Dom 17.01.2016
turismo

CHINA > LAS PRADERAS DE BAYANBULAK

Mongoles, kazajos y chinos

Una travesía por la Región Autónoma de Xinjiang, el antiguo Turkestán oriental, en la legendaria Ruta de la Seda. Una reserva natural con miles de cisnes y noches mágicas en tiendas tradicionales nómades de la etnia kazaja junto lago Sayram, en la China más remota.

› Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Volé 3270 kilómetros hacia el oeste de Pekín para internarme en la región islámica de China, parte de la milenaria Ruta de la Seda. Esperando encontrar zocos de fábula, nómades y laberintos de casas de adobe, aterricé en Urumqi, capital de la vasta Región Autónoma de Xinjiang, limítrofe con Mongolia, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Afganistán, Pakistán, India y Tíbet.

El hecho de ser el único occidental en el avión me pareció un buen indicio: me dirigía hacia esa otra China, aldeana, musulmana y no globalizada. Pero estoy en una típica ciudad moderna con rascacielos, shopping centers, McDonalds y autopistas, habitada por más de un millón de personas, similar a otras 200 en todo el país. Una mitad de los pobladores son chinos han y la otra uigures musulmanes cuyos ojos conservan un ligero trazo oriental.

En China 13 millones de personas conforman una ínfima minoría: son los musulmanes -el 0,97 por ciento de la población- concentrados en extremo noroeste del país, antiguo Turkestán Oriental.

Frente a mi hotel hay una relectura en clave posmoderna del Empire State y tres limusinas blancas estacionadas: nada podría diferir más de los restos aún palpitantes del mundo de la Ruta de la Seda.

En las últimas décadas el gobierno nacional colonizó la provincia de Xinjiang con millones de chinos de la etnia mayoritaria han para desequilibrar la balanza poblacional. De ser el 90 por ciento, los uigures pasaron a menos de la mitad. Y Urumqi se modernizó al estilo han de hoy, según los parámetros del capitalismo chino con simbología comunista, que tiene bastante de occidental. Pero como los barrios de las dos etnias están separados, en la parte uigur hay mucho de la cosmovisión islámica en una ciudad que fue oasis de las caravanas de camellos de la Ruta de la Seda. Allí una gran mezquita tiene un minarete que es copia fiel de otro que existe en la legendaria Samarkanda, República de Uzbekistán. Enfrente hay un Carrefour.

Estamos en junio -pleno verano- y Urumqi arde a fuego lento en un ambiente de polvorienta sequedad. Compuesta por vastos desiertos pedregosos, Xinjiang es la provincia más grande de China y se necesitan semanas para recorrerla: no sé por dónde empezar ni cómo. Hoy surcan estas tierras trenes y buses; pero aquí casi nadie habla inglés y muchos ni siquiera chino: los carteles están escritos en árabe y mandarín.

Junto al lago Sayram los rebaños de ovejas cortan tranquilamente el tránsito.

A LA RUTAEn el hotel los astros confluyen: seis jóvenes chinos acaban de contratar un minibús con chofer uigur para lanzarse a la Ruta de la Seda. Ninguno habla inglés así que el recepcionista hace de intérprete: justo sobra un asiento. Me explican el sistema para compartir gastos y ya estoy incorporado al grupo.

Recordar los nombres de mis nuevos amigos es imposible así que los rebautizo: Pedro, Evita, María, Ana, Mr. Taiwán y The Shanghainese. A ellos les encanta la idea y asumen sus nuevos nombres con orgullo. Pedro, vendedor de computadoras en el sur de China, balbuceaba palabras en inglés y será mi interlocutor con la ayuda limitada del traductor de su iPad. Básicamente me dedico a seguirlos.

La Ruta de la Seda comenzaba en la ciudad de Xian, el centro de China, y llegaba hasta orillas del Mar Caspio en Turquía. Pero en el camino se ramificaba. Por ejemplo en el Desierto de Taklamakán en Xinjiang, el segundo más grande del mundo (270.000 km2). Su nombre significa “entrar es no salir” y en aquel tiempo no era una metáfora: los caravaneros lo bordeaban por la ruta norte o la sur. Pero en esta parte del viaje nos iremos bien hacia el norte –lejos de ese desierto– rumbo a las verdes montañas de Tianshan.

Nuestro destino en la primera jornada es el pueblo de Bayanbulak, a ocho horas de viaje desde Urumqi, donde pasamos la noche en un hotel. El chofer uigur resulta fundamental porque además de conocer los caminos, nos hace de traductor al chino.

Al día siguiente la ruta trepa las montañas y del desierto pasamos a un pastito verde y liso como un campo de golf, con cedros y cipreses en las laderas.

Cuando aparece la primera yurta en la lejanía hay conmoción a bordo. En estas tiendas circulares viven los últimos nómadas de Asia Central, que aún son centenares de miles. El chofer las reconoce por el diseño y dice que sus dueños son mongoles de religión budista.

Un niño conduce un rebaño de yaks por la inmensa estepa.

EN LA PRADERA Ascendemos hasta los 2500 metros por caminos de cornisa y cada tanto aparece un pastor a caballo con centenares de ovejas, que a veces interrumpen la ruta. Hasta que llegamos a la altiplanicie de la pradera de Bayanbulak, habitada por nueve etnias –la mayoría nómades– en un área de 23.000 km2. El verdor del terreno es por el agua de deshielos que baja de las montañas.

En un sector la ruta se hace de tierra y el chofer conduce con el cuidado necesario. A los costados hay manchones de nieve y entramos y salimos de las nubes, hasta llegar a uno de los puntos clave de esta larga gira: un mirador sobre la montaña Baxilike, desde donde vemos con asombro los caracoleos del río Kaidu perdiéndose en una verde planicie, uno de los paisajes más espectaculares de toda Asia. Una veintena de turistas chinos con sus trípodes alineados espera el atardecer como un pelotón de fusilamiento. Mis amigos chinos se van a cabalgar por la montaña.

Volvemos al vehículo para recorrer la zona del lago de los Cisnes, que en verdad es una sucesión de lagunas interconectadas donde viven unas 8000 de estas elegantes aves, las tres quintas partes de toda su población mundial. Los nómades consideran a los cisnes “aves de la suerte y la felicidad” y por esos los cuidan con devoción. En un momento el chofer frena frente a la visión de un centenar de aves cruzando un valle en bandada.

Los cisnes llegan a Bayanbulak en marzo y abril para emigrar en septiembre y octubre, cuando cruzan los Himalayas hacia la India.

Antes de la caída del sol llegamos al lago Sayram, casi en la frontera con Kazajistán. Frente a sus aguas azules nos alojamos en unas tiendas que alquilan miembros de la etnia kazaja, que no son circulares como las de los mongoles sino cónicas, de piel de oveja atada con sogas y las paredes interiores forradas de alfombras rojas. Adentro hay un fueguito de salamandra y un tubo que sirve de chimenea y parante central. La “cama” es un suelo de mullidas alfombras y cueros con lana.

A la mañana siguiente salgo a caminar bordeando el lago hasta otra tienda de kazajos musulmanes con panel solar. La dueña de casa está aventando una fogata de ramas y bosta de yak para cocinar una hogaza de pan del tamaño de un longplay. Le hago señas de que se la quiero comprar pero sólo me vende la mitad. Me asomo en sus tiendas y una tiene ladrillos sin pegamento a modo de piso. En un rincón está la abuela con el nieto de un año junto a un samovar de acero.

Sigo caminando por la planicie y medio kilómetro más adelante me encuentro con el hombre de la casa al cuidado de un centenar de ovejas y chivos: está recostado al borde de la ruta con la cabeza sobre el asfalto, durmiendo la siesta. Me acerco a dos metros para tomarle una foto y no se despierta.

Este viaje sigue por tres semanas más, curioseando por el mundo actual de la Ruta de la Seda, donde hay tanto rascacielos como aldeas con casas de adobe y la vida ha cambiado poco y nada en 2000 años. En esta red de caminos que conectaba los grandes imperios de la antigüedad –romano, chino, persa, hindú, turco- todavía se hila la seda a mano y viven aún miles de nómades cuya vida es un viaje sin fin desde que nacen hasta que mueren.

Una tienda de kazajos musulmanes en Bayanbulak, donde conviven nueve etnias.

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