PATAGONIA > TRES EXPLORADORES EN EL SUR ARGENTINO
Llegaron desde Europa imantados por la remota terra incognita australis en busca de saberes y aventuras. Magallanes, al comando de la expedición que daría la primera vuelta al globo; Darwin, observador de la evolución del mundo; y Musters, cabalgando con tehuelches, en quienes descubrió de todo menos un espíritu salvaje.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
“Transcurrieron dos meses sin que viéramos ningún habitante del país. Un día, cuando menos lo esperábamos, un hombre de figura gigantesca se presentó ante nosotros. Estaba sobre la arena casi desnudo, y cantaba y danzaba al mismo tiempo, echándose polvo sobre la cabeza. Era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura. Nuestro capitán llamó a este pueblo patagones”. Así relató el exagerado Antonio Pigafetta, cronista de la expedición de Hernando de Magallanes, el primer encuentro cara a cara con el hombre austral a fines del verano de 1520 en la bahía de San Julián: había nacido el mito de la Patagonia, inspirado en la novela de caballería Primaleón y su gigante Patagón.
EL ORIGEN DE LAS ESPECIES El viaje iniciático de cinco años que Charles Darwin comenzó en diciembre de 1831 fue tan trascendente que cambiaría los paradigmas de la historia de la biología y la filosofía. Fue por cierto en la Patagonia donde aquel inglés de 23 años perfiló sus hipótesis, al notar que ciertas especies iban variando sutilmente de una región a otra, y que además los fósiles que encontraba en el camino prefiguraban la vida que veía en movimiento.
Darwin pasó once meses en la Argentina. En Buenos Aires se reunió con Juan Manuel de Rosas, gobernador de la provincia, quien le ofreció caballos y un grupo de gauchos que lo custodiaron en sus exploraciones de la Pampa Húmeda. El visionario inglés escribió en su diario sobre la Campaña del Desierto de Rosas que «aquí todos están convencidos de que esa es la más justa de todas las guerras, porque va dirigida contra los salvajes. ¿Quién podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado?».
Antes de seguir viaje hacia el extremo sur navegó el Paraná hasta Santa Fe y recorrió Luján, San Antonio de Areco, Sierra de la Ventana y Carmen de Patagones. En Punta Alta, en las cercanías de Bahía Blanca, encontró tantos fósiles que definió al lugar como «una verdadera catacumba de monstruos pertenecientes a razas extintas». Allí lo impresionó el parecido entre los enormes fósiles de caparazón y las mulitas que correteaban los campos. Esto sólo podía explicarse «bajo el supuesto de que las especies se modificaban gradualmente: el tema me obsesionó».
Darwin continuó viaje hacia el sur con el capitán Fitz Roy en la goleta Beagle, bordeando la Patagonia hasta Chile. Desde la cubierta y en sus incursiones terrestres iba registrando todo sobre flora, fauna y aborígenes. Zarparon desde Buenos Aires y su primera parada fue en Puerto Deseado, provincia de Santa Cruz, donde hoy se hace la aproximación más exacta a la naturaleza observada el naturalista, allí donde remontó la ría Deseado.
La excursión hasta los Miradores de Darwin tiene dos modalidades. La más simple es un paseo en camioneta 4x4 a través de una estancia en plena estepa. La otra requiere mayor logística y condiciones naturales ideales, pero es la que mejor se aproxima a la exploración original: una navegación en gomón con motor fuera de borda remontando la ría, lo mismo que hizo el legendario explorador en un bote a remo con vela. Y no es casualidad que también Magallanes recalara en este accidente geográfico siglos antes, buscando reparo.
La navegación arranca desde el puerto de la ciudad para internarse a toda velocidad entre dos altas paredes sedimentarias. En minutos aparece una sucesión de islas e islotes con pequeñas pingüineras y otras donde viven 40.000 pingüinos mezclados con gaviotas cocineras y ostreros negros.
En la isla Elena los cormoranes grises comparten acantilado con los de cuello negro. La especie más interactiva con los viajeros es la blanquinegra tonina overa, que pasa en grupo como flechas debajo de la lancha. Uno puede imaginarse aquí a un Charles Darwin en estado de gracia, observando especies que no había visto jamás, ni siquiera en dibujos.
Fue el 23 de diciembre de 1833 cuando el naturalista navegó el curso de este «río extraño» que nace en el mar y corre tierra adentro según las mareas, pero más tarde vuelve para atrás, desembocando por donde llegó: desaparecido hace siglos, su espacio lo ocupa ahora el mar por unas horas. El investigador acampó en un cañadón y durante el recorrido por las márgenes iba registrando lo que observaba, mientras su dibujante Martens copiaba en papel los paisajes de islas y salientes rocosas. El guía muestra un libro con los dibujos para comprobar que el paisaje está exactamente igual.
A medida que la lancha se aleja de la desembocadura, la ría se angosta y su profundidad es cada vez más baja, hasta que el gomón queda varado, acaso en el mismo lugar donde encalló Darwin. Pero en apenas diez minutos ya hay agua suficiente para encender motores y seguir viaje. Luego de tres horas de navegación se llega a una extraña barda triangular en medio de la ría, un rincón patagónico y desolado a la máxima expresión.
Allí se desembarca para explorar un cañadón que conduce a una cavidad con manos indias pintadas en la pared, acaso contemporáneas de la Cueva de las Manos. Al trepar un cerro se ve todo el ancho de la base del cañón llenarse con el agua de la ría, hasta hace una hora apenas un hilo plateado que impedía navegar: en pocas horas el paisaje cambiará otra vez.
En sus anotaciones Darwin reparó aquí en tres aves no voladoras: el pato vapor, el pingüino y el ñandú. De este último notó que su forma iba variando de manera sutil en distintos lugares. Y agregó: «No creo haber visto jamás un lugar más alejado del mundo que esta grieta rocosa en medio de la inmensa llanura».
EL REPARO DE SAN JULIÁN El naturalista y el capitán Fitz Roy continuaron su travesía en el Beagle hasta el cercano Puerto de San Julián, donde encontraron el esqueleto de una macrauquenia patagónica, un paquidermo del tamaño de un camello antepasado del guanaco. Darwin reflexionó: «En remotas épocas, América debe haber sido un hervidero de grandes monstruos; ahora no hallamos más que pigmeos cuando se los compara con las razas afines que los han precedido».
Pero la actual ciudad santacruceña de San Julián le debe su mayor fama a una larga parada técnica del viaje de Magallanes, que Pigafetta introduciría en su crónica con las siguientes palabras: «19 de mayo de 1520. Puerto de San Julián… llegamos a los 49º 30’’ de latitud meridional, donde hallamos un buen puerto, y como el invierno se aproxima, juzgamos a propósito pasarlo allí».
Aquel día entraron en la Bahía de San Julián cinco intrépidas naves españolas de las cuales una sola –la Nao Victoria– sería la primera en dar la vuelta al mundo. La flota buscaba un reparo donde aprovisionarse. En memoria del episodio, en la ciudad se reconstruyó aquella nao a escala real. La goleta arribaría finalmente al puerto de San Lúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522 al mando de Sebastián Elcano, tres años después de su partida, completando la hazaña con apenas 18 de los 266 marineros de la tripulación original.
En la bahía de San Julián la flota esperó tres interminables meses la llegada de la primavera. Para colmo Magallanes debió enfrentar un motín que tuvo éxito en tres de las naves. Los amotinados exigían regresar por miedo a morir de hambre y frío. Pero el decidido capitán recuperó sus naves con un ingenioso ardid y reprimió la protesta con la decapitación del capitán Gaspar de Quezada.
En San Julián aconteció también un hecho fundante de una etapa trágica en América: por primera vez el hierro europeo atravesó carne indígena. El día de la partida los españoles quisieron llevarle dos indios de regalo al rey Carlos I, desencadenando una rebelión que terminó con muertos de ambos lados.
La réplica de la Nao Victoria evoca estos episodios con figuras muy realistas de los personajes de la armada magallánica, ubicándonos en espacio y tiempo para experimentar las vicisitudes de aquel viaje épico, usando tecnologías de sonido envolvente. La nao está en tierra firme y mide 25 metros de largo por 6,8 de ancho.
Al caminar por la cubierta en medio de la desolación costera, uno toma conciencia de la trascendencia histórica de aquella travesía, una hazaña equiparable a la llegada a la Luna para una flota que recorrió 78.000 kilómetros al impulso del viento, por océanos nunca antes transitados, a riesgo de caerse en los abismos del universo en un tiempo en que nadie estaba del todo convencido de que la tierra fuese redonda.
Después de vislumbrar las fogatas de los yámanas en Tierra del Fuego –y el famoso estrecho entre los dos océanos– la expedición «bautizó» al océano Pacífico y Magallanes moriría en las islas Filipinas atravesado por una lanza. La gloria se la llevó su continuador, Sebastián Elcano, a quien el rey Carlos I le concedió una esfera del mundo con la leyenda en latín primus circumdediste me («Fuiste el primero que la vuelta me diste»).
AMIGO DE LOS TEHUELCHES El diario de viaje Vida entre Patagones del explorador George Musters -inglés nacido en Nápoles- quizá sea el más interesante entre los de su tipo, por su valor antropológico. Este ex miembro de la marina inglesa que había combatido en la Guerra de Crimea atravesó toda la meseta patagónica partiendo desde el sur chileno, en Punta Arenas, para cruzar la cordillera hasta la costa atlántica y subir hacia el norte terminando en Carmen de Patagones. Es decir que su travesía a caballo de 2750 kilómetros coincide casi perfectamente con el trazo actual de la Ruta 40, cuyos panoramas han cambiado poco y nada respecto de cuando la región era dominio de mapuches y tehuelches. También la costera RN 3 atraviesa longitudinalmente la Patagonia y sirve de eje para ver algunos paisajes que asombraron tanto a Musters como a Darwin y Magallanes.
Musters arrancó en 1869 desde las Malvinas inspirado en la obra de Darwin (un tío suyo fue parte su expedición). El plan era explorar la Patagonia por tierra, lejos de la costa, allí donde antes no había entrado el hombre blanco. Y la única manera segura de hacerlo era sumándose a una caravana tehuelche.
En Punta Arenas no pudo Musters establecer contacto con caravana alguna. Entonces se unió a una patrulla militar en busca de desertores. Así se las ingenió para llegar a la otra costa del continente, donde en la isla Pavón -actual provincia de Santa Cruz- se instaló en el almacén de Luis Piedra Buena, un pionero del cual tomó su nombre la ciudad. En la isla un museo reproduce hoy la casa original de Piedra Buena. La ciudad, al igual que San Julián, es la base para recorrer el Parque Nacional Monte León y su ambiente costero con lobos y leones marinos, pingüinos y otras aves.
Cerca de la Isla Pavón acampaba por esos días una tribu tehuelche de los caciques Orkeke y Casimiro Biguá, a la espera de la primavera para emprender una caravana rumbo a Carmen de Patagones. Allí intercambiarían plumas de ñandú y pieles de guanaco por yeguas, vacas, ponchos, yerba y tabaco, en un tiempo en que el gobierno de Buenos Aires no extendía formalmente su poder hasta la Patagonia.
El europeo construyó su vínculo a lo largo de cuatro meses saliendo de cacería con los tehuelches, demostrándoles que podía hacerse cargo de su caballo y dormir a la intemperie tapado por un quillango. Casimiro aceptó sumarlo a la caravana mientras Orkeke se resistía –hablaban en castellano- hasta que finalmente partieron todos juntos en un grupo de cincuenta personas.
Los caciques tenían un circuito por diferentes aikenes, el equivalente a los oasis donde conseguían agua, leña y carne. El viaje duró poco más de un año, tiempo en el que Musters observó una epidemia que hizo estragos en la caravana –lo impresionaron los desgarradores lamentos de las madres al ver morir a sus niños- y también sobrevivió a conflictos sangrientos entre grupos aborígenes. Incluso fue testigo de la ejecución de un cacique que había atentado contra Orkeke.
La caravana pasó por lugares que en la actualidad se corresponden con las localidades santacruceñas de Perito Moreno y General Gregores, los pueblos chubutenses de Río Mayo, Alto Río Senguer y Tecka, la ciudad de Esquel y El Maitén. También cruzaron el Alto Valle del Río Negro.
De Musters se sospecha que hacía prospecciones con fines comerciales. Es probable que sus observaciones geográficas y demográficas se hayan usado para la Campaña del Desierto. Pero al menos en su relato se lo ve más bien como un curioso aventurero interesado en conocer al otro. A los tehuelches los definió como «hijos de la naturaleza, bondadosos, de buen carácter, impulsivos, que cobran grandes simpatías o antipatías y llegan a ser amigos seguros o no menos seguros enemigos». Observa que se organizaban en grupos liderados por un cacique con el que no se vinculaban bajo la forma del vasallaje, ni había tribus que se sometieran a otras. Al morir uno de sus compañeros de viaje, le comentó lo siguiente: «Muero como he vivido; ningún cacique me manda». La visión que ofrece aquel viajero sobre los pueblos originarios –la primera documentada desde adentro, cara a cara- dista mucho de la idea del salvaje saqueador que se les asignaba.
También le llama la atención a Musters la permisividad que tenían con sus niños: «Les dejan los mejores caballos y no los corrigen por ninguna travesura». Y agrega que «la costumbre de golpear a la esposa les es desconocida».
Según testimonios recogidos por viajeros que siguieron sus pasos, Musters habría dejado un buen recuerdo entre los tehuelches. El Perito Francisco P. Moreno atestigua en sus relatos el encuentro con un mujer que lo había conocido, de quien le comentó que «mucho frío tenía; muy bueno pobre Musters».
El día de la despedida en Carmen de Patagones, cuenta Musters en su diario, «a la mujer y a la hija de Jackechan, que se habían mostrado muy bondadosas conmigo, las llevé al almacén y les dije que eligieran lo que más le gustaba: y en el acto, sin vacilar, las dos señalaron dos frasquitos de perfume…. Tengo que advertir, de paso, que toda esa familia era excepcionalmente limpia en sus ropas y personas, y prometí viajar en el toldo de ellas si volvía a la Patagonia. El hijo de Jackechan, el muchacho de pelo y tez claros, se ofreció para venir a Inglaterra y consentí en tomarlo a mi cargo, pero cuando supo que no había avestruces ni guanacos en ese país, cambió de parecer».
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