese bosque de árboles marrones que, según dicen muchos prestadores turísticos, inspiró hasta al mismísimo Walt Disney para Bambi.
SEGUIR RODANDO “¿Es cierto?”, pregunto. “¿Qué… que me quisieron comprar el libro? Sí, si no te digo que…”. “No, eso de Walt Disney… en la casita del bosque”. “Ah… no. Es otra de las leyendas del pueblo. A algunos les encanta contarla”.
Domínguez trabaja en la casa que alquila mountain bikes y trailers bobs, unos carritos ideales para recorrer los Siete Lagos, travesía que está ganado terreno por incluir una mirada más personal de los espejos de agua, con pernocte en carpa mediante. Con las bicis se puede pasear por los barrios más lindos de la villa, incluso desandar las lomadas del parque nacional y llegar hasta el puerto donde atracan las embarcaciones que suelen visitar desde Bariloche la isla Victoria y el Bosque de Arrayanes. “Hoy la villa está reluciente, y eso es producto del tiempo, pero también de la capacidad de resiliencia que hemos tenido los que soportamos y nos quedamos a trabajar. Cuando empecé a investigar para escribir el libro tuve que aprender sobre geología, ver otras experiencias en Chile y por supuesto charlar con decenas de personas damnificadas. Un día me di cuenta de que así estaba curando mi herida, escribiendo horas en la computadora como un loco. Supongo que los demás lo hacían también a su modo, hablando conmigo, promoviendo proyectos para limpiar el lago y las plazas, o planificando algo para combatir el desorden físico y mental que había en un lugar turístico que de un día para el otro dejó de recibir visitas y se paralizó”, explica. En ese junio de 2011, al estallar el complejo volcánico Puyehue-Cordón Caulle, Domínguez era funcionario del municipio, y la emergencia lo encontró como comunicador de la catástrofe. Escuchamos sus indicaciones finales para sacar provecho a los escondrijos del pago que, como buen baqueano, sabe aportarnos. Nos ponemos el casco, saludamos e iniciamos la pedaleada mientras vemos grupos de turistas deslumbrados ante las retamas de fuego, los cerros nevados, los verdes serpenteantes sobre el Nahuel Huapi, las piedras redondeadas de la costa, los barrancos repletos de lambertianas, abetos, coihues y cipreses. Subimos las escaleras al bosque con las bicicletas en brazos y descansamos, antes de entrar en la bajada de 12 kilómetros que nos llevará como tiro hasta los famosos árboles y su casita fílmica de la discordia. A ambos márgenes del sendero se ve el recorte del suelo donde aún queda una capa gris de ceniza, debajo de un colchón de hojas ocres.
LA MAGIA DE CAMINAR Todo está muy a mano en la villa, y eso es algo ideal para salir de noche y a pie, disfrutando del fresco que siempre regresa al oscurecer. Cerquita, restaurantes de impronta alemana iluminan las calles de tierra y atraen con sus menús poderosos, aunque tienta también la opción del picnic en el muelle de madera de la bahía San Patricio, al calor de las estrellas que aparecen por miles en las noches patagónicas. Si gusta la caminata, las subidas de la villa (leves, aunque prolongadas) son una buena medida para compensar los recreos alimenticios que suelen darse en las vacaciones, y una linda forma de conocer barrios laterales donde las arboledas y las flores se multiplican, caso palpable en los bulevares Quetrihué y Amancay. Dentro de ese recorrido “interno”, que prescinde por un rato de la magnificencia del lago y su bosque, de Puerto Manzano y otros rincones más coquetos, está la laguna Verde. Se trata de un espejo de agua de unos 300 metros de extensión y seis de profundidad, formado por lluvias y con conexión al Nahuel Huapi. La laguna está rodeada de una exuberante vegetación donde no faltan arrayanes e incluso radales. Desde el boulevard Quetrihué puede ingresarse a su camino interno, que recorre el contorno y tiene varios miradores. Es un buen escenario para los amantes de la naturaleza, ya que además de curiosos caracoles, mejillones de río, pequeños crustáceos, ranas y gran variedad de peces, hay aves muy atractivas como las bandurrias, el macá, el pequeño pato zambullidor y las gallaretas. De regreso al centro, no hay que olvidar el paso por los locales de artesanía ni dejar de probar los chocolates y helados artesanales de las casas históricas de la plaza central, siempre ante los picos redondeados del Bayo y Belvedere, los vigías de este rincón pequeño, encantador y tesonero como pocos.
VECINA DE LUJO Desde La Angostura se puede retomar la RN 40 que costea el Nahuel Huapi con la empresa Albus, como quien va de visita a Bariloche, y hacer una previa de lujo. Fundada en 1986, Dina Huapi es una suerte de “hermana del medio” que creció entre ambos destinos, levantada por inmigrantes daneses (de allí su nombre) a metros de la división entre Neuquén y Río Negro. Promocionada como un “nuevo lugar en la Patagonia andina”, y valorada por su esencia de pueblo y posibilidades de desarrollo a orillas del lago, su crecimiento es exponencial. Allí se encuentra el cerro Leones, donde un predio ofrece desde hace un par de años la visita a las Cavernas del Viejo Volcán. “Vamos a visitar las cuevas que fueron un bastión de los pueblos que habitaron la zona hace más de 8000 años”, dice Miguel, quien nos recibe, a modo de presentación. Antes de subir a la primera de las tres cavernas muestra sus dotes de historiador y humorista, alternando datos concretos con elucubraciones y curiosos comentarios: “¿El nombre de esta ladera, mi querida visitante? Sí, se llama la curva del última suegra viva”. El grupo le celebra los chistes, al igual que Sandra, concesionaria del lugar y creadora del proyecto que se propuso difundir el cerro, y por medio de él también Dina Huapi. “No nos cansamos de admirar esta montaña. Cada una de sus cuevas tiene una particularidad, sobre todo la que posee un túnel cuyo manantial interno forma un pequeño lago subterráneo”, cuenta. Puentes y pasarelas conducen al grupo hacia las cárcavas, mientras Miguel sigue contribuyendo con datos geográficos, zoológicos, botánicos y culturales. En una de las cavernas hay una pintura rupestre en rojo. “Han visto ya que no soy tímido, así que podría inventar mil historias al respecto, pero la verdad es que hay muchas teorías sobre lo que puede significar. Como todas pueden ser ciertas, preferimos que cada uno la mire y se imagine en ese tiempo”, dice el guía. El premio final a los incipientes espeleólogos lo da el complejo con la invitación a su comedor, donde se pone en marcha el segundo paso de la visita: un menú delicioso y casero, condimentado una vez más por la gracia de Miguel. Desde allí admiramos una y otra vez la vista que se impone desde los aleros, contemplando a lo lejos el horizonte donde se funde el cielo con la ya lejana villa.
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