PERú > EL MERCADO DE SURQUILLO EN LIMA
Popular y a la vez frecuentado por cocineros famosos en busca de los mejores ingredientes, es una de las mecas de la gastronomía peruana. Desde la Amazonia, los Andes y la costa, miles de productos confluyen en una feria donde conviven pomadas de serpiente, pulmón de vaca, gusanos y las papas más insólitas.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
“Yo vendo corazón; lengua; pulmón; criadilla o testículos de toro; tripa; bofe; librillo, que es el tercer estómago de la vaca; bazo; seso; ubre; agalla…», enumera Bartolomé Mitma, semitapado del otro lado del mostrador por tres lenguas vacunas, un pulmón, un jugoso corazón y un par de testículos que cuelgan de ganchos junto a un mondongo como una toalla en un tendal; todo alineado a la altura de nuestros ojos en el popular mercado limeño de Surquillo.
«Yo quisiera cocinarme un bistec», lo provoco.
«Mi puesto es sólo de menudencias de vacuno. ¿O es que usted en su país puede comprar esa carne en un puesto como éste?», me dice extrañado sin levantar la mirada de un gran hígado que está fileteando, cubierto con un delantal rojo que suaviza las salpicaduras y el carácter sangriento del oficio.
«En la Argentina un carnicero vende de todo».
«¿En serio? Qué increíble. Antes vendíamos muchos corazones argentinos; pero la molleja nunca nos llegaba».
Con Bartolomé nos sorprendemos mutuamente. El vendedor de menudencias –un hombre fortachón, aindiado, medio siglo, muy carnicero– elige un tono pedagógico: “Con las criadillas hacemos salsitas, ensaladas, sudados y hasta ceviches; de la cabeza sacamos la pulpa nomás; el pulmón sirve para guisos y chanfaina; con la cola de toro cocinamos fondo de cola; y a la pata le quitamos primero la pezuña como si fuera un zapato: es rica en colágeno y se hace sopa y gelatina natural”.
EL HOMBRE DE LAS PAPAS «Aquí en el Perú tenemos registradas 3500 variedades de papas», alardea Carlos Reyes Vázquez desde un banquito en el local 41 del mercado, donde se pasa la mitad de su vida rodeado de tubérculos multicolores al alcance de la mano, llegados de una punta o la otra del país: de Iquitos a Puno pasando por toda la Cordillera de los Andes.
«En los supermercados argentinos hay apenas dos tipos: la blanca y la negra, que son la misma papa lavada y sin lavar», le explico aceptando la derrota.
«¡Qué pobreza la de ustedes!».
Don Reyes Vázquez me va señalando su mercadería con el dedo sin levantarse, desde el centro mismo de la estrecha verdulería Flor del Señor: “Allí tienes papa blanca yungay para sancochos, amarilla arenosa para puré, camote dulce para el ceviche, peruanita bebé o papita cocktail bien redondita, huamantanga, huayro, arracacha, tarmeña, oca y mashua o papa amarga, parecida a una zanahoria pero amarilla, que es lo que tenemos hoy”.
Avanzo entre los parloteos de este gran galpón techado de dos pisos con 343 puestos arremolinados, oyendo una superposición de bachatas, salsas y cumbias colombianas. Tanta comida me abre el apetito y decido almorzar aquí, como otra gente que llega desde su trabajo a su puesto preferido. Paso frente a El Cevichano y una mulata me ofrece a viva voz un plato “conchas negras”. Pero arranco por El Rinconcito de Alex con un ceviche concentrado de cangrejo (la chaufa de mariscos parihuela es otra opción). Y saboreo un segundo plato en El Rey Luchín del segundo piso: chicharrón de pescado.
SEÑORA FRUTERA De postre quisiera llevarme frutas y bajo hasta el puesto de Doña Adelfa, que trabaja desde hace 37 años junto a la entrada principal. Orgullosa de su surtido, nos muestra un ejemplo de cada variedad exhibiéndolas una en cada mano levantada a la altura de su cara incaica.
Cualquier argentino convencido de que sabe mucho de frutas descubrirá aquí que ignora casi todo sobre ellas. Adelfa arranca su clase de botánica: “Esta es una pitahaya de pulpa blanca y pepas chiquitas; aquella es la cocona que usamos para hacer jugo, ambas de la Amazonía; ¿vieron alguna vez el fruto del cacao? Es éste. La naranjilla o lulo es muy ácida y no la podemos comer pero sí hacer jugo; el aguaymanto le daba vitamina C a los incas, la cucuma no es muy rica pero va bien en postres; tuna verde y tuna roja; con el tumbo los incas preparaban su ceviche; más allá lúcuma, cremosa, ideal para los helados, guanábana, chirimoya, maracuyá, camu-camu y granadilla”.
«Caserita, un kilo de dátiles por favor», nos interrumpe un señor sobrecargado de bolsas.
Olores intensos anuncian el siempre limpio sector de mar: un hombre me ve con la cámara, levanta un pulpo insertándole un dedo en lo que podría ser “la nuca” y lo coloca delante de mi lente con los tentáculos colgando en el aire. En un negocito me hacen probar la carne de una concha abanico con limón, supongo que viva. Las corvinas, pejerreyes y lenguados que anoche nadaban en el mar, yacen ahora sobre capas de hielo.
Muchos productos se mueven por sí solos en el mercado. Por ejemplo los enormes cangrejos bien atados para que no atenacen a nadie. Hay camarones de río, marrones; choros y almejas enanas, muy buscados por los cocineros profesionales.
Ciertas mercaderías se pregonan a viva voz: una mujer me ofrece pomada de serpiente del Amazonas. Los proveedores llegan desde rincones lejanos del país con una diversidad de productos que parece infinita. Un puesto tiene un precario cartelito escrito con marcador: “Pregunte, hay de todo”.
Lo más asombroso es la originalidad de lo que se vende, incluyendo productos de ciertos pueblitos o valles inexistentes en otro lugar de la tierra: higos dulces de Chilca, hongos de Porcón, orejones, quesos ahumados de Arequipa, guindones, carne de alpaca y de cuy (ese roedor en el que algunos ven una rata y otros un conejito sin orejas), hierba huacatay, cecina (carne seca de la selva), maní sacha inchi del tiempo incaico y otro boliviano, aceitunas verdes de botija, harina-pan venezolana para arepas, nabos encurtidos y pecanas garrapiñadas.
En el puesto de frutas 59 algo se mueve en una caja con tierra, cáscaras de banana en descomposición y pedacitos de coco. El cartel no dice mucho: suri. Son larvas blanquecinas de un coleóptero amazónico con la contextura de un dedo pulgar, que se comen asadas en brochette, fritas y hasta acarameladas. Se dice que son deliciosas, con una piel crujiente y una textura interior suave y mantecosa.
Unos pasos más adelante una joven me ofrece un pedazo de cactus peyote sin espinas, el famoso San Pedro: “Aquí lo tienes también en polvo; a esto le pones agua y es alucinante, es una cosa mística del Perú que tomaban los incas”.
Nadie parece apurado entre los compradores. Cada quien observa, sopesa, huele, prueba, palpa, compara calidades y texturas, nivel de madurez o frescura: una tradición inaugurada con el mercado en 1939. Hay quienes ya son segunda y tercera generación trabajando aquí en el mismo rubro, algunos desde hace más de 40 años.
Muchos chefs famosos de los restaurantes de comida fusión de Lima vienen aquí en persona en busca de ingredientes que no se consiguen en otro lugar. Hay puestos especializados en cerdos y otros en cabritos. Los de gallinas las tienen muertas con la cabeza colgando en el borde de un mostrador. Un hombre pasa al trotecito cargando una torre de siete cajones de fruta vacíos.
Los puestos de curry son un subgénero particular: algunos se venden en bolsitas plásticas y los hay verdes, rojos y amarillos. El ají –omnipresente en el arte culinario peruano- se multiplica en muchas formas, tamaños, colores e intensidad de picor. Los choclos se ofrecen morados, amarillos y bicolor: «Pero todos saben igual», confiesa la vendedora. También la quínoa es multicolor: rojiza, amarillenta y morada. Una tiendita vende sólo ollas y sartenes de barro de Cajamarca acumuladas hasta el techo.
El mercado parece ser una suma de la biodiversidad natural peruana y de la complejidad cultural del país. Pregunto por unas esferitas oscuras y gelatinosas: son algas cushuro que crecen en los lagos andinos de mucha altura. Con forma de fruto, sirven para el ceviche. Y así podría uno pasarse el día entero, preguntando y descubriendo, registrando nombres jamás oídos que en minutos caerán en el olvido. Como la variedad de harinas que veo en un solo lugar: de coco, quínoa, maíces varios, coca, mandioca, arroz, papa, amaranto y de semilla de chía.
Los negocios de hierbas medicinales recetadas por los chamanes encierran otra subcultura, casi una cosmovisión comprimida en un ámbito de dos metros por cuatro. Y así casi hasta el infinito, acaso el único adjetivo que se aproxime a la definición de la gastronomía peruana, que los expertos comparan por su complejidad con la china, la mediterránea y la francesa.
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