GUATEMALA > DE TIKAL A SEMUC CHAMPEY Y ANTIGUA
Lejos del mar, Guatemala despliega un universo de selva, colores, perfumes y sabores. Exuberante y verde de punta a punta, en cada rincón se hace presente el grandioso legado maya que abraza su población.
› Por Paula Mom y Marina Roselló
Llegamos a Guatemala atravesando la frontera con Belice, y aparecimos de pronto en una selva eterna. Habíamos estado antes en la jungla: en México y también en Iguazú, pero aquí la vegetación nos pareció mucho más monumental, impenetrable y profunda. Árboles estilizados se yerguen desde el valle hasta lo más alto de la sierra. Rugidos de monos que se escuchan como fieras salvajes, pese a su pequeño tamaño. Los colores de los tucanes. El olor a la tierra mojada. Un manto verde que todo lo cubre y, de alguna manera, nos hace sentir un poco más vivos.
La selva ocupa el 70 por ciento del territorio guatemalteco, aunque sólo concentra el tres por ciento de su población. Lo que sí abunda son ruinas. Según revelaron fotografías aéreas de la NASA, el laberinto verde esconde más de 3000 asentamientos mayas, de los cuales sólo fue explorado un cuarto. Uno de ellos es la primera parada de este periplo: Tikal, la ciudad más importante del poderoso imperio maya durante 1500 años.
UN MISTERIO EN LA JUNGLA Más que por su importancia política, queríamos conocer Tikal porque sus ruinas están en pleno proceso de excavación y estudio. La ciudad fue abandonada en el 900 d.C. y, desde entonces, la selva se fue comiendo esta urbe milenaria hasta hacerla desaparecer. Si bien hay algunas pirámides y palacios reconstruidos a partir de las ruinas, la mayoría permanece en el mundo subterráneo y escondido entre la vegetación.
Se sabe que Tikal existe por lo menos desde el año 400 a.C., que tuvo una población cercana a las 90.000 personas y que en el siglo IX empezó a declinar –como las demás ciudades mayas- hasta que fue abandonada por completo. La razón aún es un misterio, pero los investigadores creen que fue a causa de la deforestación, las sequías y las guerras.
Llegamos al amanecer, acompañados de una lluvia gruesa y ruidosa. Pero los árboles hicieron de paraguas y nos convencimos de que la selva así era más verdadera. Después vimos asomarse un cocodrilo por una de las lagunas que acoge la antigua ciudad, y fuimos testigo de cómo un mono le lanzaba una nuez a uno de los integrantes del grupo. Con precisión absoluta, llegó a su mejilla derecha. La jungla verdadera había superado nuestra imaginación.
Recorrer las pirámides recuperadas es viajar en el tiempo: a las ceremonias, a las reuniones políticas, al mundo de los dioses y sus alabanzas. Sin embargo, nos resultaron aún más impactantes los templos y pirámides que no están recuperados, aquellos que asoman la cabeza entre las copas de los árboles como jirafas curiosas equivocada de continente. Son los únicos testigos de la cultura maya que la naturaleza no pudo devorar, pues exceden la altura de los árboles más altos.
Este paisaje verde salpicado de cúpulas de cemento se contempla desde la cumbre de la Serpiente Bicéfala, una de las pirámides a las que es posible subir tras escalar 200 escalones de madera. Hay que hacerlo al atardecer, cuando a 70 metros del suelo aparece una alfombra verde y eterna, que con los colores del ocaso se vuelve un perfecto escenario surrealista.
EL RíO ESCONDIDO Con la idea de seguir descubriendo lo que atesora este espeso bosque tropical, llegamos a Semuc Champey, en las montañas de Altavera Paz, también en el norte de Guatemala.
La aventura empezó con un trekking intenso, empinado y resbaladizo por la llovizna. Duró más de una hora y nuestras piernas rogaban que terminara... Avanzábamos en un grupo de 15 personas por caminos estrechos y llenos de arbustos que, imperiosos, intentaban borrar los rastros humanos. Nos costaba bastante seguir por el cansancio rápido, la distracción, las fotos que hacen perder el rastro del grupo: pero este lugar era peor que un laberinto y el guía estaba bien entrenado, así que guardamos la cámara y pusimos toda la energía en acelerar la subida. Cuando por fin llegamos al mirador, vimos a 50 metros de altura las impactantes piletas turquesas de Semuc Champey que -separadas por cascadas y a lo largo de 350 metros- irrumpían la jungla uniforme.
Agobiados por el calor, bajamos a paso acelerado para sumergirnos en las pozas cristalinas de este río llamado Cahabón. Son piletas escalonadas, de entre uno y tres metros de profundidad, con el fondo de piedra caliza. En algunas se puede nadar a través de cuevas, que sólo dan lugar a la cabeza para respirar (interesante, pero no apto para claustrofóbicos). Otra experiencia bizarra es la sensación de decenas de peces cosquilleando entre los pies: comen la piel muerta, un «tratamiento» que se paga como exfoliación en los centros de estética porteños.
En definitiva, bajar por estas piletas nadando es una forma más placentera de llegar hacia la salida del parque. Una vez allí, habrá un grupo de mujeres y niños improvisando un exquisito y abundante almuerzo a la parrilla, con alimentos que provienen de la misma selva. ¿El postre? Chocolate semiamargo, elaborado con el cacao que crece aquí mismo.
ANTIGUA Y SUS COLORES Caminar y perderse entre las calles de Antigua es una buena manera de desentrañar estas tierras. Adoquines, fachadas coloniales restauradas, fachadas despintadas y avejentadas, colores. Casitas azules, amarillas, naranjas, rojas. Faroles, balcones de hierro, más adoquines.
Parece una ciudad estancada en el tiempo; y de alguna forma lo es. Antigua fue una de las capitales coloniales de América, hasta que en el ’73 un terremoto la devastó y la capital fue trasladada a lo que hoy se conoce como Ciudad de Guatemala. La mayoría de la población se mudó también y Antigua permaneció en la quietud de su arquitectura barroca y en la calma de aquellos que se quedaron. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y muchos turistas vienen ahora a recorrerla.
Sin embargo, todavía la habitan las mujeres con sus huipiles bordados y sus polleras largas, cuyos colores determinan a qué comunidad indígena pertenecen, y qué lengua hablan, pues hay 21 lenguas mayas diferentes. Se las suele ver caminando en grupo y con carga en la cabeza, que llevan con agilidad asombrosa; hacen base con algún paño o manta y, arriba, una canasta o balde lleno de comida o artesanías.
Como en casi todas las ciudades de Centroamérica, hay mercados de frutas y verduras, de vestimenta típica y de artesanos que despliegan colores y formas en sus puestos itinerantes. Sin embargo, lo que más nos intrigó de este lugar fueron las iglesias, que mezclan el culto católico con rituales de alabanza a la Madre Tierra y a sus antepasados. Antigua es pequeña, lenta y amigable. Pero descubrirla exige tiempo y ojos curiosos, que no se pierdan esos detallen que la vuelven mágica.
EL LAGO La ruta serpentea por laderas volcánicas y se sienten los pozos, las piedras y el polvo que todo lo tapa. Es el camino que hay que transitar para llegar al pie del Atitlán, un lago de origen volcánico del que los guatemaltecos se sienten orgullosos. Y tienen con qué.
Se trata de un inmenso espejo ubicado a 1560 metros sobre el nivel del mar, tiene 18 kilómetros de largo y la profundidad estimada es 350 metros. En sus márgenes se alzan tres volcanes casi simétricos, y también varios pueblos donde vive una cultura bien arraigada a sus antepasados mayas: se trata de las etnias tz’utujil, quiché y kaqchiquel. Para ellos, este lago es un lugar sagrado que los conecta con el inframundo.
Elegimos quedarme en San Pedro, posiblemente el más turístico de los pueblos que rodean al Atitlán. Sin embargo, es el que tiene casi todos los hospedajes anclados sobre el lago, un gran mercado de comida y barcitos pintorescos para probar comida guatemalteca. Los días pasaron entre chapuzones, conversaciones con la gente local y caminatas a través de los distintos pueblos.
Cada uno tiene su impronta. San Marcos es una aldea donde se practica reiki, meditación y yoga; la comida casi no tiene carne y allí convive una mezcla de guatemaltecos y extranjeros que vinieron a buscar su espiritualidad.
En cambio, San Juan La Laguna se muestra más auténtico. Apenas entramos, nos cruzamos con una procesión fúnebre, donde las mujeres usaban la misma manta tejida en la cabeza y profesaban algún canto por la paz del difunto. Más tarde visitamos una de las cooperativas femeninas que elaboran textiles artesanales. Gracias a estas agrupaciones, cada trabajadora recibe el 95 por ciento de la ganancia sobre el producto elaborado. Allí vimos cómo utilizaban las flores, las plantas y los frutos de la región para teñir los hilos y luego llevarlos al telar, donde se plasman figuras cotidianas y representativas de la zona como el maíz, los pájaros y los venados.
Atitlán fue el último destino de nuestro viaje por Guatemala, y posiblemente el que resumió lo que nos llevamos de este rincón del mundo: paisajes de postal y naturaleza viva. Colores, el olor a tortillas recién hechas y sobre todo el orgullo de un pueblo que mantiene vivo el legado de sus antepasados. Guatemala, un universo auténtico.
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